William Gass - La suerte de Omensetter

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La suerte de Omensetter: краткое содержание, описание и аннотация

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A finales del siglo XIX, el pueblo de Gilean, en el estado de Ohio, recibe a una familia de forasteros, los Omensetter. Desde el primer momento, sus habitantes admiran la magnética personalidad del cabeza de familia, Brackett, y la suerte que siempre parece acompanarlo. Sin embargo, su llegada no es bien acogida por todos. El reverendo Jethro Furber, en pleno proceso de degradación mental y espiritual, centra su odio en Brackett Omensetter. Una muerte acelera el enfrentamiento entre los dos hombres, narrado por medio de distintas voces que son testigos fieles de una brillante disquisición sobre la muerte y el sentido de la vida, sobre el bien y el mal. La suerte de Omensetter fue catalogada desde su publicación en 1966 como una novela cumbre de la narrativa estadounidense.
David Foster Wallace la consideraba una de sus obras favoritas de todos los tiempos, y
Susan Sontag siempre recordaba su admiración por
William Gass y por este libro, que describía como perfecto y extraordinario.

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Todavía no han cambiado… del todo, dijo Omensetter.

No Adán sino inhumano. Por eso lo amaba acaso, se preguntó Henry. No era por su vida –una maldición, sabía dios–; no era por el emplasto de raíz de remolacha. Residía en algún lugar de la oportunidad de ser nuevo… de vivir con suerte y de perder a Henry Pimber. Siempre lo había llenado todo de humanidad. Hasta el aire se sentía culpable. Antes habría visto cada árbol a lo largo de esta cuesta con osamenta humana y enramados de emoción como el árbol de negra hiel, la acacia, abatida incluso en el cénit del mayor de los veranos. Cuán conveniente habría sido hallar a amigos y enemigos embarcados en troncos mansos y lentos, en este o aquel árbol vencido, a salvo sus aspiraciones en las ramas más altas y sus fuegos dentro de una vaina de semilla silenciosa. Podría palpar sus cuerpos con las manos y grabar su nombre e inventar para ellos emociones animales que ninguna fruta podría contradecir. Siempre era más fácil amar a los grandes árboles que a las personas. Esos árboles eran honestos. Sus muertes se notaban.

Venga, Henry, qué demonios, vayamos hasta donde podamos ver.

En primavera eran de plata. Todavía eran de un verde reciente como el río. El sol acudía a ellas. El viento las tornaba. Y un verde oscuro, espeso y radiante en el culmen del verano. Era como el verde que a veces veía, cuando el sol daba directo y había muerto el viento, cubrir una piedra que estaba apenas bajo el agua. Existían el verde seto y la hiedra, pringosos como el extracto de olmo y fríos como el mirto. Existía el verde cieno pálido con amarillo; algo parecido al musgo o a la hierba bajo una roca o al interior de la cáscara del maíz. Existía cada matiz de verde del mundo. Existía más de lo que los ríos poseían, más de lo que cualquier prado.

El viento soplaba a rachas sobre la cresta de la colina, hinchando el abrigo de Henry y aplanando el pelo de Omensetter. Detrás de ellos, en el valle, las hojas estaban inmóviles como si desde la cima de la colina hubiesen ellos enjugado el viento. Aquí las ráfagas les cubrían los oídos. Omensetter gritó algo. En sus zapatos Henry encogió los dedos de los pies para asir el suelo. Caminó de lado con desgarbo, el abrigo azotándole las piernas hasta que pareció que su cuerpo cantaba igual que un cable.

… el desfiladero.

Henry avanzó tras él por el saliente. Con el cuello de la camisa inflado. De algún modo, en ese lugar de locos, lo estaba perdiendo todo. Omensetter se desvaneció. El suelo parecía caer a plomo. No estaba al tanto de que el mar tuviera agujeros pero ¿de qué otra forma te ahogabas si no? Entonces vio la cabeza tupida de Omensetter y fue a caer al desfiladero donde el viento rugía sobre los dos como las cataratas del Niágara.

Henry se sentó en una roca y se ciñó el abrigo.

No te gusta, dijo Omensetter.

Oh, no, es estupendo.

Tenían que gritar.

La piedra fría apretada contra él.

Bonita vista, dijeron.

Hacía un viento terrible.

Vengo aquí a menudo, dijo Omensetter. Allá hay un bote. Me pregunto de quién será.

Henry se encogió de hombros y aguardó. Pensó en la belleza salvaje de los árboles, en su propio afecto por ellos, sus sentimientos románticos, en su miserable enfermedad con su embustera claridad.

¿Subirás hasta aquí en invierno?

Omensetter hizo una mueca.

Demasiado frío. Te congelas. ¿No te encanta el ruido?

