Según Dilla, la recuperación “requiere afrontar una serie de retos vitales que remitiría a cinco temas: rehabilitación infraestructural, construcción democrática, descentralización, recuperación demográfica y vocación de intermediación”. Coincido en lo esencial, pero me gustaría comentar y matizar algunos aspectos.
Efectivamente, una ciudad sin una infraestructura técnica aceptable no puede funcionar y menos competir ni atraer inversiones. Pero no se trata solo de modernizar y rehabilitar redes técnicas, soterrar cables, introducir tecnología inalámbrica, reciclar, limpiar, interconectar, sino de hacerlo sin afectar ni destruir el rico patrimonio urbano. ¿Serán compatibles, por ejemplo, el encanto de los recorridos peatonales por la ciudad de los portales y las columnas con los destrozos que suelen generar las autopistas urbanas y que contemplamos en Santo Domingo, San Juan o Miami? La apuesta por un transporte público eficiente es inexcusable.
Coincido con Dilla en que no se trata solo de descentralizar la gestión de la capital de modo que pueda generar y administrar los recursos de manera autónoma, sino que en paralelo hay que volver a urdir el tejido social, cívico y asociativo que permite vivir a una ciudad y que legitima los derechos y deberes ciudadanos. Y lo primero, para ello, es revertir la vieja desconfianza ruralista y reivindicar a la ciudad como principal fuente de empleo, generación de riqueza, expresión cultural y desarrollo científico. Hay que repetir —con Lerner— que la ciudad no es el problema, es la solución.
Es indudable que La Habana ha comenzado ya un proceso de desarticulación y rearticulación con el territorio nacional e internacional. La densidad de proyectos, ideas e inversiones en la franja costera que va de la bahía del Mariel hasta la península de Varadero, pasando por las bahías de La Habana y Matanzas, es cada día creciente. Por otra parte, el año pasado (2012) —y con el bloqueo vigente— ya se registró un flujo de pasajeros de Miami a La Habana que rebasó el medio millón de cubanoamericanos y los 100 000 norteamericanos, por no hablar de los crecientes flujos financieros y de mercancías (la mayoría informales, pero absolutamente presentes en la vida cotidiana de buena parte de los habaneros…). Una vez más coincido con Dilla en que se trata de una región que mira al norte y que necesitará de la hábil construcción de una relación que no la devore.
Sólo dos puntos añadiría yo aquí. Uno, que La Habana debe ser capaz de reconstruir su base económica con audacia y no reproducir lo que todavía está en el imaginario de la mayoría de políticos y funcionarios: una ciudad de fábricas e industrias. De hecho, si la ciudad quiere situarse en el siglo XXI deberá promover una ciudad postindustrial, basada en las economías creativas (cultura, biología, informática, diseño…) y conectada a las redes mundiales, más adecuada al sustrato demográfico y educacional que posee. Una ciudad que no se sustente en la cantidad de la mano de obra sino en su calidad y creatividad. Una ciudad del conocimiento, que habrá que conectar al mundo para su propia supervivencia.
Dos, la ciudad debe saber aprovechar sus múltiples zonas de oportunidad urbanística (la enorme y pronto disponible bahía portuaria, el aeropuerto inutilizado de Columbia, las favorables áreas al este de La Habana, etc.). Se trata de centenares de hectáreas que pueden generar miles de millones de dólares. Pero no solo debe saber utilizar esas extensas áreas sino también ser capaz, principalmente, de “hacer ciudad sobre la ciudad”, eliminando el actual despilfarro de suelo estatal —construido y no construido— y rehabilitando, reciclando, reconstruyendo, reparando a fin de lograr una ciudad compacta, más eficiente y económica. Sin olvidar que no se trata de procesos inocentes, sino que a menudo acarrean procesos de gentrificación o elitización como ya se siente en barrios como el de Miramar o incluso en la Habana Vieja, zonas de donde han comenzado a ser expulsadas poblaciones que prefieren ceder espacio habitable, ventajosa localización y estatus social a cambio de convertir esas ventajas en recursos financieros.
