Peter H. Wilson - El Sacro Imperio Romano Germánico

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Desde su fundación con
Carlomagno hasta su destrucción, un milenio más tarde, a manos de Napoleón, el
Sacro Imperio Romano Germánico, una entidad vasta y en constante expansión, tan antigua como única, formó el corazón de Europa. Motor de invenciones e ideas, estuvo en el origen de muchos de los Estados modernos europeos, desde Alemania a la República Checa, y sus relaciones con Italia, Francia y Polonia dictaron el curso de incontables guerras. La historia europea no tendría sentido sin él. En este sorprendentemente ambicioso libro,
Peter H. Wilson aborda la tarea ingente de explicar el funcionamiento del Imperio no desde un punto de vista cronológico, sino en un titánico ejercicio expositivo en el que demuestra su trascendental importancia, y cómo el Imperio mutó a lo largo del tiempo. El resultado es un
tour de force, un libro que eleva innumerables cuestiones sobre la naturaleza de su poder político y militar, sobre la diplomacia y la esencia de la civilización europea y sobre el legado del
Sacro Imperio Romano Germánico, que durante generaciones ha perseguido y obsesionado a sus vástagos, desde la Alemania imperial y nacionalsocialista hasta la Unión Europea. Ganador Libro del año en 2016 en
Sunday Times Ganador Libro del año en 2016 en
The Economist

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La unión del último imperio cristiano de Europa con el primero del Nuevo Mundo fue una combinación inestable que solo existió mientras duró el reinado de Carlos. Este fue el último, y el más grande, de los emperadores itinerantes. Mientras que ningún emperador (con la excepción de los tres cruzados) se aventuraron demasiado lejos de las fronteras imperiales, Carlos visitó Inglaterra y África en dos ocasiones cada una, Francia cuatro veces, los reinos de España seis, Italia siete y Alemania nueve. Mientras, los conquistadores tomaron en su nombre México, Perú, Chile y Florida. Como observó, ya en 1566, el jurista y filósofo francés Jean Bodin, la asociación con el Nuevo Mundo empequeñecía al viejo imperio, no al contrario. 79

Antoine de Granvelle aconsejó a Carlos V que designase sucesor a su hijo Felipe en lugar de a su hermano pequeño, Fernando I, pues el control efectivo del cargo imperial requería una considerable fortuna. Carlos había pensado en nombrar a Felipe sucesor de su hermano para así establecer una alternancia de emperadores entre Austria y España, pero lo impidió la oposición de Fernando en 1548. 80 En lugar de ello, Felipe recibió Borgoña, con lo que esta se mantuvo dentro del imperio tras la partición entre las ramas austríaca y española en 1558. En ese momento parecía que España estaba mejor situada para representar la misión cristiana universal. La Cosmographia de Sebastian Münster incluye un mapa dibujado en 1537 por Johannes Putsch, que muestra a Europa como un monarca: Germania era únicamente el torso, mientras que la península ibérica representaba la cabeza ( vid . Lámina 17). 81 La anexión de Portugal por parte de Felipe en 1580, después de que el rey luso desapareciera en batalla contra los moros, parecía justificar aún más esta idea: ahora, España detentaba el otro imperio mundial europeo.

Felipe había vivido en Alemania de 1548 a 1551, conocía en persona a numerosos príncipes y, aun después de suceder a su padre en el trono de España, seguía considerándose un príncipe imperial. Con la muerte de Felipe, en 1598, los contactos hispano-germanos quedaron prácticamente interrumpidos y las concesiones a los protestantes hechas en la Paz de Augsburgo (1555) reforzaron la percepción española de que el imperio estaba en declive. 82 Los españoles comenzaron a basar sus pretensiones universalistas en sus victorias contra otomanos y herejes: el éxito de sus argumentos queda demostrado por cómo la historia recuerda su victoria naval sobre los turcos en Lepanto (1571), que es más destacada que los conflictos, más importantes, que Austria libró en defensa de Hungría. Se decía que el soberano de España era el principal rey de Europa debido a que era el más pío de todos. 83 Esto permitió a España atribuirse el liderazgo sin entrar en conflicto con sus primos austríacos, que seguían ostentando el título imperial. Felipe III se tenía a sí mismo como el mayor de los Habsburgo, de ahí que se creyera con derecho a suceder a Rodolfo II; pero también tenía la suficiente grandeza como para declinar hacerlo. En 1617, Felipe canjeó su apoyo a la elección de Fernando II para el trono imperial a cambio de concesiones territoriales austríacas que mejoraron la posición estratégica española. España apoyó a Austria durante la Guerra de los Treinta Años, pues esperaba que Fernando II le auxiliase contra los rebeldes de los Países Bajos y contra Francia, con el argumento de que las posesiones españolas en Borgoña y en la Italia septentrional seguían formando parte del imperio.

