Alejandro Juárez - La noche tiene garras

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La noche tiene garras, el nuevo libro de cuentos de Alejandro Juárez, es una salvajada. Se trata de una compilación conformada por relatos breves, pero que gozan de la fuerza necesaria para causar asombro, estremecimiento, asco o hasta melancolía. Es refrescante descubrir en este libro un gusto por las entradas poderosas, muchas de ellas in media res, que nos permiten adentrarnos en las geografías macabras, en las sensaciones perturbadas de sus personajes. Nos habla de los horrores ocultos tras lo cotidiano, y también de los rituales de tradiciones perdidas, pero que siempre hemos temido como posibles realidades. El horror nos habla de nosotros mismos, de nuestros temores más profundos. «„La noche tiene garras“ es una salvajada. Relatos breves que gozan de la fuerza necesaria para causar asombro, estremecimiento, asco o hasta melancolía. En estos cuentos, cuando la noche parece desplazarse, no es el día luminoso y tranquilizador lo que se aproxima, sino la misma pesadilla recubierta por el manto nocturno». Gerardo Lima. Narrador, poeta y ensayista. Autor de Cosmos nocturno, ganador del Premio Nacional de Cuento Breve Julio Torri 2018.

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Los chicos mayores seguían fascinados la narración, que se detuvo abruptamente en ese punto.

—¿Y luego qué pasó?

—Me fui corriendo.

—¿Y no te siguió?

—No, imagínate, no estaría aquí platicando.

Una risa tenebrosa recorrió las gargantas de sus escuchas.

—Pinche muchacho, estás inventando… —dijo Javier, el más alto.

—A lo mejor sí, a la mejor no. Lo único que importa es que la historia sea buena, ¿verdad?

—Eso sí. Y la contaste bien.

—Bueno, ¿y quién sigue? —agregó el niño.

Julián gorgoteó lo que intentaba ser una carcajada y comenzó a narrar. Los demás lo siguieron, uno a uno. Desgranaron historias de luces que flotaban en la oscuridad para desbarrancar a incautos, voces que susurraban palabras terribles que se clavaban en el mente hasta perderla, pactos con seres monstruosos, cosas sin nombre que acechaban en las esquinas de la ciudad. Incluso de una mujer que al anochecer se arrancaba las piernas para convertirse en fuego y buscar niños, a los que les chupaba el pecho hasta dejarlos secos, como montoncitos de papel viejo.

La luz del cielo cambió de amarillo a naranja y luego a bermellón, hasta alcanzar tonos marrones que finalmente mutaron en alquitrán. Detrás de la barda podían verse las luces de las farolas, como cuchillos luminosos que intentaban rasgar la negrura, sin lograr alcanzar el rincón en que se encontraban. Las expresiones de los rostros ya no eran visibles, sólo se apreciaba el contorno de los cuerpos, lo que agregó a la última narración un tono de inquietante profundidad. Era posible imaginar unas garras estirándose hacia ellos, para arrastrarlos a un lugar del que nunca habría regreso.

Todos permanecieron en silencio unos momentos, dejando que la sensación de amenaza los envolviera como un perfume intoxicante.

—Bueno, pues ya me voy —dijo el pequeño.

—No me digas ¿qué, te dio miedo?

—Un poco. De eso se trata ¿no? Si no que chiste. Pero me tengo que ir, ya es noche y mi mamá me va a regañar.

—Quédate otro ratito. Un último cuento y ya. Este es de veras fuerte ¿verdad, muchachos? —comentó Javier. Su tono transmitió una cualidad sombría que consiguió que al pequeño le cosquilleara el cuero cabelludo.

—No, en serio, estuvo divertido pero ya me voy.

—¿Y si no dejamos que te vayas? —replicó Juan.

El silencio congeló todo. Los sonidos de la ciudad se esfumaron, como si los camiones traqueteantes, la música que brotaba de una casa en la esquina y los gritos de una parvada jugando futbol fueran absorbidos por una boca gigantesca, llena de dientes podridos.

—Ya déjalo, no seas cabrón —interrumpió Jorge—. Vete ya, niño. Estuviste bien, pero a veces es bueno no meterse en cosas de mayores.

El chiquillo se escurrió con rapidez sin decir nada. El paso de su cuerpo por la rendija de la puerta y la sacudida tintineante de la cadena oxidada rompieron la burbuja que envolvía el momento. Lo único que quedó de su visita fue el aroma de su miedo flotando en las tinieblas del patio escolar.

—¿Por qué lo dejaste ir? —el tono de Juan era afilado—. Era nuestro. Vino solo y se quedó, aunque le advertimos que se fuera.

—Me dio lástima, no sé por qué. Creo que me recordó a mi hermanito.

—Pero lo queríamos. Lo necesitábamos… —jadeó Javier con tono de perro hambriento.

—Ya no importa. No está y no va a volver. Tendremos que esperar hasta la siguiente ocasión.

—La siguiente ocasión, la siguiente ocasión… no es justo —replicó Julián.

—Lo que nos pasó a nosotros tampoco fue justo. Pero aquí estamos. Y no hay nada que hacer.

Los ojos del cuarteto resplandecieron como chispas de fogata mientras se enroscaban en sus lugares, hundiéndose poco a poco en la negrura.

—Todavía me duele el pecho ¿a ustedes no? —el tono de Javier reflejaba un cansancio infinito—. Donde me chupó la mujer esa.

Nadie respondió. Los cuerpos se agitaron como tinta en un arroyo y empezaron a empequeñecerse. Cambiaron de color, hasta transformarse en bolas ardientes que flotaron un instante en el aire nocturno. Luego, con un plop, desaparecieron.

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