Enrique Butti - Araca corazón callate un poco
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VII
Corta el cordón con la neonata
Como todavía estaba loquito no sabe precisar cuánto tiempo duró el romance con la neonata. (“¿Pero más o menos cuántas veces se encontraron: dos, diez, cien, mil veces?”, lo interrumpo yo, sin entrar en otros particulares que me arrojarían al insomnio). Calcula que se habrán encontrado unas veinte veces (si dijo veinte habrán sido doscientas; no habrá querido perturbarme aún más, habiendo registrado cómo me roía las uñas), una vez cada quince días, raramente una vez por semana. No queríamos, dice, hacer daño a nadie; ella no podía ni quería dejar a su familia (y como entonces yo no pude retenerme de largar alguna vulgaridad que ahora me avergüenza repetir, Marzolini se explayó sobre el sentimiento de culpa de ella, del acuerdo al que llegaron para aliviar la infidelidad a su familia que la torturaba; un acuerdo que en primer lugar consistía en mantener un anonimato que ella apenas traicionó para hablar precisamente de su situación de casada con dos hijos, una suegra y un trabajo para mantener a todos, y que él, Marzolini, conjeturaba, a su vez habrá traicionado con su mera apariencia, con la distinta presencia que cita a cita iba presentando, de linyera roñoso a pulcro jovencito (y elegante, es necesario precisar, porque lo conozco, con esa elegancia un poco excéntrica, no por su rareza sino por la constante variación de su vestuario, que en un mismo día puede pasar de un trajecito de comunión a un colorinche hawaiano –tiene baúles llenos de ropa; se gasta todo el sueldo en trapos–, siempre demostrando buen gusto, aunque hay que admitir que lo que vale en estas cosas es la percha).
Así que acordaron que sus encuentros fuesen algo que les sucediera fuera de la vida (o mejor dicho, lo único real que les sucedería en medio de un sueño eterno, ya que para Marzolini sobre todo se trataba de la realización de un sueño soñado en los poemas y cartas que iba repartiendo por ahí a los desconocidos, esperando encontrar finalmente alguien de carne y hueso). (Y yo me muerdo las manos para retenerme de pellizcarlo y comprobar que ninguno de los dos es de gomaespuma). De manera que para que la pesadilla no acertara a filtrarse en esa única, breve y periódica realidad se vedaron intercambiar precisiones biográficas, así como se cuidaban de citarse cada vez en niditos y barrios distintos.
Pasa el tiempo, un año y medio calcula Marzolini (suponiendo lo menos una cita cada quince días, en año y medio son como cuarenta encuentros, no veinte, y según mis deducciones el picoteo acaecía bastante más seguido que una vez por quincena), y la neonata empieza a ponerse pesada (eso lo interpreto yo; él nunca lo diría en esos términos). Mientras ella se enamora cada día más, él sienta cabeza y lo atraen otros fenómenos, lee, estudia, trabaja en lo que puede, empieza a conocer gente. Ella debe haber entendido que el jovencito se le iba de entre las manos (y de entre las entrepiernas, perdón, pero tampoco la pavada) y debe haber empezado a sentir lo que habían jurado no sentir, las ansias de posesión, las ansias de saber qué pensaba él en cada momento, qué hacía en cada momento, de ser toda él; rencor y celos.
Y en la reunión siguiente a la de la camiseta del Mundial 2006, cuando Marzolini me recibe vestido de Gauchito Gil, llego y le digo:
—Aquella mujer, la neonata con marido, hijos y suegra, debe haber visto cómo cambiabas día a día, encuentro a encuentro. Pensé en eso porque hoy escuché un vals de Canaro y Manzi que ella te podría haber cantado.
Y se lo canté. Al final me aplaudió, pero no le gustó para nada:
Yo soy como siempre, yo nunca cambié,
mi ropa es la de antes, mi vida también.
La luna es la misma que vimos los dos
colgada en la punta de aquel callejón.
Si todo es como antes, si nada ha cambiado, si todo es igual,
parece mentira que solo tu vida pudiera cambiar.
Te miro y no sé, me cuesta creer,
que seas el mismo que quise una vez.
Porque un día resulta que el muchachito falta a la cita. Y bastó que un día él faltase a una cita para que no se encontraran nunca más.
Un mes después el jovencito Marzolini se arrepiente, dice que sintió nostalgia (nostalgia, sí, llámala nostalgia), busca como loco en los lugares donde ella también podría estar buscándolo. Todas las noches, en las horas que solían tener lugar las citas, corre de un barrio a otro, de un nidito infecto a otro. Nada, nunca más. Rastrea la calle donde la conoció, el callejón al fondo del cual miraban la luna antes de despedirse, nada, nunca más.
