Para una tipología histórica: ciudades enclaves, desarrollistas y de servicios
En un libro delicioso, José Luis Romero (2001) ha hablado de nuestras ciudades como implantaciones funcionales; “…se les implantó —escribía— para que cumplieran una función establecida” (: 48). Esa función fue, en sus inicios, garantizar la soberanía europea sobre territorios expropiados a las sociedades indígenas. “Se fundaba —continúa Romero— sobre una naturaleza que se desconocía, sobre una sociedad que se aniquilaba, sobre una cultura que se daba como inexistente” (: 65). Y luego, lograda la invisibilización, se trataba de discutir poderes a intrusos anatematizados: herejes, anticristos, luteranos, judíos, holandeses...
Y en consecuencia las ciudades —y en particular las que señalizaban el asiento del poder imperial— fueron concebidas como enclaves, cuyas vinculaciones y razones de ser se relacionaban más estrechamente con las metrópolis y sus circuitos de poder que con las sociedades locales que comenzaban a gestarse en sus territorios, de las que les separaban murallas y revellines.
Fuera de los muros siempre existió un mundo. En el Caribe —donde la población indígena fue diezmada y los negros cimarrones podían importunar caminos, pero no sitiar ciudades— ese mundo se componía de una infinidad de pobladitos y habitantes que vivieron a expensas de la relación fronteriza con los espacios “hostiles” mediante el contrabando.
Se trata de una historia que aún no está escrita, pero que nos habla de focos comerciales en lugares lejanos de los centros burocráticos, como fueron los casos de Bayamo y Puerto Príncipe en el centro/oriente cubano, de las villas radicadas en el occidente de La Española y luego en la frontera con la colonia francesa, y de los descendientes de los ásperos habitantes de San Germán en Puerto Rico. Pero, sea por la propia debilidad económica de estos lugares o por el celo burocrático, fueron siempre experiencias marginales, con espacios menores de acumulación y expuestas a la incertidumbre y a la agresión, sea de socios poco confiables o de las autoridades españolas.
Esta forma de vinculación “espuria” constituyó una de las primeras formas de resistencia de los “implantados”. Dio lugar a muchos motivos de recordación. En ocasiones la resistencia fue quebrada, como sucedió en La Española en 1607, lo que finalmente condujo a la concentración de la población en un triángulo cercano a Santo Domingo y también a la pérdida de un tercio del territorio insular. Pero en otros casos la represión fue burlada, como sucedió en Cuba en la misma época, y que legó a la historia literaria nacional un primer poema: una pieza tan larga como aburrida y cínica, escrita por un canario avecindado en el oriente de la isla. Pero nadie consiguió solamente por esta vía un despegue urbano efectivo y sostenido.
La clave del desarrollo urbano residía en la inserción en otra dimensión de la intermediación, como goznes de articulación de la economía metropolitana (que a su vez era un componente subordinado pero crucial de la economía mundo en formación) con la economía colonial continental. Es decir, como pasillo que ponía en contacto las inmensas riquezas de los virreinatos con los comerciantes monopolistas de Sevilla y la burocracia parasitaria de Madrid. Y que, de paso, cobijaba los manejos comerciales ilegales más voluminosos y rentables.
Romero hace una distinción muy pertinente: se podía sobrevivir como fortalezas o prosperar como emporios ,
-Las primeras tuvieron que contentarse con las murallas, las guarniciones y los situados. Eran garitas fronterizas, diseñadas para cerrar puertas. Los casos más patéticos fueron los de los fortines de La Florida —y en particular San Agustín— que nunca pudieron rebasar el estatus de campamentos militares subsidiados. Pero también aquí se incluye San Juan, una pieza clave del control geopolítico del Caribe Oriental, y sobre el cual confluyeron, en son de conquista, holandeses e ingleses. Los subsidios mexicanos salvaron a San Juan de la ruina y la miseria, pero fueron insuficientes para levantarla del estado de mediocridad urbana que le caracterizó por varios siglos.