La biología se impuso a la estrategia después de 1646, pues los Habsburgo españoles se enfrentaban a la extinción, lo cual precipitó su declive, que fue más personal que estructural. 84 España se apoyaba cada vez más en Austria, en especial para defender contra Francia sus posesiones del norte de Italia. Aun así, los españoles se resistieron de forma considerable a la idea de que Austria heredase su imperio tras el fallecimiento del último Habsburgo español, Carlos II, en 1700. Gran Bretaña y las Provincias Unidas apoyaron la continuidad de la estructura existente y recurrieron al archiduque austríaco Carlos para fundar una nueva dinastía de Habsburgo españoles. El emperador Leopoldo I cooperó, pero con intención de obtener para Austria las posesiones españolas en Italia. 85 Pero la biología, en este caso austríaca, volvió a intervenir para desbaratar este arreglo. Las muertes de Leopoldo (1705) y la de su hijo mayor y sucesor José I (1711) hizo que el archiduque Carlos quedase como el único candidato Habsburgo al trono imperial (con el nombre de Carlos VI). Gran Bretaña y los neerlandeses se opusieron a la resurrección del imperio de Carlos V, a la unión del imperio del Nuevo Mundo con el imperio del viejo, con lo que, en 1714, obligaron a Carlos VI a renunciar, a su pesar, a España y a sus posesiones de ultramar.

Sin lugar bajo el sol

Aunque Austria recuperó el control de Borgoña y el norte de Italia, seguía quedando excluida de los tesoros coloniales de España. Esto se combinó con la ratificación anglo-neerlandesa (en 1713) del cierre del río Escalda al comercio internacional, una de las concesiones de España en su tratado de paz de 1648 con las Provincias Unidas. Este acuerdo aseguró la primacía de Ámsterdam sobre Amberes, que con Carlos V había sido el principal centro de distribución atlántico. La exclusión del lucrativo comercio global ha formado parte durante mucho tiempo del pliego de cargos presentado por los historiadores nacionalistas germanos para explicar la supuesta debilidad del imperio. En fechas más recientes, relatos más ecuánimes han acusado a Carlos V de denegar a Alemania la posibilidad de participar en el primer colonialismo europeo al asignar a España en 1548 las localidades marítimas de Borgoña. Las «derrotas» de la Guerra de los Treinta Años, un siglo después, se combinaron con esta concesión para transferir a Suecia numerosos puertos del mar del Norte y del Báltico. Alemania, supuestamente, no pudo participar en el comercio colonial, lo cual retrasó su desarrollo económico y social, que tuvo que impulsarse, con un gran coste político, a finales del siglo XIX, cuando el káiser Guillermo II exigía a voces su «lugar bajo el sol» del imperialismo europeo. 86

Estos argumentos, además de ignorar la intensa actividad comercial de los italianos que todavía residían en el imperio durante este periodo, también subestiman la participación germana en el comercio colonial. Maximiliano I y su familia se sirvieron de mercaderes del sur de Alemania, las compañías Fugger, Welser, Herwart e Imhoff, para procurarse piedras preciosas del Lejano Oriente y del Nuevo Mundo. Alemanes, neerlandeses e italianos imperiales participaron de forma activa en las empresas coloniales y comerciales portuguesas en la India y, más tarde, en las operaciones neerlandesas en Brasil, África e Indonesia. El conde Juan Mauricio de Nassau-Siegen, por ejemplo, fue una figura clave en la difusión del conocimiento científico en Europa durante su periodo como gobernador del Brasil holandés entre 1636 y 1644. Miles de soldados germanos sirvieron con portugueses, neerlandeses y británicos en las Indias y en las Américas. El ejemplo más célebre fue el intento frustrado de impedir la independencia de Estados Unidos (1775-1783). 87

La ausencia de una monarquía sólida y centralizada no privó al imperio de emprender expediciones coloniales propias. A pesar del estallido de la Guerra de los Treinta Años, el duque Federico III de Holstein-Gottorp fundó en 1621 el puerto y base comercial de Friedrichstadt, en el mar del Norte. Tras obtener privilegios imperiales, el duque despachó una misión comercial a Rusia y Persia (1633-1636), pero la oposición de otras localidades de Holstein, sumada a una insurrección campesina, frustraron sus empresas. 88 Se promovió la actividad colonial, pues se la consideraba la panacea contra los problemas de desarrollo económico que llegaron tras el fin de la Guerra de los Treinta Años. Pero, como descubrieron muchos otros europeos, los costes reales superaban los beneficios: en 1669, el conde Federico Casimiro de Hanau-Lichtenberg fue depuesto por su familia después de perder su dinero en la compra de una gran extensión de terreno en la Guayana Neerlandesa.

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