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William Gass: La suerte de Omensetter

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William Gass La suerte de Omensetter

La suerte de Omensetter: краткое содержание, описание и аннотация

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A finales del siglo XIX, el pueblo de Gilean, en el estado de Ohio, recibe a una familia de forasteros, los Omensetter. Desde el primer momento, sus habitantes admiran la magnética personalidad del cabeza de familia, Brackett, y la suerte que siempre parece acompanarlo. Sin embargo, su llegada no es bien acogida por todos. El reverendo Jethro Furber, en pleno proceso de degradación mental y espiritual, centra su odio en Brackett Omensetter. Una muerte acelera el enfrentamiento entre los dos hombres, narrado por medio de distintas voces que son testigos fieles de una brillante disquisición sobre la muerte y el sentido de la vida, sobre el bien y el mal. La suerte de Omensetter fue catalogada desde su publicación en 1966 como una novela cumbre de la narrativa estadounidense. David Foster Wallace la consideraba una de sus obras favoritas de todos los tiempos, y Susan Sontag siempre recordaba su admiración por William Gass y por este libro, que describía como perfecto y extraordinario.

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¿Nombre?

Sí, nombre. Como Isaac, quizás, o Brineydeep.

Santo cielo. Brineydeep.

Si tuviese un gato lo llamaría Brineydeep o Isabel.

Creí que habías dicho que tenías gato.

Solo lo he dicho. Si tuviese un gato sería igual de grande que un poni y tendría el rabo largo. ¿El gato de Kick tenía el rabo largo? El mío lo tendría, y cuando lo tuviera, lo llamaría Bigotes en vez de Brineydeep.

No te sigo.

¿Cómo se llamaba el gato de Kick? La tortuga de Molly se llama Sam, se está muriendo.

Se llamaba el gato de Kick.

Si no tenía nombre podrías buscarle uno. Conozco a un niño al que le borraron el nombre y desapareció para siempre. Casi para siempre. Incluso más tiempo todavía. Acabas capum, ya sabes, ¡capum!

¿Qué le pasó?

Se volvió invisible para que nadie lo viera.

¿Nadie?

Solo los árboles. Cosas así.

¿Quién te ha contado eso?

Un hombre. ¡Capum! ¡Acabas capum!

Un mono.

Puede que un mono. Oye. ¿Cuál era el nombre del gato de Kick?

El gato de Kick.

¿Tal cual?

Tal cual.

¿Por qué?

Pues porque el gato era suyo.

Seguro que lo sabía todo sobre trenes y estaciones.

Lo sabía todo sobre trenes y estaciones.

Seguro que sabía cuándo llegaban los trenes a Chicago, Illinois.

Sabía cuándo los trenes hacían cualquier cosa.

Seguro que era más feroz que nada, como un pavo.

Los pavos no son muy feroces.

Yo tengo pavos. Te gluglutean.

Bueno, el gato de Kick era mucho más feroz.

Seguro. Seguro que podía volar.

Pues claro que no podía.

Podía.

No.

Por la noche. Por la noche sí.

Vaya, pero quién conoce al gato, chico, ¿tú o yo?

Cuéntame cómo lo sabía todo sobre trenes y estaciones.

¿Vas a escuchar o vas a hablar?

Quiero que sea una historia larga.

Es una historia larga.

No te dejes nada.

Yo nunca me dejo nada.

¿Es buena y larga? Las buenas historias son largas.

Bueno, así deberían ser, en cualquier caso. Bien, veamos: el gato de Kick lo sabía todo sobre trenes y estaciones. Podía galopar por un raíl como si estuviese de paseo y cruzar brincando las vías sin mover ni una carbonilla del balasto. Se posaba en los caños y se dejaba caer de sopetón en los arcones vacíos para arañar y olisquear la madera de la ciudad. Cuando había un tren parado marchaba por los vagones, con el rabo esponjado y enroscado por encima del lomo, frotándose contra los pasajeros y ronroneando cuando ronroneaba, con un ronroneo bajo y profundo, como el de un tractor. Los pasajeros le daban de comer: cacahuetes y galletitas y caramelos y fruta y a veces el centro de sus sándwiches. El gato de Kick odiaba el pan. Eso te lo tengo que contar. Le venía de la vez en que unos chicos estúpidos lo encerraron en el lavabo cuando el tren se iba. Se llamaban Frank y Ned y Harry y eran unos chicos estúpidos que jugaban a ser bandidos. A esta historia la llamo la historia de la feroz venganza del gato de Kick, o a veces la llamo la historia de los chicos que jugaban a ser bandidos. Depende del final al que llegue.

Caray.

En cualquier caso, el gato de Kick odiaba el pan. Lo lamía hasta dejarlo limpio si traía taquitos de jamón, pero luego enganchaba la rebanada con una garra y la tiraba por debajo del vagón. Se comió el relleno de montones de sándwiches, ahora que caigo.

Los gatos odian la fruta.

