Israbestis se levantó con esfuerzo. Trepar un árbol tan alto que pudieras ver Columbus desde él, qué maravilla. Fue la suerte de Omensetter. Una historia no, una enfermedad. Él nunca viviría a sus relatos. Henry Pimber también murió de la suerte de Omensetter, de una forma u otra, decían todos. El chico murió de eso, el bebé. ¿Cuánta suerte tuvo él?, ¿cualquier otro?
Ya que me preguntas, ese pastor está loco. ¿Te quieres callar? En aquel jardín, por dios, de acá para allá, de acá para allá, no hace más que caminar.
Bien, le dije al viejo Harris, si usas el corazón de ese modo se te va a parar, dijo el doctor Orcutt, pero si no lo haces se te obstruirá sin más, te mueres igualmente y no tienes ni que esforzarte. El doctor se dio una palmada en el muslo.
Tott, has cerrado tu casa. En efecto, has cerrado tu casa. No te puedes olvidar, y no te atrevas a recordar.
Recuerdo quién decía válgame. En aquel jardín, válgame… Sí. El negrito. Curioso… Omensetter era negro, era marrón, marrón oscuro como una olla de carne en salsa. Israbestis rio entre dientes. Luego Furber, que era negro por sus ropas, pequeño y negro, aunque de piel muy pálida… oh, muy… muy pálida… una luna, dijo alguien, donde antes hubo estrellas.
Al alargar la mano el grifo estaba caliente. Buscó los ladrillos, consciente del sudor. Sus ojos revisaron cada hoyo y cráter. Vio su escupitajo costroso y plano en el polvo y volvió a escupir encima un escupitajo algodonoso. Apartó los tallos de las caléndulas e inspeccionó todos sus pétalos dorados. La fragancia acre le aclaró la nariz. Rebuscó con paciencia por sus hojas. Ahí, junto a su pie en la acera, sobre esos zancos que eran sus patas finas como hilos, se alzaba el guijarro. Israbestis se encorvó y la araña huyó de pronto. La persiguió por la acera con su pulgar, atizando. A punto estuvo de escapar a su alcance, lo cual habría sido una pena, porque ambos estaban solos en el mundo, pero bajó el pulgar y las patas surgieron como rayos en torno a este. Luego se curvaron poco a poco hacia arriba. Capum, acabas capum, dijo Israbestis, sintiendo cómo el cemento le calentaba el pulgar.
Qué está haciendo, señor, matando arañas, dijo una chiquilla. Sí. Matando arañas, susurró Israbestis, levantándose.
Bien. Odio las arañas. Se te suben encima.
Sí.
Son repugnantes.
Sí. Repugnantes, dijo Israbestis Tott.
EL AMOR Y LA PENA DE HENRY PIMBER
1
Brackett Omensetter era un hombre ancho y feliz. Sabía silbar como silba el cardenal rojo en la nieve espesa, o zumbar como zumba el tímido blanco al salir de su refugio, o ser la alondra que ante el cielo sofoca una risita. Conocía la tierra. Metía las manos en el agua. Olía el olor limpio del abeto. Escuchaba a las abejas. Y reía con una risa profunda, fuerte, amplia y feliz siempre que podía, que era a menudo, un buen rato y con alegría.
Le dijo a su mujer: cuando llegue la primavera nos iremos a Gilean en el Ohio. Que es un lugar estupendo para el chico que estás gestando. El aire es puro.
Así pues, cuando la nieve se hundió en silencio en los arroyos; así pues, cuando los lechos de los ríos estaban marrones e imperiosos; cuando el viento rondaba hambriento las ramas desnudas de los árboles y las nubes eran serpentinas; entonces Omensetter dijo: se acerca el momento y hemos de prepararnos.
Lavaron la carreta. Plancharon sus ropas de los domingos. Les trenzaron el pelo a sus hijas. Hicieron todo aquello que no importaba. Les hizo sentir bien.
Cepillaron al perro. Apilaron con esmero la leña sobrante del invierno. Se dieron los unos a los otros una buena cantidad de pellizcos en el trasero. Todo cuanto no importaba y les hacía sentir bien, lo hicieron.
Llovió una semana. Después Omensetter dijo: parece que estamos listos, ¿nos vamos?
