Omensetter sacó el dinero del bolsillo.
Tendremos que mudarnos cuando demos con otro sitio. Allí hace un poco de humedad para el chico, ya me entiendes, la tierra está un poco baja cerca del arroyo. Bueno… has sido muy amable.
Vació el dinero en la mano de Henry.
Será mejor que vaya a ver a Lucy, dijo Omensetter.
Se balanceó rítmicamente durante un instante igual que un oso.
Lucy estará bien.
Claro, aun así, hay que vigilarla, el chico…
Omensetter se despidió con un gesto. Ramas le dividieron la espalda.
Adiós.
Bien, pensó Henry, bueno… va a dejar el zorro allí donde ha caído. En cualquier caso, eso era todo. Sí. Todo. Porque era imposible hablar con viento. Y, al fin y al cabo, dentro no había más que tiempo. Tiempo. Hojas. Polen, le habían contado, de infinitas plantas. También tierra, claro está. Y los granos que transportan la cocina, la floración y los pinos hasta la nariz. Semillas, naturalmente. Moscas. El canto de los pájaros y el bordoneo de las abejas. Él mismo, Pimber, precipitándose. Ayer fue la larga noche de las lluvias que cayeron, intempestivas, hasta el amanecer. ¿Mañana? Puede que mañana haya calma.
Muy bien. Me ocultaré en las alturas. Eso haré. Al fin y al cabo, ¿por qué hablar con viento? ¿No esperé a que hiciese viento para decir: me salvaste la vida?
Ding Dong Dang,
Pimber en el pozo está.
¿No esperé hasta que el viento pudo llevarse mi mentira?
Que ningún daño hizo jamás,
pero se hirió el alma a través de la manga.
De igual manera pensé por el modo en que caminabas por el pueblo, susurraba Henry apenas en voz alta, portando tu espalda con la sencillez y la despreocupación con que portarías una toalla, recién llegado siempre de nadar, parecías estar siempre a medio secar, eras una señal. ¿Recuerdas la primera tarde de tu llegada? Eras un extraño, desnudo para los cielos en realidad, y en tu lengua moraba tu alma cuando me hablaste, como si fuese yo un amigo y no un extraño, como si fuese tu propio oído. Traías barro bajo los brazos, barro resbalando por los laterales de tus botas, pelo abundante y revuelto, uñas sucias, un botón de menos. Relucían las nubes, un rosa cálido e intenso, y las observé navegar hasta que oscureció cuando llegué a casa. Me pareció que tú eras como aquellas nubes, igual de natural y de hermoso. Conocías el secreto, cómo ser.
Henry se aclaró la garganta. ¿Y había estado equivocado sin más? ¿U Omensetter había sido persuadido de su suerte tan concienzudamente que ahora la guardaba como si fuese oro, y con temor a que le robaran? Henry se envolvió la cabeza con los brazos como con un pañuelo. A Omensetter ya le habían robado. Le han robado todos menos el sacerdote. Furber odiaba sin más. Pero yo lo que cogí fue esperanza, un sueño, el oro de los tontos, peleas, suculenta gallina, dijo Henry. Qué fatigado estaba, y cuánto lo sentía… lo sentía todo. Sentía lo del alquiler, lo de la casa, la humedad, el pozo abierto, el río. Lo sentía por Omensetter, por Lucy, lo sentía por las niñas, otra vez por Lucy. Lo sentía por sí mismo. Lágrimas le encharcaron los ojos.
De igual modo, dijo Henry, pensé que, como los árboles, nos medías con tu inhumana medida, y que nosotros éramos hormigas atareadas en colinas o abejas en su panal cuyo amor era entregarse a la reina y causar la muerte. Cuando me pusiste vendajes y remolachas en las manos creí entenderlo. No había entre nosotros persiana alguna más que la persiana que había echado yo. Eras el mismo para el ojo humano que para el inhumano.
Se deslizó por el tronco y acalló sus susurros. Empujó los matorrales bajos hasta que dejó de ver los sicomoros. Era frondosa esta parte del bosque. Apartó las ramas con los brazos. Antes de marcharse Brackett Omensetter se había ocultado detrás de su rostro y hecho de su espalda un muro. Aquel hombre había sido un milagro. Lo había sido, exclamó Henry con rabia. Un milagro. Uno imposible de creer. Y, como todos ahora, se defendía del mundo. Un milagro no, un hombre, con máscara de hombre y muro de hombre. Henry rio entre dientes, desabrochándose el cinturón del abrigo. Tiró de él. Era una prenda fuerte. Sus lágrimas acumuladas manaron. Si Brackett Omensetter hubiese poseído en algún momento el secreto de cómo vivir, no lo habría sabido. Ahora la diferencia estaba en que… ya sabía. Al final todo el mundo se las había arreglado para decírselo, e igual que todos ahora se preguntaba en qué consistía. Como todos. Henry se secó los ojos. No busques a Henry aquí, querida, se ha ido. Rebosa estupidez, y a matar un zorro que se fue. Pero yo no moriré tan abajo como lo hizo él, pues yo podría decorar un árbol como las hojas de un arce. No. Tendría que ser alto. Un roble blanco quizá, con sus amplios lóbulos. Había belleza en el juego de palabras: dar el adiós 1 . Aunque no sería una ascensión fácil para un hombre que hasta hace poco había estado enfermo. Aun así el sol lo alcanzaría temprano y se quedaría el día entero, el viento soplaría apacible. Tendría que parecerse a saltar al mar. Pasó junto a los cerezos y junto a los tupelos nombrándolos en voz alta. Él era el Adán que los recordaba. Las lágrimas sin embargo regresaron. Cuánto lo sentía todo. Cuánto lo sentía por Omensetter. Cuánto lo sentía por Henry.
1 El juego de palabras se hace aquí intraducible: leave-taking (despedida), encierra la homonimia del verbo leave (‘marcharse’, pero también ‘dejar/abandonar’, y también ‘echar hojas’) sumada al verbo take: ‘coger’, ‘tomar’.
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