El gato de Kick no. No era un gato común, ¿no te lo vengo diciendo?

Yo odio el pan.

Tú no odias el pan.

Que sí.

No lo odias.

El gato de Kick odiaba la leche.

Le encantaba la leche. Le pirraba. Se bebía más de doce litros al día.

No hacía eso.

Puede que más. No sabría decirte.

¿En serio?

Es una costumbre que tienen los gatos. Les tiene que encantar la leche y el pescado y perseguir ratones y pájaros. De lo contrario no son gatos. Es lo que se llama una ley de la naturaleza.

Yo odio el helado.

No lo odias. Pero eso me recuerda al viejo doctor Orcutt.

A la porra los doctores.

Ah, pero Orcutt era especial. Tenía una barba preciosa.

A la porra las barbas. ¿Se llamaba así de verdad?

¿Orcutt? Pues claro. Y puedes apostar a que estaba al tanto. Pero contaba unos chistes maravillosos sobre sí mismo. Señor. Hubo una vez, bueno, es la historia que yo llamo la historia de la amigdalectomía de saldo.

No quiero oírla.

Es divertida.

Si va de amígdalas no es divertida.

Me he acordado por lo de los helados. Piénsalo de ese modo.

Mi gato odia la leche.

Tú no tienes gato y si tuvieras uno no odiaría la leche, y si odiara la leche sería un castor y te partiría en dos de un bocado igual que a un leño.

El gato de Kick pues.

Bien. Era grande y ambarino. Tenía la cara redonda como un barril y los ojos grandes, anchos y circulares.

Jolines. Me tengo que ir. Aquella es mi mamá. Se enfadará un montón si me ve.

Pero ¿y qué pasa con el gato de Kick?

Me tengo que ir.

Pero si no he llegado a la historia. Tampoco has oído lo de la rata. Verás, había una rata gris particularmente grande, grande como una bota tal vez, tal vez más grande, y aquella rata no le tenía miedo a nada.

Caray. Pero me tengo que ir. Me tengo que ir.

Pero la rata. Esa fue la rata que le mordió a Kick en la nariz. ¿Recuerdas? Fue el desafío de la pelea.

Adiós.

Organizaron una pelea entre el gato de Kick y la rata grande como una bota… una carrera y una pelea… entre los vagones, en los muros… bigote contra bigote… duraría hasta la noche. Tendrías que haber oído el modo en que el viento pasaba por entre sus zarpas. Organizan… Así que voy a organizar… Bueno, parecía un chico simpático, uno de esos que nuestros días han perdido. Demasiado joven para la historia de May Cobb. ¿Y cómo se iba a aprender ahora su historia? Imagina crecer en un mundo en el que solo los generales y los genios, solo los imperios y las empresas, tuviesen historias, ni tu pueblo ni tu abuelo, ni tu casa ni Samantha, ninguna de las cosas que amas. No, no he terminado con Bob Stout. Chico, tus propias hojas te impiden ver el tronco. Podría organizar una de piratas. Fuego en Hen Woods. El tío Simon, el sicomoro viejo y nudoso, ardiendo y rompiéndome el corazón. Podría organizarlo. Pero el chico se había ido, arropado por su madre. Aun así lo recuerdo todo. El gato de Kick. Gotitas de leche por toda la mandíbula. Omensetter agitando los brazos en una danza. Tendrían sin duda que servir para algo. No. Un lote raro. No podría ni subastarlas. No obstante, supongamos que se vendieran. ¿Sería capaz él de soportar de nuevo la vida con aquel tiempo apacible, con aquel cielo púrpura y aquella neblina rezagada, las nubes que burlaban al sol, el ocaso que ahondaba los caminos y se tendía en las vías hasta el amanecer? O así parecía entonces, cuando su carne era joven.

La mantequera se vendió. Y la cuna. No vio quién se hizo con ella. Todas las herramientas desaparecieron. La soga. Las conservas. Incluso botellas de soda vacías mates por el polvo. Sam Peach había limpiado la parte de atrás y barrido un lateral. Sofás. Sillas. La fila de señoras estaba vacía. Era por el calor. El cielo era de un azul ausente. ¿Ese tipo era el hijo de Sam Peach? ¿Era posible? Primero, Pike. Veamos. Luego, Meldon, Rush y Furber. En la del Redentor. Después de eso, Huffley, y Peach. Oh, estaba desfasado. Bueno, no se parecían en nada. Faroles. Sombrillas de satén y borlas. Y ahora platos y molinillos de café y tazas. La multitud estaba con él al frente. Parecía más pequeña. Más platos decorados por Lucy Pimber. Molinillos de pimienta. Copas de cristal color arándano. Tazones de cristal tallado. Ropa de cama. Alfombras. Sábanas. Toallas. Colchas. Trapos hechos con ropas viejas. Que perezcan con el propietario. Qué sensato. Samantha. Hermana. Ella vendería hasta los huesos de él. ¿Cuánto sacaría por los huesos?

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