No, pensó Henry, no me encanta el ruido; el viento me va a arramblar las entendederas.

Pero en invierno, reflexionó, cuando el sol estaba en el oeste, los árboles sin hojas imprimían la nieve. El cercado de Chamlay contra las serpientes entrelazaba sus campos meridionales. Todo arbusto florecía, echando con fuerza cada brote, y todo poste insignificante embarcaba rumbo a la consciencia como si fuese enorme. Aquí el viento podría soplar sin parar, no alteraría nada; pero esta era la estación del cambio, el abrigo de Henry se hinchó separándose de él, y el semblante de Omensetter escapó hacia el valle. Una fatiga inmensa se apoderó entonces de Henry, pese a que el sol calentaba en el desfiladero. Pues claro, qué tonto había sido, Omensetter vivía no observando, uniéndose a lo que sabía. La necesidad hacía volar a las aves con la misma facilidad con que el viento arrastraba estas hojas, y nunca percibían la curvatura que describía el arco de su búsqueda. Ni un zorro gritaría belleza antes de haber masticado.

¿Recuerdas…? Recuerdas el día en que llegaste, exclamó finalmente Henry, señalando la colina occidental.

Omensetter alzó la cabeza hacia la corriente en la que el viento se llevaba sus palabras.

Ah… mbarrado. … iedo de que llov…

¿Tuviste miedo?

… ott?

¿Tuviste miedo de mojarte?

Ah… laro.

Me salvaste la vida.

… ott?

Digo que si eres feliz en Gilean.

… laro.

Omensetter dejó abruptamente el desfiladero, y emprendió el descenso. Obediente, Henry lo siguió, y vio entre ellos y el sol un halcón con las alas desplegadas igual que una hoja en la riada de aire. El navegante del viento anda suelto, pensó; mi vida se perdió al pie de esta colina estéril. Había levantado los brazos y ahora los dejó caer. Estoy terriblemente enfermo… estúpidamente enfermo. Hecho científico. Una risita queda lo sacudió. Y apenas si he estado vivo. Henry Wilson Pimber. Muerto a causa de una voluntad débil y un tiempo deshonesto. Alguna enfermedad por el estilo. ¿Cómo quedaría eso grabado en mi lápida? Tropezó. «… por todos los santos, Henry, tú nunca tendrás una lápida… ». Yo seré entonces mi propia lápida, querida, mi propia conmemoración muda, de igual modo que todo este tiempo he sido mi muerte y mi sepelio, mi propio pozo seco –agujero, pared y tinieblas–. Deberían dejarme a la intemperie en una montaña donde las aves pudieran picotear mi cuerpo, ya que nadie sería capaz de meterse adrede en este barro. Además, cualquiera que haya vivido de un modo tan lento y tan estúpido como he vivido yo debería pasarse la muerte en las alturas. Se le llenó la boca. Pobre, tonto, estúpido cabrón, tipo tonto… palabras tontas… Pero he creado a un Omensetter más digno, todo grasa nueva, el pelo revuelto y testículos velludos como los de un tigre. Henry escupió. Hecho científico. La saliva voló hasta su abrigo. Y cuando llegué en mi carreta como un despreocupado héroe del oeste, las nubes nadaban en el río. Caía la lluvia más allá de nosotros en el bosque, el Ohio igual que una brillante cinta para el pelo… Gilean, un sueño. Lalaa. Naaa-da. Lalaa.

Tengo que sentarme en alguna parte.

Oh, no, mantén el paso. Seguiremos bajando.

¿Tenía suerte? La tenía, se preguntó Henry, con sus zapatos abrillantados y todas sus preocupaciones nuevas.

El río desapareció bajo los árboles.

Caminaron junto al arroyo, junto al carpe, Omensetter, la mano en el bolsillo del abrigo donde estaba el dinero del alquiler, la espalda indiferente como un muro, junto al olmo y el roble y el arce, en la hondonada que torcía junto a la ribera, hacia la casa de Henry Pimber adonde Henry le siguió, junto al chopo, junto al verde sasafrás de ante, el haya. Ahora la plateada hierba de la mañana era dorada y resistente. La pizarra estaba limpia, la arenisca era intensa como azúcar de caña, y la arcilla roja, más suave tras las horas de sol, húmeda, guardaba los pies de ambos de la pizarra, las piedras de azúcar y hierba áspera y resistente.

Tengo que descansar, dijo Henry.

Al tronco le faltaba la corteza y estaba blanqueado. Yacía junto al arroyo como un hueso prehistórico.

Oh, vaya, has estado enfermo, es cierto. Esa colina está un poco empinada. Qué tal te sientes ahora, ¿bien?… estupendo, eso está bien.

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