Enrique Butti - Araca corazón callate un poco

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Araca corazón callate un poco: краткое содержание, описание и аннотация

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Narrar y narrar historias, noche tras noche, vence a la muerte, enseña Scherezade, pero en esta novela la protagonista narradora está tirada en el diván y es su amado quien le cuenta su vida llena de aventuras, ora maravillosas, ora pringosas e irritantes, sin que ninguno de los dos se atreva a interrumpir esta intimidad con otra suerte de acercamiento.

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Domingo a domingo se repiten los encuentros y los paseos después de la misa matutina. Las hermanas mosquitas muertas enseguida entran en confianza y se enlazan cada una a un flanco de Marzolini. Ellas son más petizas que él y de lejos me los figuro como un panadero con dos canastos colgándoles de los brazos.

Siempre sucede que en un cierto momento de la caminata ellas se sorprenden de lo tarde que se ha hecho y se apresuran a llamar a un taxi. Corren y trepan al auto rápidamente, apenas despidiéndose de Marzolini, de manera que él empieza a sospechar que las mosquitas oculten algún misterio que se descubriría si lo dejaran acompañarlas hasta su casa. Incluso cuando los sorprende una repentina lluvia durante el paseo buscan y suben atropelladamente a un taxi sin querer compartirlo. Algo esconden. Visten bien, son chicas que tienen esmerada educación, pero quizás vivan en un rancho, o en un cabaret, o quizás haya alguien esperándolas en la puerta con un látigo en la mano, algo hay.

Durante los paseos charlan de cosas nada íntimas, de las noticias que trajo el diario local donde Marzolini les ha dicho que trabaja como empleado administrativo, de sociopolítica menuda, de la degradación de la moral pública, la inseguridad, la inflación, cosas así, las cosas que sufrimos la gente común que no subsiste chupando la teta del Estado. Marzolini les cuenta que vive solo, que se ocupa de su casa, que no tiene televisión y le gusta leer y escuchar discos en viejos combinados. La hermosa refiere que está estudiando gerencia de empresas, y la más hermosa que se recibió de escribana pero todavía no ejerce porque se tiene que ocupar de la casa y de la mamá, que es un poco mayor y tiene sus berrinches.

En verdad (me cuenta, poniendo cara de Gatsby enamorado) son paseos que parecen una extensión mística de la iglesia en la naturaleza del cielo y de la laguna y los árboles y pájaros de la costanera. A él se le ocurre una imagen que a ellas les encantó y sobre la que volverán cada domingo. Él les dijo que había soñado (mentira, seguro que lo estuvo pergeñando meticulosamente) que vivían en el campo, que los domingos él iba a la iglesia, y ahí se encontraba con ellas, y que después regresaban juntos a sus chacras. Salían de la iglesia y caminando dejaban atrás el pueblo, entraban en la campiña y atravesaban un bosque, una playa, una selva... A ellas les gusta siempre volver a esa fantasía. Señalan una nube grandota en el horizonte:

—Tenemos que subir al Everest.

Pasa una barquita por la laguna:

—Ahí llega la nave a bordo de la cual tenemos que cruzar el océano.

Hace frío y garúa:

—Estamos en la estepa rusa.

Y yo no me aguanto:

—Hasta que te dicen: Ahí viene un taxi. Chau chau, y quien te ha visto no se acuerda.

Me mira con cara de no apreciar mis ironías y sigue, que el domingo pasado estaban paseando por la costanera y una de las mosquitas larga:

—Ahí va una procesión de barcas llevando a la Virgen de Caacupé.

Y fue entonces, me dice Marzolini, cuando se acordó de la historia de la Niña Santa del cementerio.

—¿Sabés de qué hablo, no? ¿Conocés la historia de la Niña Santa?

Me dejé sacudir por los espasmos:

—Me estaba durmiendo... ¿La santa de qué?

—La santa del panteón, la que hace milagros. En la época en que escribía cartas para nadie, antes de que apareciera esa mujer que me salvó la vida...

—Que a vos también te debe la vida, porque estaba cianótica, azul, con el cordón umbilical anudado en el cogote, el cordón del que le colgaban un marido, dos hijos y una suegra. (El chiste no le gusta, larga una risita distraída y sigue:)

—En esa época en que yo andaba desesperado, invisible para todos, fui una vez al cementerio y vi ese panteón enrejado para que la gente no se meta, pero por los barrotes los promesantes echan de todo, exvotos, vestidos de novia, muletas, y miles de papelitos pidiendo gracias. La cosa me deslumbró. Empecé a escribir a los muertos. Y la primera cartita fue la que eché ahí dentro de ese mausoleo. ¿Conocés la historia de la Niña Santa?

