Haroldo Dilla Alfonso - Ciudades en el Caribe

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Este libro, de principio insospechado y final impredecible, encierra un sugestivo y divertido viaje por La Habana, San Juan, Santo Domingo y Miami, ciudades caribeñas y centros urbanos que, desde su fundación, han estado sujetos a vectores económicos, políticos y culturales fuera de su alcance. Haroldo Dilla, con profundo conocimiento histórico y agudeza analítica, devela la común condición fronteriza que explica en buena parte la historia de estas ciudades. Demuestra que el Caribe es contacto de lo diverso, de fricción, de mezcla, amalgama y mestizaje.

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Al terminar sus recorridos de ida, y cargadas con las mercancías de los virreinatos —impuestos reales incluidos— las flotas se reunían en La Habana a la altura de febrero/marzo, donde normalmente pasaban un par de meses, comprando abastecimientos y completando las cargas. Pero diferentes tipos de demoras podían alargar las estadías por varios meses e incluso por un año.

Desde La Habana se dirigían al Canal de Bahamas, donde tomaban la corriente del Golfo hasta el Atlántico norte. En las Azores la flota era usualmente recibida por buques de guerra españoles que incrementaban el poder militar del convoy previniendo ataques enemigos. Finalmente, entraban por el Guadalquivir hasta la ciudad de Sevilla, donde se registraba todo el cargamento.

El recorrido total podía durar entre un año y año y medio, según las vicisitudes climáticas, la rapidez de los despachos y otros factores que podían demorar las partidas, en perjuicio de comerciantes y armadores y en beneficio de las ciudades huéspedes.

Como antes anotaba, las virtudes y las fortunas iniciales de las ciudades caribeñas dependieron de sus roles respecto a la frontera imperial y a los flujos de mercancías y valores en el sistema de flotas. Y ello estaba determinado por la posesión de condiciones físicas favorables, y en particular por la ubicación geográfica en los derroteros de las caravanas.

Los poblados más favorecidos eran inobjetablemente aquellos que servían como lugares de transacciones de diversos tipos en torno a las flotas, las ciudades “emporios” de Romero. Eran espacios de intensos trajines comerciales donde el límite entre lo legal y lo ilegal se hacía indistinguible. Y donde se abrían los mayores (y más redituables) agujeros al monopolio comercial andaluz,[2] al lado de los cuales el contrabando de los pequeños poblados marginales era simple raqueterismo.

Como antes decía, dos ciudades tenían roles muy importantes como puertas de entrada al continente —Cartagena y Veracruz— y otra como abrigo y sala de espera de las flotas en su regreso a España: La Habana. Fue esta —apodada La Llave del Nuevo Mundo— la que logró los mayores niveles de acumulación y el más brillante despegue, hasta llegar a ser por dos siglos la indiscutible metrópoli urbana de la región y una de las ciudades más importantes del continente.

La relación con el trayecto de las flotas tenía otra ventaja. Durante mucho tiempo España discutió sobre la mejor manera de proteger su comercio imperial. Una tendencia apuntaba al reforzamiento de las flotas militares, y de hecho predominó en los primeros años. De aquí surgieron verdaderas instituciones militares marineras como las flotas de la Mar Océano, de la Carrera de Indias, de Barlovento y todo un sistema de flotillas guardacostas que absorbieron la mayor parte del presupuesto. Y sólo marginalmente se emprendieron fortificaciones en tierra, como lo fueron las tempranas Torre del Homenaje en Santo Domingo, La Fortaleza en San Juan y la Fuerza en La Habana, todas las cuales aún siguen en pie.

Pero con el incremento de la piratería y la erosión de la supremacía marítima española, los estrategas imperiales —encabezados por Pedro Menéndez de Avilés— enfatizaron más en una combinación del patrullaje marítimo con la fortificación terrestre selectiva. Ello inevitablemente suponía transferencias de fondos mayores para pagar fortificaciones y guarniciones militares llamadas a proteger los enclaves coloniales de corsarios, piratas y atacantes de todo tipo. Y en todos los casos a actuar como declaraciones de intenciones de un poder colonial tan exclusivista como corrupto.

