Alejandro Juárez - La noche tiene garras

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La noche tiene garras, el nuevo libro de cuentos de Alejandro Juárez, es una salvajada. Se trata de una compilación conformada por relatos breves, pero que gozan de la fuerza necesaria para causar asombro, estremecimiento, asco o hasta melancolía. Es refrescante descubrir en este libro un gusto por las entradas poderosas, muchas de ellas in media res, que nos permiten adentrarnos en las geografías macabras, en las sensaciones perturbadas de sus personajes. Nos habla de los horrores ocultos tras lo cotidiano, y también de los rituales de tradiciones perdidas, pero que siempre hemos temido como posibles realidades. El horror nos habla de nosotros mismos, de nuestros temores más profundos. «„La noche tiene garras“ es una salvajada. Relatos breves que gozan de la fuerza necesaria para causar asombro, estremecimiento, asco o hasta melancolía. En estos cuentos, cuando la noche parece desplazarse, no es el día luminoso y tranquilizador lo que se aproxima, sino la misma pesadilla recubierta por el manto nocturno». Gerardo Lima. Narrador, poeta y ensayista. Autor de Cosmos nocturno, ganador del Premio Nacional de Cuento Breve Julio Torri 2018.

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En el restaurante donde desayuné encontré a un viejo amigo, que se burló ante lo que pensó era una cruda fenomenal. Al regresar me miré en el espejo y me asustó lo demacrado que me veo.

¿Estoy arrepentido de haber realizado el viaje? No. Me desempeñé bien en la conferencia (lo que sin duda me ayudará en la compañía) y, a pesar de tener un itinerario apretado, me las arreglé para visitar sitios de interés. La exquisitez de los jardines, la sencilla elegancia de las casas de madera, la imponente sombra de los pinos y los cerezos… Fue magnífico, un deseo hecho realidad: siempre quise visitar Nippon, el país del Sol Naciente.

Me sorprendió el valor sagrado que se da al agua. Los templos siempre están localizados junto a manantiales. Hasta en las calles más concurridas de la ciudad existen pequeños santuarios, cada uno con un pozo, algunos en uso desde hace mil años. Y el agua puede beberse. Imaginar eso aquí se antoja imposible.

Me impresionaron en particular los paisajes del monte Inari, muy cercano a Kyoto. Al borde del crepúsculo caminé bajo un largo laberinto de postes sagrados, pintados de rojo, que me condujeron hasta un pequeño lago de aguas tranquilas. Llevado por un impulso, me interné en un sendero del bosque, a la sombra de árboles de poderoso tronco. El sol llegaba en rachas rojizas hasta el suelo cubierto de pasto y helechos, dando al paisaje una tonalidad misteriosa. El camino terminaba en una pequeña y oscura cañada con rocas saturadas de humedad.

Ahí, a unos cuantos kilómetros de una ciudad populosa, me encontraba en un bosque primigenio. Había algo sobrecogedor en el paisaje. Me sentí pequeño, muy pequeño. El sol pareció huir del lugar, las sombras alargándose en mi dirección con dedos de hollín. Sentí frío en la espalda, una cruda sensación que subió desde la base de la columna hasta mi nuca, que se erizó de temor.

Un crujido detrás de mí me hizo volverme para encontrar a un zorro, con sus ojos verdes taladrándome con intensidad. Di un paso en su dirección y huyó de un elegante salto, perdiéndose entre las hierbas. Al mover las piernas, rompí el hechizo que bañaba el pequeño barranco. Respiré libremente y me alejé con una sensación de alivio.

Ahora lo recuerdo con todo detalle, y me pregunto cómo pude olvidarlo, así fuera brevemente. Al dejar el santuario encontré dos imponentes estatuas de zorros flanqueando el camino de salida. Supe luego que ellos, los kitsune, son poderosos seres mágicos, servidores del espíritu protector del arroz. Qué lástima que no sean también heraldos del sueño…

DOMINGO, 17 DE JULIO

Entro y salgo del reino onírico en rachas de sombra y luz. Hay algo que me espera en el umbral. Me arrastra a la oscuridad y me aferra como un perro luchando por un hueso. Me lame, me sorbe, me acuchilla con dientes filosos. Arranca tiras de piel, raya la superficie con la punta de sus muelas. Mastica, me absorbe.

Escucho a lo lejos un maullido, largo y asustado. Es un asidero. Siento la ira de mi invisible atormentador al percibir que escapo. Me persigue como una ola negra, saturada de cosas arrancadas de lo profundo.

Desperté tres, cuatro veces… no sé bien. A veces creía haberme levantado para descubrirme tumbado en la cama en posiciones extrañas. Fue agotador.

Escribo con dedos de agua. Siento que voy a desmayarme.

