Peter H. Wilson - El Sacro Imperio Romano Germánico

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Desde su fundación con
Carlomagno hasta su destrucción, un milenio más tarde, a manos de Napoleón, el
Sacro Imperio Romano Germánico, una entidad vasta y en constante expansión, tan antigua como única, formó el corazón de Europa. Motor de invenciones e ideas, estuvo en el origen de muchos de los Estados modernos europeos, desde Alemania a la República Checa, y sus relaciones con Italia, Francia y Polonia dictaron el curso de incontables guerras. La historia europea no tendría sentido sin él. En este sorprendentemente ambicioso libro,
Peter H. Wilson aborda la tarea ingente de explicar el funcionamiento del Imperio no desde un punto de vista cronológico, sino en un titánico ejercicio expositivo en el que demuestra su trascendental importancia, y cómo el Imperio mutó a lo largo del tiempo. El resultado es un
tour de force, un libro que eleva innumerables cuestiones sobre la naturaleza de su poder político y militar, sobre la diplomacia y la esencia de la civilización europea y sobre el legado del
Sacro Imperio Romano Germánico, que durante generaciones ha perseguido y obsesionado a sus vástagos, desde la Alemania imperial y nacionalsocialista hasta la Unión Europea. Ganador Libro del año en 2016 en
Sunday Times Ganador Libro del año en 2016 en
The Economist

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Brandeburgo-Prusia emprendió la más grande de tales empresas. Tras no conseguir comprar a los daneses Tranquebar (actual Tharangambadi), en la bahía de Bengala, el elector fundó en 1682 la compañía africana de Brandeburgo, organizada según el modelo de sus rivales neerlandeses, mucho mayores y mejor financiadas. La compañía de Brandeburgo se dedicó al comercio triangular atlántico y transportaba 30 000 esclavos africanos a las Américas e importaba azúcar, madera, cacao, índigo y tabaco a través de su base de Emden. La compañía nunca superó los 34 buques de guerra y era demasiado pequeña para imponerse a la hostilidad de neerlandeses y franceses. El puesto principal se vendió en 1717 a los primeros y el último puesto se transfirió a Francia cuatro años más tarde. 89 En 1667, Austria fundó una compañía oriental para comerciar con Persia y los otomanos. Interrumpida por las Guerras Turcas (1683-1718), se relanzó en 1719 en Trieste, que había sido designada puerto libre por Carlos VI. Se estableció una nueva armada austríaca al mando de un almirante inglés y se movilizaron campesinos para construir una carretera que comunicase Viena con Trieste a través de las montañas. La bancarrota de la compañía, sobrevenida en 1734, se debió a su vinculación con la lotería estatal austríaca, que había quebrado. En 1722 se fundó una compañía independiente en Ostende para esquivar el embargo del estuario del Escalda y abrir el comercio con India y China, pero fue abandonada en 1731 para comprar el apoyo angloneerlandés a los intereses austríacos en Europa. Prusia también operó por breve tiempo, durante la década de 1750, una compañía mercantil asiática que comerciaba con China.

Todos estos fracasos se precipitaron por circunstancias adversas. Además, el imperio carecía del impulso central, la combinación de apoyo gubernamental y capital financiero presentes en la península ibérica, Inglaterra, Francia y la República Neerlandesa. Pero la razón principal fue que tales actividades nunca constituyeron una prioridad para ninguna de las múltiples autoridades imperiales. Los gobiernos territoriales germanos del siglo XVIII preferían atraer población a permitir que valiosos contribuyentes y potenciales reclutas emigrasen a colonias distantes. De hecho, numerosos germanos buscaron una vida mejor en las colonias británicas de Norteamérica, origen de los «Pennsylvania Dutch» y de la palabra «dólar» (que viene de Taler , una moneda germana de plata). Por otra parte, Brandeburgo-Prusia atrajo a 74 000 inmigrantes entre 1640 y 1740, que incluían 20 000 hugonotes franceses, seguidos de 285 000 personas más hacia 1800. Los Habsburgo consiguieron atraer a unos 200 000 emigrantes para asentarse en Hungría y Catalina II convenció a 100 000 para que se establecieran en Rusia. En suma, durante el siglo XVIII, un total de 740 000 germanos se establecieron en el este y tan solo 150 000 en Norteamérica. 90

