Peter H. Wilson - El Sacro Imperio Romano Germánico

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Desde su fundación con
Carlomagno hasta su destrucción, un milenio más tarde, a manos de Napoleón, el
Sacro Imperio Romano Germánico, una entidad vasta y en constante expansión, tan antigua como única, formó el corazón de Europa. Motor de invenciones e ideas, estuvo en el origen de muchos de los Estados modernos europeos, desde Alemania a la República Checa, y sus relaciones con Italia, Francia y Polonia dictaron el curso de incontables guerras. La historia europea no tendría sentido sin él. En este sorprendentemente ambicioso libro,
Peter H. Wilson aborda la tarea ingente de explicar el funcionamiento del Imperio no desde un punto de vista cronológico, sino en un titánico ejercicio expositivo en el que demuestra su trascendental importancia, y cómo el Imperio mutó a lo largo del tiempo. El resultado es un
tour de force, un libro que eleva innumerables cuestiones sobre la naturaleza de su poder político y militar, sobre la diplomacia y la esencia de la civilización europea y sobre el legado del
Sacro Imperio Romano Germánico, que durante generaciones ha perseguido y obsesionado a sus vástagos, desde la Alemania imperial y nacionalsocialista hasta la Unión Europea. Ganador Libro del año en 2016 en
Sunday Times Ganador Libro del año en 2016 en
The Economist

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El imperio napoleónico prometía garantizar el orden por medio de la eliminación de estructuras sociopolíticas defectuosas y la derrota de todos los enemigos externos posibles. El universalismo de Napoleón se basaba en la hegemonía de la victoria decisiva y en la uniformidad racional ejemplificada por su código civil y por el sistema métrico. 69 Su utilización del legado de Carlomagno suponía un desafío directo al imperio, pues sugería que sus ambiciones territoriales abarcaban todo el antiguo reino de los francos. Pero en un principio se contuvo, pues en mayo de 1804 prometió que solo emplearía su título imperial después de que lo reconocieran el emperador Francisco II y su imperio. 70

Los ministros austríacos se dieron cuenta de inmediato de que el no reconocimiento significaba una nueva guerra. Pero, al igual que sus homólogos prusianos, prefirieron creer que la conversión de Napoleón y su república revolucionaria en una monarquía harían más predecible a Francia. Aunque el ministro principal, el conde Cobenzl, reconocía que el estatus de Francisco II «ha quedado reducido a poco más que un título honorífico» era necesario mantenerlo para evitar que Rusia reclamase paridad, o que Gran Bretaña crease una corona imperial propia. 71 Se rechazó la idea de hacer hereditario el título de emperador del Sacro Imperio, pues tal cosa suponía una ruptura de la constitución del imperio. En lugar de ello, el estatus vago de las tierras de los Habsburgo como monarquía independiente proporcionó a Francisco II la base para asumir un nuevo título, adicional y hereditario: el de «emperador de Austria». El título se creó con intención de mantener la paridad formal de Austria con Francia iniciada en 1757, al tiempo que permitía a Francisco situarse por encima de Napoleón gracias a su título adicional de emperador del Sacro Imperio. En diciembre de 1804 se anunció el nuevo título, entre fanfarrias de trompetas y redobles de tambores, a las multitudes reunidas en los seis suburbios de Viena frente a tribunas de madera erigidas para la ocasión. 72 No se consideró necesaria una coronación, pues Francisco ya había sido coronado emperador del Sacro Imperio en 1792 (fue el último). Mientras existió el Imperio austríaco, desde 1804 a 1918, nunca hubo una coronación imperial austríaca.

El autor y publicista conservador Friedrich von Gentz escribió al futuro ministro jefe, Metternich, que Francisco bien podría haberse hecho llamar emperador de Salzburgo, Fráncfort o Passau. 73 Su crítica se hacía eco de la creencia generalizada que la proliferación de títulos imperiales reducía la importancia de todos. Suecia, garante oficial de la Paz de Westfalia, presentó una queja formal: Francisco se había excedido en sus atribuciones al asumir el título de forma unilateral sin antes obtener el acuerdo del Reichstag. 74 Pero la presión francesa hizo irrelevantes las críticas, pues frustró toda esperanza que pudiera quedar de reformar el imperio. Napoleón se hizo coronar rey de Italia el 26 de mayo de 1805 y se ciñó la corona de hierro lombarda, con lo que usurpaba una de las tres coronas fundacionales del imperio. Una serie de roces llevó al reinicio de las hostilidades, que culminaron con la victoria decisiva de Napoleón contra Austria y Rusia en Austerlitz del 2 de diciembre de 1805. Napoleón pronto abandonó la idea de asumir el título de emperador del Sacro Imperio, en parte porque esto obstaculizaría la paz con Gran Bretaña y Rusia mientras Austria todavía conservase las insignias imperiales originales, pero sobre todo porque el Sacro Imperio era incompatible con su estilo de gobierno imperial ( vid . Lámina 3). 75 Napoleón trataba ahora de socavar los restos del antiguo régimen para quebrar la influencia que pudiera conservar Austria sobre los territorios germanos menores. Ante la amenaza de una nueva guerra, Francisco abdicó a regañadientes el 6 de agosto de 1806 con la esperanza de que la disolución del imperio socavase la legitimidad de la reorganización de Alemania llevada a cabo por Napoleón.