—No es santa. No está reconocida por la Santa Madre Iglesia y por lo tanto es solo un motivo de superstición. Dios quiera que yo sepa resistir a esa credulidad de ignorantes. Ya te dije más de una vez que no vayas para ese lado que no me gusta. Hasta prefiero la historia de Dido, la emperatriz venusina que se arrancó las antenas cuando decidiste volver a la Tierra. No me hagas enojar.

—Te pregunté si conocías su historia. Nunca pude contártela y tuve que recurrir a viejas prácticas para que alguien pudiera escucharme. Mejor que ni hablemos.

—Sí, mejor no hablemos, porque la verdad es que mucho no me interesa.

El Gran Gatsby se enoja. Se levanta y sin el mínimo charme escupe:

—Ya es tarde. Mañana madrugo. Te abro el garaje.

IX

El hábitat de las mosquitas

Para la tertulia siguiente los dos aparecemos mansitos. Él, vestido como chulo de zarzuela, con torerita, calzas bordadas y escarpines negros.

Me preparó canelones. Le lavo los platos y me tiro en el sofá cama.

Y recomienza.

Un domingo falta la más hermosa. La otra llega tarde a la misa, y cuando con Marzolini se dan los piquitos de “La paz sea contigo”, le espeta: “Necesito hablar con usted”. Se la nota nerviosa, pide a Dios con intensidad desacostumbrada; ensimismada sigue arrodillada y escondiendo su cara entre las manos cuando todos se ponen de pie o se sientan. Termina la misa, salen. Ella le dice:

—¿Esta tarde dispondría de tiempo para acompañarme a mi casa? Mi hermana y yo tenemos que pedirle un favor importante.

Marzolini acepta entusiasmado. Deciden encontrarse esa tarde ahí mismo, en la puerta de la iglesia.

—Ahora tengo que irme —dice la mosquita apechugada. Parte, rauda, y Marzolini se queda sin paseo por la costanera.

Por la tarde ahí está, puntual.

De nuevo aparece sola la mosquita Flor y se lo lleva volando a su casa.

(Yo interrumpo, pido un minuto para ir al baño. Me lavo la cara. Me hablo al espejo: “Llevalo otra vez a la historia de la Flaçon. Sacalo de ahí porque si se mete en la casa de las mosquitas muertas despedite de tu lindo muñeco”. Me siento en el inodoro con la mano sosteniéndome la cabeza por las cejas como la atribulada Flor habrá sostenido la suya en el reclinatorio. Una pregunta para mi amigo filósofo de bar: “¿Hasta dónde hay que respetar la libertad de los demás?”. La pregunta no está bien formulada; mejor que sea más directa: “¿Hasta dónde tengo que respetar la libertad de mi tesoro?”. Y como me la formulé mil veces ya sé la respuesta: “Tengo que respetarla hasta el punto en que yo me percate de que conviene encarrilarlo”. Lo que pasa ahora es que no sé si conviene encarrilarlo. El problema es que en esta ocasión prefiero saber lo que el señor anda buscando. Más de una vez lo vi llegar a un punto en que hasta había peligro de muerte y supe rescatarlo y llevarlo a otro lado con cualquier arma –una vez me levanté, rompí en mi arrebato el velador y lo dejé hablando solo en la oscuridad–, pero ahora no puedo dejar de saber adónde llegó con las dos benditas Bernardetas, adónde llegaron ellas mejor dicho).

Regreso al diván.

—¿Y entonces? —lo incentivo, tapándome las piernas con la manta peluda, fingiendo gestos de indiferencia y un largo bostezo.

Me reprocha que haya estado una hora en el baño y perdido la descripción de la casa de las hermosas, que era una pensión que regenteaba la madre, más que pensión un conventillo, pero raro porque la casa era un viejo palacete enorme mantenido más o menos bien, bastante limpio, con un gran jardín y largos patios interiores. Y que me hubiera perdido la narración de su sorpresa, porque él una noche había estado en esa mansión, cuando había ido a filmar el cuento de esa historia que yo no le había dejado contar nunca. Pero aquella vez, acompañado por el encargado del estudio de grabación, no se había percatado de la inmensidad ni de la singularidad del lugar, porque rápidamente lo habían guiado por unos corredores y lo habían encerrado en el estudio para la filmación.

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