Ah, mierda.
No, en serio, Curt.
Hatstat se llevó la mano al pecho.
Las niñas dan dolores concretos en el costado derecho. Fue lo que dijo Edna.
Edna no dice más que chorradas.
Hawkins empezó en la tierra un dibujo del holandés montando.
Es la carne lo que lo provoca, dijo Chamlay. La ternera. Trae químicos.
La barra volvió a resplandecer.
Hawkins tachó el dibujo hasta borrarlo.
En una feria vi uno en un tarro, dijo. Una cosa pequeña, ya sabéis. Rosa y púrpura, del color que fuera. En conserva… arrugado… pálido de verdad y bocabajo en aquel mejunje… parecía un cerdo… pero muerto… jesús.
Mat sopesó el martillo con impaciencia.
Hawkins dibujó un bote de conservas.
Depende de lo que coma la madre, insistió Chamlay.
Entonces Hatstat hizo un ruido grosero.
Venga, Omensetter, ¿tú qué opinas?, ¿va a ser chico?
Si se repantinga y se atiborra de caramelos, dijo Chamlay, tendrá una niña empalagosa.
Nah, mierda.
Tú tienes chicos, George, ¿cierto? Pero ¿y Rosa Knox? Cuando Rosa se queda preñada no come más que bollos de azúcar. Pregúntale a Splendid Turner si no es así.
Luther Hawkins asintió con la cabeza.
Es un hecho, dijo. Un hecho científico… Me pregunto con qué le llenó la barriga a Maggie Scalon ese pequeño demonio de Perkins.
Ese Perkins, dijo Chamlay. Lo conozco. Seguro que no fue con la polla.
Crees que esa barriga se hincha a base de escupitajos, Curt, dijo George.
Menuda bruja, dijo Hawkins. Esa va a parir perros.
El martillo de Mat tañó el metal.
Más tarde, cuando Mat hizo sisear su hierro en el barril de agua de lluvia, discutieron un buen rato sobre pesca. Había venido Olus Knox y siempre se mostraba elocuente al respecto. Todos, en realidad, pero Omensetter, que cosía en silencio, tenía en la cara un gesto de intensa perplejidad.
No podía dormir. ¿Notaste lo inquieta que estaba y cómo me revolvía en las sábanas? Tiene que estar cambiando el tiempo. Siempre estoy inquieta cuando cambia.
Ella se llenó las mejillas de aire.
Henry ignoró la voz de su esposa; sumergió la mano en el viento. Las hojas oían hablar del frío. Giró la palma de la mano, dejando que el viento le pasara por entre los dedos. Frío como agua de montaña parecía manar de las nubes pálidas. Esto es lo que se siente, pensó, al correr por las manos ahuecadas de Omensetter. El tiempo pasa sereno a través del embudo de sus dedos –clic, clic, clic– como el agua sobre las piedras. Cuando últimamente sentía el viento rara vez tenía otra sensación; aun así había momentos, como en un sueño, en los que podía sumergir la mano en el aire y sentir el cauce en la orilla del ser, y el agua vacilante. En el precipicio había un bañista con los pechos tan grandes como los de Dios, los pezones como bayas, brillantes como la escarcha. Vello dorado como el maíz se reunía en Sus muslos. No a mi imagen. No como yo. Pero en el sueño que lo incapacitaba, estaba a flote en el saliente, suspendido como un pájaro sobre el increíble golfo, mientras cada minuto lo aterraba sobrevolándolo. Con las manos en los oídos podía sentir cómo caían. Por debajo se extendía una planicie vacía en la que el brillante arroyo se secaba. Se convertía entonces en un camino que se estrechaba hasta formar una vía en el horizonte frío. Oía el rugir de un milagro inminente, un pico largo en busca de serpientes.
Un suave pluf. El aire se alejaba en ráfagas.
Va a llover, salta a la vista.
Henry retiró la mano.
Nos deben el alquiler. Iré andando.
Andar. Andar. Él también vendrá andando. Os cruzaréis.
Seguramente, dijo, yendo a por su abrigo.
¿Caminar es lo que te ha mandado el médico? Uoo. Nuestra habitación estaba anoche cargada como una tumba. ¿No lo notaste? Sabe el cielo que yo a ese no lo quiero aquí, a esa bestia. Es como un animal. Respira como un animal. Puaj. Huele como un animal. Sabe el cielo que yo a ese no lo quiero aquí.