LUNES, 18 DE JULIO

Registro esto por instinto de sobrevivencia, como si transcribir lo ocurrido me permitiera aferrarme a la realidad. La pantalla de la computadora brilla y me ciega ligeramente: ojalá lo hiciera por completo. Dejo manchas rojas y gomosas sobre el teclado, cada golpe de dedos libera un cobrizo olor a muerte.

Quiero llorar, desahogarme, pero estoy demasiado cansado. Me duele pensar.

En medio de la noche un monstruo de ojos sesgados apareció de pronto. Me atacó con crueldad, sus colmillos largos buscaban mi cuello. Corrí a través de la negrura, tropezando con cosas que no lograba ver. Mi pie chocó con algo demasiado grande y caí sobre el suelo duro, lastimando mis manos y rostro. La bestia se acercó, anunciando la perdición en cada paso terrible, su aliento quemante como el aire de un fuelle. Tanteé a ciegas y encontré algo duro, filoso. Desesperado, me lancé contra mi verdugo y le clavé el objeto, rápido, muchas veces, arrancando rugidos de rabia primero y de profundo dolor después. Una risa cristalina resonó junto a mi oído y unos brazos me ciñeron por la espalda, dándome ánimos en la lucha.

Abrí los ojos y la oscuridad desapareció. Miré mis manos teñidas en sangre, con el cuchillo de cocina aún atrapado entre mis dedos.

Tardé en entender que estaba de rodillas sobre el piso de la sala, con el destrozado cuerpo de mi gato regado sobre el mosaico blanco. La hoja de metal pesaba como la culpa. La solté y el sonido metálico rebotó acusador, brincando de pared a pared.

Deseé con desesperación seguir dormido, pero sabía que no era así. Me puse de pie con esfuerzo, sintiendo que el cuarto se agrandaba para alejarse de mis manos ensangrentadas. Mis dedos alcanzaron un muro y el mundo pareció un poco más sólido. Me inundó una horrible sensación de vértigo al comprender la muerte de Pope, tasajeado por el arma que soltara hace unos instantes. ¿Cómo había ocurrido? No supe qué hacer, a quién llamar. Me quedé inmóvil por lo que parecieron horas, sentado en medio de la casa, con el frío foco del techo como toda luz.

Tras no sé cuánto me levanté y busqué una pala. Abrí un agujero en el patio y enterré los restos, casi irreconocibles. Al tomar los trozos del cuerpo, la sangre manchó de nuevo mis manos. Las miré como si no fueran mías y entendí que no estaba solo.

Tecleo estas líneas con la convicción de que será mi último acto consciente. La cosa que arrastré conmigo desde el bosquecillo en Japón no pretende soltarme. Me absorbe para alimentarse, ganando fuerza y poder. Quizá deje de mí sólo un cascarón seco. Peor aún, podría convertirme en algo como ella.

Es un ente femenino, un demonio, un ser que esperó largo tiempo a que alguien se acercara a su guarida para escapar de su rincón de tinieblas. Creo que el zorro trató de ayudarme. Pero no lo logró.

Siento sus ansias calientes por envolverme, hacerme suyo en cuerpo y alma. Percibo su tibieza en mi espalda, un cuerpo dulce que me atrae como un abismo a pesar de la repulsión que me genera. Hago un esfuerzo y me obligo a no voltear. Casi no puedo continuar, mis ojos se cierran. Siento sus pechos agudos clavarse entre mis omóplatos.

Miro de reojo el cuchillo cubierto de sangre, tirado todavía en el piso. Las manchas se mueven y forman tentadoras imágenes de liberación. ¿Podré rajarme la garganta antes de que sea tarde? Mis manos tiemblan.

BAJO EL PUENTE

Las láminas de metal y los trozos de madera que delimitaban el altar parecían un refugio para indigentes más que un lugar de culto, pero el fervor de los fieles era fácil de percibir: en el lapso que Pablo usó para cruzar bajo el puente y alcanzar la parada del camión vio a traileros y choferes apearse para ofrendar flores y veladoras, amontonadas sobre las de visitantes previos. Un hombre de sombrero se arrodilló sobre la tierra polvosa, sin importarle las manchas rojizas que le salpicaron la ropa. Sin lograr ver al objeto de veneración desde donde estaba, el joven se santiguó. Así había sido enseñado.

Por la tarde, con el cansancio trepado en la espalda, pasó de nuevo por el lugar. Una mujer de semblante reseco miraba con arrobo la parte alta de la plancha de concreto. Él se acercó y dirigió la vista al mismo punto: una mancha oscura dibujaba sobre la pared el contorno inconfundible de un cristo crucificado. El sonido de los vehículos transitando a toda velocidad se difuminó hasta volverse un eco. Sintió las piernas electrizadas. Sin pensarlo, se puso de cuclillas junto a la anciana, que sostenía un rosario de plástico entre las manos nudosas. Los días siguientes Pablo dedicó siempre unos minutos a rezar en el sitio antes ir al trabajo: sentía una energía extraña inundarle en cada ocasión.

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