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¿UN TEMPLO PARA QUIÉN EN HONOR A QUÉ DEIDAD?
Cruz Galindo López, Felipe Samarán Saló
Universidad Francisco de Vitoria
No es la primera vez que Notre Dame se enfrenta a su reconstrucción tras situaciones que la hicieron peligrar como templo. La Revolución francesa supuso la destrucción de esta simbólica catedral en más de una faceta: se cuestionó su «sentido» y fue convertida en un mercado y almacén de vino. Se luchó abiertamente contra su «valor espiritual» planteando su demolición en la década 1830, que se evitó milagrosamente gracias a que la novela de Víctor Hugo, Nôtre-Dame de París , la había convertido en un escenario de leyenda. Nada que ver con su original razón de ser como lugar de culto. Se le infringieron multitud de daños físicos: la denominada Galería de Reyes fue destrozada por la furia iconoclasta revolucionaria al igual que el tesoro de la catedral, las campanas de bronce fueron fundidas, las vidrieras rotas, las paredes manchadas y los suelos levantados.
El 15 de abril de 2019, ante los atónitos ojos del mundo entero, las llamas hacían temer nuevamente por la integridad de la catedral de París. Parece urgente e irrenunciable el reconstruir la catedral. Pero ¿se quiere recuperar Notre Dame por su condición de templo cristiano —espacio catequético, lugar de oración y escenario de solemnes eucaristías y celebraciones— o como segundo foco de atracción turística de la ciudad después de la Torre Eiffel y, por tanto, fuente de ingresos para París? Esta pregunta invita a revisar el sentido primigenio de la construcción de una catedral a lo largo de la historia. ¿Cuál es la función real más relevante de las grandes catedrales? Nos sorprenderemos al comprobar que el interés religioso no fue necesariamente el motor único y a veces ni siquiera el principal en la mayoría de los casos.
Durante siglos, hemos asistido a la competición entre edificios —maldecida bíblicamente a través de la torre de Babel— por ser «el más alto del mundo» y poner, gracias a ello, a su ciudad, a su promotor y a su arquitecto en el foco internacional, una forma de hacerse notar en el panorama mundial para atraer atención con quién sabe qué intenciones. La arquitectura usada para demostrar poderío ha desplazado de su centro al ser humano que la habitaría como objetivo principal de interés. No se trata de una arquitectura centrada en la persona, sino de una arquitectura al servicio del poder (ya sea este económico, gubernamental, religioso, egocéntrico, especulativo o espurio). Esa competición por la altura, símbolo de dominación, empezó en Europa con las catedrales medievales. Con la invención del ascensor, pasó a América y a los edificios de oficinas, y ahora esta competición, de dudosa legitimidad e interés, se ha trasladado a Oriente Medio, que necesita demostrar su pujanza económica, sabedores de que tiene la fecha de caducidad que marque el uso del petróleo, y al gran gigante asiático que ahora domina la economía mundial y desea hacerse notar.
Esa competición desnaturalizada en la que afloraba lo más vanidoso de la condición humana llevó a que se acuñase el concepto de vanity height , toda aquella altura adicional construida en un edificio que no es habitable ni tiene otro uso que el de presumir y mejorar su posición en el ranking mundial de alturas. En los grandes rascacielos de hoy en día esta altura llega incluso a ser 1/3 del total.
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