El acceso de los Hanover al trono británico, en 1714, no cambió la relación del imperio con el colonialismo europeo. Jorge I, preocupado por la posibilidad de que su electorado quedase bajo control británico, mantuvo separados el gobierno, fuerzas armadas y leyes de Hanover. La unión entre británicos y hanoverianos fue puramente personal hasta 1837, año en que finalizó tras el ascenso al trono de la reina Victoria que, al ser mujer, tenía prohibido acceder al trono de Hanover. Este continuó un breve tiempo con su propia monarquía hasta que fue anexionada por Prusia, en 1866. 91 La corona británica tuvo un papel importante para impulsar el futuro del mayor imperio del mundo, pero el capital privado también desempeñó un papel decisivo con sus compañías comerciales, activas en Norteamérica, el Caribe, África y en particular en la India. La asunción del título imperial por parte de la reina Victoria, 18 años después de la disolución del Imperio mogol, se limitó a la India. De igual modo, repúblicas como Francia y (a partir de 1898) Estados Unidos se hicieron con colonias sin asumir los signos externos de un imperio. La misión y propósito de estos imperios del Nuevo Mundo eran muy diferentes a los del Sacro Imperio Romano del viejo mundo.

LA QUINTA MONARQUÍA

Emperadores en su propio reino

Los europeos desarrollaron una crítica del imperio mucho tiempo antes de que comenzasen a someter a los no europeos. El antiimperialismo europeo tuvo su origen en la propaganda papal de la querella de las investiduras y, en especial, con la renovación del conflicto contra los emperadores Hohenstaufen a partir de mediados del siglo XII. Juan de Salisbury, en respuesta al nuevo cisma papal de 1159, planteó a Federico I la siguiente pregunta retórica: «¿Quién ha subyugado la Iglesia universal a una Iglesia particular? ¿Quién ha erigido a los germanos en jueces de todas las naciones? ¿Quién ha concedido a un pueblo tan rudo y violento el poder de alzar un príncipe por encima de la humanidad?». 92

Pero, por otra parte, las acciones del papado invalidaban su pretensión de suplantar al emperador en el rol de juez universal. Los juristas reescribieron la idea de imperialismo, que pasó de ser un benevolente orden cristiano común a convertirse en la hegemonía sin control de una potencia sobre otra. En un principio, tales argumentos tenían la intención directa de reforzar la autoridad real dentro de cada reino, más que desafiar la preeminencia del emperador del Sacro Imperio. El jurista italiano de principios del siglo XIII, Azo de Bolonia, afirmó que cada rey era «emperador en su propio reino» ( rex imperator in regno suo est ). En este punto, se definía la soberanía como libertad de las cortapisas internas sobre el poder regio. Por esa misma razón, el rey Juan de Inglaterra afirmó en 1202 que «el reino de los ingleses puede compararse a un imperio», aunque sus barones le forzaron a reconocer, por mediación de la Magna Carta, que ese poder tenía límites. 93 Al contrario que en el imperio, en occidente continuó la sacralización de la monarquía, empleada allí para situar al rey por encima de nobles rebeldes. El crimen de lesa majestad, que hasta entonces se reservaba para proteger al emperador, se empleó cada vez más para defender a monarcas. Ahora, una simple crítica al rey equivalía a sacrilegio. Tales argumentos fueron empleados a nivel de naciones. En cada una de ellas, los eruditos afirmaban que esta se aplicaba en exclusiva a su rey, al tiempo que admitían que la autoridad del emperador se extendía sobre los demás reinos europeos. 94

El primer Renacimiento añadió ímpetu al debate, pues difundió una nueva interpretación de las categorías políticas de Aristóteles, así como los intentos de escribir historias nacionales, todas las cuales fomentaban la idea de que Europa se componía de diferentes países, cada uno de los cuales afirmaba descender de pueblos «libres». A los monarcas franceses estos argumentos les resultaron particularmente útiles en su lucha por el poder contra los papas y emperadores de principios del siglo XIV. La organización del Concilio de Constanza (1414-1418) en grupos «nacionales» de obispos suele reconocerse como el inicio de la aceptación de la división de Europa en varias jurisdicciones soberanas. 95

El desencanto gradual con respecto a la idea de un orden cristiano único suscitó la cuestión de la interacción pacífica entre los diversos reinos. Resultaba difícil concebir que esta interacción no se basara en algún tipo de jerarquía. La doctrina cristiana mantenía que la existencia terrena era imperfecta y que la desigualdad sociopolítica era determinada por Dios. Las nuevas teorías de la monarquía elevaban a cada rey por encima de sus propios señores, lo cual hacía difícil aceptar que no fueran también superiores a los demás monarcas. Por desgracia, esto intensificó la competencia entre soberanos, dado que no se había determinado ningún tipo de precedencia. 96

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