Y ahora, Marzolini, con trapos rojos colgándole como jirones (más que Gauchito Gil parece Mick Jagger joven, cuando cantaba bailando y reboleando una larga echarpe rojo punzó), vuelve a insistir en que Margarita Flaçon pueda ser la neonata. Y el loco con voz de cotorrita capaz que es otro señor con quien a la neonata le sobrevino otra reencarnación (esto lo malicio yo; Marzolini imagina que el tipo pueda ser el marido, que recién ahora, cuando la señora se le estaba desvaneciendo, descubría su portentosa carnalidad. Yo trato de encarrilarlo y disparo la pregunta que traigo atragantada de, por lo menos, diez páginas atrás:)
—¿Así que después volviste todos los domingos a la iglesia para ver si la encontrabas a la del atrio que te zamarreó y te dejó lleno de moretones? Se te fue rápido, el susto. ¿O será que te gusta que te moretoneen?
Me acuerdo, textual:
—Volví a la iglesia porque me gustó decir cosas en coro, estar en buena onda espiritual con gente tranquila, que tiene la mente puesta en una esfera superior y no se entromete siempre interrumpiendo lo que uno busca expresar. Y porque si no se tiene fe hay que ir y pedirla.
(Cuando Marzolini se hace el gurú empiezan a chiflarme las tripas y me revuelvo en el sofá cama con ganas de irme. Él sigue como si nada:)
—Aunque siempre me ponía nervioso el momento de “La paz sea contigo”, iba para ver a las dos hermanas con quienes nos besamos aquel domingo de Pascuas. Nos sonreíamos, caíamos siempre en el mismo banco. Yo llegaba temprano para ocupar el lugar, y ellas también; al final llegábamos cuando todavía no había nadie en el templo y nos saludábamos y cruzábamos algunas palabras ahí sentados. A veces se ubicaba a mi lado la hermosa, a veces la más hermosa. Son muy graciosas, entre ellas se ríen, no en la iglesia sino cuando salimos.
De manera que ahí caigo: el verdadero asunto no es con la Flaçon, ni con el loco que la busca, ni con la neonata, sino con los piquitos que intercambiaba con las dos hermanas mosquitas muertas.
VIII
Hagiografía
En la cita siguiente –de riguroso sport Gran Gatsby– logro que se despache: ninguna de las dos hermanas practicantes católicas apostólicas romanas puede ser Margarita Flaçon, a menos que hubieran mentido el nombre. Se llaman Florencia y Rita; Flor la hermosa, Rita la más hermosa. Cada domingo charlan un rato en el atrio y junto a las verjas de la iglesia. Él tuvo el mal tino, por timidez, de decirles la primera vez que iba para el otro lado, así que se separaban enseguida, hasta el domingo en que él les pregunta si quieren que las acompañe porque tiene ganas de pasear, y ellas dicen que de acuerdo, pero astutamente enfilan para la costanera.
—¿Cómo es la hermosa y cómo la otra? —pregunto, apenas puedo deshacer y tragarme el terrón de barro seco atascado en la glotis.
Contesta que la hermosa es hermosa y la otra es hermosa y feliz. (Apenas dice esto adivino que la cosa me desvelará varias noches seguidas. Yo siempre busco presentarme feliz y aprendí a fingir, pero no sé si logro ser convincente. Mi amigo filósofo de bar dice que finjo bien, que soy la exacta réplica de la santa mártir que sonríe extasiada encima de la hoguera. Como creo que, a su manera, también él es un santo, le digo que sus demostraciones de felicidad, es decir sus bromas pesadas y su cinismo, son como el chiste de su tocayo Lorenzo, quien en su martirio pidió que lo dieran vuelta en la parrilla porque de ese lado ya estaba cocinado –y él, que no pierde ocasión para jorobarme con su erudición, corrige la sentencia citándola en latín y en una más precisa traducción: Assum est, inqüit, versa et manduca: denme vuelta, que de este lado ya estoy a punto–. Y después me retruca que sí, que yo soy esa santa sonriendo en la pira, pero mirando de soslayo a las multitudes que asisten a la quema, y guiñándoles un ojo. Le retruco que si él pide que lo den vuelta en la parrilla a viva voz es para que lo oigan en las tribunas y lo registren los historiadores. Él me dice que si se mira bien yo aprovecho que las llamas ya han quemado mis túnicas, pollerines y bombachudos para retorcer mis carnes doradas en un cadereo que también simula alborozo. Yo le digo que si pidió que lo dieran vuelta es porque ahora que lo ponen de espalda a las brasas puede mostrar el espectáculo de sus poderes, aunque estén achicharrados y disminuidos de tamaño, o precisamente por eso ahora puede por fin ostentarlos suponiendo que los espectadores darán por descontado que se debe al fuego la reducción de los mismos a un porotito. Él me dice que finjo bien, pero que el fuego quema y se me empieza a notar una cierta sensibilidad nerviosa. Yo le digo que él da vuelta la cara para que no se note que ya se arrepintió de la bravuconada, porque ahora quema del otro lado, le quema por todas partes. Él me dice que sin embargo de golpe resplandezco, que en el tramo final soy –o todos me ven– realmente feliz; ya estoy en el Paraíso y si estoy fingiendo no se nota para nada. Y con esa salida benevolente me desarma y me gana la partida).
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