Los acontecimientos de 1804-1806 anunciaban una nueva era para el imperio europeo. Aunque el gran imperio de Napoleón se derrumbó en 1814, su sobrino gobernó un segundo Imperio francés entre 1852 y 1870 y el régimen republicano que le siguió expandió, a partir de los años 80 del siglo XIX, las posesiones de ultramar del país hasta convertirlas en un gran imperio colonial. La victoria de Prusia sobre el segundo Imperio francés llevó a la fundación del segundo Imperio alemán en 1871. La reina Victoria formalizó el imperialismo británico al asumir el título de «emperatriz de India» en 1876. Entretanto, Austria, Rusia y los otomanos siguieron siendo Estados imperiales. Había ahora seis imperios en un único continente. «Imperio» dejó de significar «orden mundial» único y pasó a ser el título otorgado a un monarca que gobernaba un gran Estado.

NUEVOS MUNDOS

La España imperial

Los aspectos hegemónicos del imperialismo europeo de finales del siglo XIX eran más evidentes en la dominación global que compartían incluso los países más pequeños del continente, en particular la dominación del Congo por parte de Bélgica. Esta nueva era imperial, iniciada con las conquistas portuguesas y españolas de finales del siglo XV, era, en esencia, diferente con respecto a la idea imperial encarnada por el imperio. España es el caso más interesante, pues adquirió el mayor imperio europeo (previo al británico) mientras su rey era también emperador del Sacro Imperio con el nombre de Carlos V.

La península ibérica medieval estaba gobernada por múltiples reinos rivales. Los documentos del rey de Asturias emplearon términos como basileus o rex magnus durante el siglo X. Tales reinos eran imperialistas en el sentido hegemónico de la palabra, pues se basaban en las victorias asturianas sobre los musulmanes. Ese mismo impulso explicaría el uso intermitente del título totius Hispaniae imperator a partir de finales del siglo XI y durante el XII. Hacia 1200, los autores cristianos peninsulares rechazaban la idea de que su país hubiera sido nunca parte del imperio carolingio debido a la derrota de Carlomagno en los Pirineos en 778. Los emperadores del Sacro Imperio, al contrario de lo ocurrido en las cruzadas, no desempeñaron ningún papel en la reconquista de la península ibérica.

Ya antes del colapso de los Hohenstaufen, Vicente Hispano escribió que «los germanos han perdido el imperio a causa de su estupidez», lo cual sugeriría que los reyes hispanos habían demostrado mejores credenciales gracias a haber combatido a los musulmanes. 76 Tales afirmaciones recibieron cierta atención fuera de España, pues ayudaron a la elección de Alfonso X de Castilla como rey germano en 1257. Aunque Alfonso, al igual que su rival por el título real, Ricardo, earl de Cornualles, era «extranjero» era nieto del rey alemán Felipe de Suabia y aliado de los Hohenstaufen. Su elección al trono imperial también la respaldaron Pisa y Marsella (por aquel entonces perteneciente a Borgoña) lo que refleja las amplias conexiones mediterráneas de aquellas regiones del imperio. Al contrario que Ricardo, que fue elegido de forma simultánea por una facción rival, Alfonso nunca viajó al imperio, aunque ejerció de rey de Alemania al conceder fueros a los duques de Brabante y de Lorena, además de solicitar al papa que preparase una coronación imperial. 77

El teórico reinado de Alfonso finalizó en 1273 y quedó como un interludio aislado. Mientras tanto, otros reinos hispanos se hicieron con dominios mediterráneos propios. Durante el siglo XIV, el reino de Aragón tuvo por breve tiempo el ducado de Atenas, un fragmento del ruinoso Imperio bizantino. También conquistó Sicilia (1282) y Cerdeña (1297) para, finalmente, unirse a Castilla en 1469 y unificar el futuro reino de España, el cual se vio implicado en 1494 en las guerras italianas por la posesión de Nápoles. El posible conflicto con los intereses imperiales fue desactivado por medio de un matrimonio dinástico con los Habsburgo, que llevó al trono español a Carlos V en 1516, tres años antes de su elección como emperador. En ese momento, Carlos gobernaba sobre un 40 por ciento de todos los europeos, controlaba los principales centros financieros y económicos (Castilla, Amberes, Génova, Augsburgo) y tenía acceso a las, en apariencia, interminables riquezas de las colonias de ultramar ( vid . Mapa 9). 78

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