La recuperación demográfica que menciona Dilla como último reto es de naturaleza distinta. Aquí no se puede intervenir directamente, como se ha intentado hacer con decretos y medidas administrativas, sino actuando sobre la que es principal población objetivo: la juventud. De ellos dependen las dos variables que controlan el crecimiento o decrecimiento de la ciudad: la escasa fecundidad y la excesiva emigración. Lo que significa que mientras no se actúe decididamente en aspectos ligados con la oferta de vivienda para nuevas parejas o la apertura de oportunidades de trabajo y realización personal para jóvenes, no se logrará ningún cambio demográfico positivo. La juventud tiene que sentir que el país está en sus manos, como lo sintió la que produjo el boom de natalidad en los años sesenta.
Dilla se pregunta, preocupado, al final del primer capítulo: “La pregunta que siempre nos hacemos es si el final del largo recorrido cultural de nuestra historia urbana compartida esta predestinada a terminar entre las lentejuelas de Ocean Drive. O si hay algo más allá”. En mi opinión , entregar la ciudad a las nuevas generaciones es su única salvación. Dejemos pues de una vez que ellos —en palabras de Miguel Matamoros— “remitan los muertos a la gloria y continúen bailando el son”.
Haroldo ha leído y descifrado numerosos planos y mapas con extrema atención, ha exprimido los censos y las estadísticas disponibles, ha hecho un examen acucioso de la literatura especializada disponible, ha recorrido novelas y libros de viajes, ha caminado por sus calles y, sobre todo, ha trabajado en esas ciudades, que es la mejor manera de conocerlas. El resultado de esta extensa labor es un texto con un balance exquisito de erudición, rigor analítico y fina ironía. “Me he divertido escribiendo este libro”, nos revela su autor en las primeras líneas. Me he divertido leyéndolo, confieso yo al cerrar su última página. Y no creo que sea solo por esa “tendencia imbatible a la alegría” que supone Dilla al Caribe, sino porque el libro se lo merece.
La Habana, 22 de noviembre de 2013
Probablemente como la mayoría de los libros, este tiene un principio insospechado y un final impredecible. De este último, si finalmente gustará o será útil, no puedo decir —por eso es impredecible—, pero del primero debo contar una breve historia.
En 2009 fui invitado por la Facultad de Estudios Generales de la Universidad de Puerto Rico a impartir un curso especializado sobre ciudades del Caribe. Tuvo lugar durante un semestre con un grupo reducido de estudiantes graduados y de término, y constituyó una oportunidad única para discutir con una docena de mentes jóvenes sobre el pasado de sus ciudades, y de paso, imaginar juntos el futuro. Con absoluta seguridad debo agradecer, ante todo, a ellos y ellas, la idea de escribir este libro.
Del curso salió un primer artículo que fue publicado en la Revista Umbral de esa facultad, y del que se desprendió una conversación con el entonces decano de la facultad, el gran amigo Jorge Rodríguez Beruff, quien, mientras caminábamos por una de las empinadas callejuelas del viejo San Juan, argumentó de mil maneras sobre la pertinencia de un libro. Pero solo recuerdo uno de sus argumentos: me dijo que yo tenía una ventaja adicional sobre la mayoría de mis contemporáneos, pues había vivido en las tres ciudades.
Un argumento sencillo y bastante confuso —vivir en una ciudad no te capacita especialmente para escribir un libro sobre ella— pero que me ha acompañado todo el tiempo y me ha ayudado a seguir adelante. No sé por qué, pero lo tomé en serio. Y al final creo que aunque haber vivido la cotidianeidad en estas tres ciudades por períodos relativamente largos no me ha dotado de un atributo especial para entenderlas —lo cual posiblemente se advierta en el texto— sí para imaginarlas como cuerpos vivos, diría como sujetos, y a mí cabalgando sobre ellas. Es decir, gracias al sabio consejo de mi amigo Beruff, me he divertido escribiendo este libro. Y eso, en este mundo de vidas finitas, es importante.
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