Estos gastos eran fuertemente apoyados por un sistema de transferencias desde Nueva España que ha sido conocido con el nombre de situados . Constituyó uno de los sistemas de subsidios intercoloniales más fuertes y longevos de la historia. Entre 1582 —cuando se inician— y 1814 —cuando concluyen por fuerza de la independencia mexicana— los situados traspasaron cientos de millones de pesos. Marichal y Souto (1994) han argumentado que la descapitalización de Nueva España por los situados fue una de las causas del descontento que condujo a la independencia. Entre 1729 y 1799 las transferencias hacia lo que llamaban “los nódulos críticos” de la Carrera de Indias ascendieron a 216.6 millones de pesos (una fortuna colosal para la época), lo que representó el 65% del total de transferencias del virreinato.

Desde 1584 La Habana se convirtió en el centro de recepción y distribución del situado a lugares tan distantes como La Florida, Santiago de Cuba, Jamaica hasta su conquista por los ingleses, Santo Domingo y San Juan. Según Pérez Guzmán (1997), entre 1700 y 1750, La Habana recibió 11.5 millones de pesos, cinco veces más que Santiago de Cuba y San Juan, y algo más del doble de Santo Domingo. Los informes procesados por Marichal y Souto (1994), por otro lado, indican que en la segunda mitad del siglo XVIII La Habana recibió sumas anuales promedios de entre 1.4 millones de pesos y 5.2 millones; mientras Santo Domingo y San Juan solo se beneficiaban de partidas oscilantes entre 100 mil y algo menos de 400 mil pesos anuales cada una. Grafenstein (1993), por su parte, afirma que entre 1779 y 1783 (la época de las reformas borbónicas) los envíos promediaron 8 millones de pesos anuales, la mitad de los cuales iban hacia la capital cubana.

La erosión de las arcas mexicanas fue la salvación de las capitanías generales insulares. Las colonias pobres tenían a los situados como el principal ingreso fiscal y en ocasiones, virtualmente el único. Y su llegada era objeto de algarabías y fiestas populares, que en San Juan, por ejemplo, implicaban procesiones y desfiles con animales engalanados que han sido narrados con detalles por los cronistas de la época. Una parte significativa era destinada a pagar salarios de burócratas y soldados, lo que generaba una inmediata reanimación de los mercados locales. También tenían fines fomentalistas, cuando se consideraba que el desarrollo de una actividad económica atañía a la seguridad. Estos fueron los casos, por ejemplo, de los astilleros y de los cultivos tabacaleros de La Habana, de los asentamientos canarios en Santo Domingo que dieron lugar al animado barrio de San Carlos, y de otras inversiones económicas en Luisiana durante el tiempo que este territorio estuvo bajo la corona española.

Pero sobre todo, los situados se hacen visibles en el tiempo por sus incidencias en las construcciones militares. Como antes discutía, desde sus orígenes, las ciudades caribeñas tuvieron una voluntad de amurallamiento y fortificación. Unas, las portuarias, lo hicieron cavando fosos y fortificando caminos a falta de otros recursos mayores. Otras, simplemente se mudaron tierra adentro, haciendo de los bosques y los ríos sus muros naturales.

A lo largo de siglos las murallas y fortines sirvieron para proteger a las ciudades —en cuanto nodos económicos y políticos imperiales— de invasores ingleses, franceses y holandeses. En unos casos combatieron de manera cruenta y en otros evitaron hacerlo, desalentando a los salteadores. Fueron piezas claves de la geopolítica de la época. Pero si hacemos un balance de los ataques militares —proyectados o efectivos— y los comparamos con los rumorados contactos económicos con herejes y luteranos , no tenemos más remedio que repetir, junto a Bauman (2002), que la mayor parte del tiempo las empalizadas sólo eran “una declaración de intenciones”.

Las murallas fueron también un hecho cultural, un símbolo de fuerza para ser aprendido por quienes estaban afuera de ella, para preservar de forma exclusiva la territorialidad del poder colonial frente a los desafectos no solo de ultramar, sino también de las ruralías. Sea respecto a los bayameses puestos en jaque por el gobernador habanero Pedro Valdés (miembro de la dinastía Menéndez Avilés y activo contrabandista), respecto a los habitantes del oeste de la Española reprimidos por el tozudo gobernador Osorio, en relación con los huidizos colonos de la ruralía puertorriqueña, o con los negros cimarrones que pululaban en las tres islas, las murallas fueron un símbolo del poder inapelable ante la pretendida libertad de los insumisos extramuros que habitaban un entorno devaluado, el interior , la isla .

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