Apilaron sus pertenencias en la trasera de la carreta. Las amontonaron, unas encima de otras: flameantes cobertores con pompones y colchas recosidas con retales, orondas bolsas de ropa y sacas de zapatos y labores y un mantel de lino con manchas que los platos siempre ocultaban; dos sillas con peldaños, un taburete y una mecedora Boston, un banco de trabajo de roble bastante duro y elocuente, una mesa de hojas abatibles cuyo tablero tenía caras e iniciales grabadas por alguien que no conocieron jamás; jarras, una vista enmarcada del río Connecticut, unas botas de agua; y en cajas: cucharas de madera y sartenes y las tapas del fogón y paños para mangos de recipientes y cacerolas, una cubertería de hojalata y unos medallones chapados en níquel y un mondadientes, en alguna parte, con un fino baño de oro y una delicada cadena, un grabado a media tinta de san Francisco dando de comer a las ardillas, varias herramientas para moldear el cuero, dos cálices de peltre y trece vasos para la gelatina, siete libros (tres de ellos obras sobre pájaros del reverendo Stanley Cody); una colección de anillos de juguete en latas de tabaco y de collares de arroz enhebrado, piedras ambarinas y figuras diminutas de porcelana y perros y gatos y caballos estampados en metal y dos húsares de plomo con sombreros altos y las armas torcidas cuya pintura roja casi se había desgastado del todo; clavos de diez y veinte centavos, muñecas hechas con cadenetas cosidas de tela rellena, platos pequeños y vasijas enormes, una escarapela de papel, cuatro arañas planas muertas hacía mucho y guardadas debajo de una piedra en el fogón; un serrucho, un martillo, una escuadra, una almádena, otros objetos a los cuales llamaban muñecas pero que eran más bien hierba prensada o piñas o palos con formas extrañas o piedras raras; cualquier clase de caparazón de tortuga, de cascarón de petirrojo o de concha de caracol; y no en cajas: un barril y un arado desmontado, una azada, una pala y un hacha, una mantequera, un balde de madera y una tabla para la colada, y una gran palangana blanca y un gran cántaro blanco y una gran cacerola blanca y esmaltada con la tapadera descascarillada que por las mañanas estaba terriblemente fría; una escopeta y varios arreos y una rueca, una brújula que siempre apuntaba al sudoeste en un estuche de cuero, y flechas para que el chico aún por nacer disparara a las hojas que caen y a los gorriones en otoño. Las apilaron, una encima de la otra, hasta que en la carreta se hizo una torre. A lo alto ataron la cuna. La torre se tambaleó al ponerse en marcha la carreta. Dijeron: igual se cae todo por el camino, pero en realidad no lo pensaban, y no se preocuparon de cubrir nada. Pues claro que va a escampar, dijeron, y así fue. Omensetter enganchó el caballo a la carreta. Se montó con una gran floritura y se dirigió al mundo con los brazos. Todos disfrutaron con aquello. La mujer de Omensetter se subió también. Ella apoyó una mano en su muslo y le estrechó la rodilla. Las hijas de Omensetter ulularon en la trasera. Se acurrucaron debajo de las colchas. Se hicieron una casa en la torre. Todos rezaron por el muñeco de nieve muerto una semana atrás. Entonces Omensetter sofocó una risita, ladró el perro y salieron hacia Gilean en el Ohio donde el aire era puro y bueno para los chicos. Tras ellos dejaron, donde hubieron compartido besos y charlas, el ligero gotear del agua desde los aleros de su último hogar feliz.
Todavía quedaban algunas personas en Gilean cuando llegó Brackett Omensetter. No había llovido, cosa rara, en todo el día. El remolque de George Hatstat se había quedado atascado en el lodo de South Road a pesar de que South Road desaguaba en el río, y Curtis Chamlay se había dado la vuelta en su carreta aquella tarde en la colina occidental, hombre terco que era, tres horas después de que esta empezara a derrapar por los ribazos amarillos. Eso significaba que la colina estaba intransitable dado que la otra ladera estaba por lo general peor. En consecuencia todos quedaron absolutamente maravillados al ver la carreta de Omensetter deslizándose cuesta abajo y remolcar su tambaleante cumbre de muebles y herramientas y ropas hasta el interior del pueblo por detrás de un solo caballo maltrecho. Miraron las colchas sin proteger, las cajas y los zancos, el perro embarrado, la bamboleante cuna atada a lo más alto con asombro desconcertado, pues durante todo el día, en la distancia, cargadas nubes grises habían dejado caer sus aguas en los bosques, e incluso mientras observaban la llegada de la carreta, lejos sobre la colina occidental, a la luz del sol que desde allí brillaba, había una zona de lluvia claramente definida.
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