-Las ciudades “emporios” indicaban otra realidad. Eran ciudades portuarias, ciudades almacenes que enlazaban de diferentes maneras las rutas comerciales imperiales. Estaban diseñadas para abrir puertas. La primera de ellas fue indudablemente Santo Domingo, pero por muy poco tiempo. Las ciudades/emporios típicas del Gran Caribe fueron La Habana, Cartagena y Veracruz. Pero de las tres solo las dos primeras tuvieron un realce urbano consistente. Y sólo La Habana pudo dejar atrás la etapa inicial de ciudad/enclave para avanzar sin solución de continuidad hacia una nueva fase de su evolución urbana que aquí denomino desarrollista.
El sistema comercial del imperio español tenía muchas modalidades —navíos aislados, flotillas auxiliares, etc.— pero su columna vertebral eran las flotas que componían la Carrera de Indias. Y desde las flotas se construyeron los ejes urbanos principales de la región.
Desde principios del siglo XVI fue evidente la necesidad de convoyes protegidos militarmente para disuadir los ataques crecientes de naves hostiles, inicialmente congregadas en un triángulo formado por las islas Azores, las Canarias y la península, y posteriormente en el Caribe. Tras diversos experimentos, las flotas quedaron definitivamente establecidas a partir de 1561-1563 y funcionaron por más de dos siglos. Para hacerlo utilizaron con gran eficiencia todo el dispositivo natural y ambiental que les permitieron aprovechar a su favor las épocas propicias del año, los vientos alisios y las corrientes marinas. Habían cimentado, sin lugar a dudas, un sistema colosal de carga y transporte que contribuía decisivamente a la formación de una economía atlántica, en uno de cuyos extremos figuraba el llamado Nuevo Mundo y en el otro el naciente sistema económico mundial, con los comerciantes castellanos y andaluces como celosos intermediarios.
Desde sus inicios, las flotas tenían dos destinos principales: Nueva España y Perú. Ambos destinos eran suplidos por sus respectivas flotas, que con el paso del tiempo fueron diferenciándose y haciéndose autónomas, incluso en aquellos casos aislados en que hicieron juntas el viaje a América. Ambas salían, regularmente cada año, de Sanlúcar de Barrameda, en la desembocadura del Guadalquivir. Y ambas hacían una escala de aprovisionamiento en Canarias, principalmente en la isla La Gomera, y se internaban en el Atlántico aprovechando los vientos alisios. También en el Caribe hacían una escala de aprovisionamiento en la isla de Dominica:
-La llamada Flota de Nueva España zarpaba entre abril y junio y al llegar al Caribe sufría algunos desprendimientos de buques que abastecían San Juan, Santo Domingo, Santiago de Cuba, La Habana y Honduras. Fondeaba en Veracruz, desde donde la mercancía era transportada por tierra hacia varios puntos de la geografía mexicana. Esto incluía Acapulco, puerto del que salía una flotilla de dos o tres buques hacia Filipinas, el llamado galeón de Manila, y que retornaban puntualmente cargados de mercancías chinas aprovechando la corriente del Kuro Siwo.
-La llamada Flota de Tierra Firme o de los Galeones, que salía en julio/agosto. Tenía como principal paradero la feria de Nombre de Dios y posteriormente de Portobelo (en la actual Panamá), según Ward (1993: 67) “…la más grande feria comercial del periodo moderno temprano”. Las mercancías eran descargadas y atravesaban el Istmo de Panamá, a través del río Chagres hasta Venta de Cruces y desde allí sobre mulas hasta la incipiente ciudad de Panamá. Previamente, varios buques abastecían los puertos venezolanos y la flota realizaba una estancia de dos semanas en Cartagena, con el objetivo de descargar toda la mercancía dirigida a Bogotá. Eventualmente, Cartagena servía además —debido a su ubicación natural y sus impecables fortalezas— como punto de abastecimiento y protección para la totalidad de la flota.
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