Por eso me voy. No vendrá.
Oh, no, para nada. Vendrá. Se presentará. Quieres encontrarte con él lejos de mi vista, eso es todo. Deberías quedarte aquí a descansar. No es más que una bestia, una bestia. Y enorme como está ella desde hace poco no ha pasado con ella mucho rato, a no ser que le importe poco su dolor.
Lucy, por favor.
Ahora que han tenido a ese niño pasará un tiempecito hasta que se atreva a acercarse otra vez a ella, me parece a mí. Imagínate a esa criatura gorda despatarrada encima de ti. Seguro que está lleno de pelo igual que un gato macho.
Por el amor de dios.
Oh, bah, no me seas mojigato.
Ella hundió la cuchara en un cuenco.
Me pregunto cómo puede permitírselo el pobre de Mat, dijo ella en voz más queda. Apenas gana para el alquiler, de eso tengo constancia.
Dios, ojalá…
Sal. ¿No me olvidé de poner sal la última vez? Acuérdate. Estaban sosas. Estuviste toda la tarde quejándote y era un horror lo que quemaban.
A veces ella hacía que Henry pensara en vapor, o en algo peligrosamente vaporoso y blanco, pero ahora estaba ahí de pie ante la encimera tan tiesa y metálica como la cuchara cuyo reborde pasaba ella una y otra vez por el cuenco que tenía pegado al estómago.
Bueno, trabaja duro y estoy segura de que merece lo que saca… Desde lo de tu enfermedad te pasas la mayor parte del día allá abajo.
Omensetter me salvó la vida. Por eso lo odias.
Oh, por todos los santos, Hen, sabes que siempre lo has negado. Nunca antes habías dicho que te salvó la vida. ¿Esa especie de magia? Tú lo que quieres es sulfurarme.
Se volvió de pronto hacia él con expresión débil y triste.
Yo también tengo muchísimo por lo que quejarme, Hennie, no solo por la sal, muchísimo por lo que quejarme. Ya sabes… nuestra… y, oh, no deberías tratarme así, Hen.
Su expresión volvió a endurecerse.
Bueno. ¿No fue eso lo que dijiste? Fue al doctor Orcutt, creía yo, a quien le diste las gracias. Uff. El brazo se me cansa enseguida. En esta cocina. Tendrías que haberlo visto en esta cocina, mi espacio privado. Picando remolachas. Estas encimeras no son de mi altura. Bueno, no las hicieron para mí sino para tu madre, por supuesto. Puso perdida la madera de las encimeras, se puede ver, ahí, ahí…
No, esas…
Mira, por ahí, y ahí, y ahí, ahí, ah, esa bestia inmunda.
Ella soltó la cuchara y apoyó la mano en la encimera; se puso a palpar la madera.
Tu madre podía pasarse el día removiendo y no suspirar más de lo normal en ella.
Trabaja bien. Es un manitas.
Oh, estoy segura de que Matthew no se arrepiente de nada. Es un manitas.
Ella soltó el cuenco de golpe.
Aunque menudo idiota es bailando al son que le marcáis vosotros dos.
Mat le paga como es debido, y al fin y al cabo ya es mayorcito.
Uy. Es enorme. Le da para hacerse cargo de sus hijos, ¿no? ¿Y también de su mujer? Ella debe de estar ahorrando una barbaridad. ¿Cuánto te debe?
Me paga, me paga.
Caray. Por supuesto que te paga. Es lo que, si no fuese yo una señora con educación, llamaría un pobre cabrón estúpido, un pobre cabrón estúpido.
Bueno, Lucy, eso es cierto, eres una señora.
Ella lo miró con aspereza.
Más de lo que eres tú un hombre decente, dijo ella.
Entonces ella se echó a llorar y dio la espalda a la encimera para sonarse la nariz.
El doctor Orcutt, pensó Henry. Lo odio. Desliza los dientes por la barba y los ojos le bizquean.
Aparta de la puerta. ¿Me estás oyendo? ¿Henry? Cuando estuvo aquí se me quedaba mirando igual que un búho.
Deberías peinarte.
Era una indecencia, cómo me miraba. Me miraba. No es más que un animal. Peludo como un oso. La cabeza le gira por completo.
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