—La primera traición jamás se olvida —replicó mordaz, cogiendo su mano y alejándola sin delicadeza.
—Tenía diecisiete años, reconozco que era inmadura, pero tú parece que sigues siéndolo.
Jared apretó los dientes, rehusando hacer memoria del pasado. De su perfidia. Del dolor. Del día en que cuando más necesitado se encontraba, la chica que pensaba que era su alma gemela, le había dado la espalda sin mirar atrás.
—¿Qué haces aquí?
Íria encogió los hombros y se apartó con el dedo índice un mechón que se había atrevido a escapar de su elaborado moño estilo desaliñado-pero-se-ve-perfecto, y que ahora le acariciaba la mejilla. Jared observó que mantenía el color de su pelo original, más negro que las plumas de un cuervo, aunque ella lo había odiado siempre por ser herencia de su padre.
—He vuelto —anunció, pareciendo muy complacida.
La sentencia cayó como plomo en los zapatos de Jared.
—¿Cómo que has vuelto? —ladró, perdiendo los estribos—. Odias este pueblo.
—Nooop. —Íria sonrió, y a él le quedó claro que estaba encantada con su reacción—. Pensaba que lo odiaba. Pero después de ver casi todo el mundo, me di cuenta de que es mi hogar. Desperté hace tres días con la seguridad de que debía regresar. Que es el sitio en que voy a pasar el resto de mi vida. Curiosamente, el mismo día recibí una oferta de trabajo, ¿averigua dónde? Sí, justo aquí —le informó—. Está claro que es el destino.
Jared casi puso los ojos en blanco. Ella y sus ideas fijas.
—¡Qué suerte la mía! Mentiría si te deseara ser feliz. Así que haz lo que quieras. Como siempre.
—¿Te invito a un café? —preguntó Íria, pasando una vez más de su comentario.
Jared tenía la confirmación de que ella no tenía problemas de vista, no obstante, empezaba a dudar del funcionamiento de sus oídos. Meneó la cabeza, pero no llegó a abrir la boca, ya que Íria se le adelantó.
—Qué casualidad, ¿no te parece? Que nos encontremos enseguida. Llegué anoche —continuó parloteando como si se tratara de un encuentro placentero—. Ni he deshecho el equipaje.
—¡Para! —Jared levantó las manos para tener toda su atención—. No me importa cuándo llegaste, ni qué planeas hacer, tampoco tengo la intención de tomar café contigo o cualquier otra cosa. De hecho, este pueblo ha sido pequeño antes de que aparecieses, y acaba de convertirse en una cárcel. Así que mantente en tu celda, muy, pero muy alejada de mí.
—Lamento darte malas noticias, pero no creo que vaya a poder hacerlo —declaró ella con franqueza, después de aguantar su discurso con cara estoica.
Jared la miró boquiabierto, sin poder creer lo que acababa de escuchar. Sí, habían pasado trece años, pero Íria no había cambiado para nada. Seguía igual de obstinada, sin entender el significado de la palabra «no», mirando solo hacia adelante y manejando cualquier obstáculo que se interponía en su camino como si se tratara de un pasatiempo hasta que consiguiera su objetivo. Encima, odiaba reconocerlo, pero seguía igual de guapa. Incluso más. Se veía… preciosa. Parecía que había aprendido a sacar partido a sus ojos «casi azules», como ella misma había nombrado el color: una mezcla de azul delgado y verde joven, similar a la línea del horizonte en que se unen el mar y el cielo. Su piel, tan blanca que el sol la quemaba enseguida, mantenía el mismo matiz, sin una sola peca.
Alejó la mirada y se riñó por haber observado tantos detalles en cuestión de segundos. Independientes a su voluntad, sus ojos la acosaban como lo habían hecho desde el primer día en que la conoció.
—Entonces lo haré yo —declaró, sabiendo que su sonrisa se veía cruel—. No tendré que esperar mucho tiempo. Lo tuyo es abandonar. Te irás más rápido que una tormenta de verano.
Se dio la vuelta y salió del restaurante, antes de darle la oportunidad de responder. Cerró con fuerza la puerta detrás de su espalda, recordando que se había marchado sin recoger el pedido de tartas para el hotel y sin siquiera llegar a pedir el maldito café.
¡Que coman fruta hoy!, pensó. No tenía la intención de volver dentro mientras ella se encontrara allí.
Contaba con la cafeína de cada mañana para poner su sangre en circulación. Ahora ya no la necesitaba, puesto que esta bullía por sus venas como la lava de un volcán. Meneó la cabeza decepcionado con su control, o su ausencia en este caso, y ofuscado al percatarse que Íria todavía tenía el poder de sacarlo de sus casillas.
***
Trece años atrás
—¡Ay, Dios!
Íria miró desolada todos los libros y los cuadernos esparcidos por el suelo. Levantó la vista y se encontró con un par de ojos oscuros que la observaban sin ninguna expresión. Siguió con la inspección, evaluando con rapidez al ser tremendamente alto para sus diecisiete años. Llevaba vaqueros desgastados y una camiseta blanca con el cuello en pico que dejaba ver una cadena de la cual colgaba un anillo. Tenía el pelo del color de las cáscaras de nuez, ondulado sobre la línea de las orejas y en la nuca, con mechones rebeldes sobre la frente.
—Vamos. —El chico fue empujado por otro y dio un paso hacia adelante. No alejó su mirada ni un instante, y recibió un segundo empujón que tuvo el mismo efecto nulo—. Vamos, tío. Sabes que la profe de química es una arpía. Un minuto tarde y tendremos que repetir la tabla de los elementos cien veces —se quejó el otro.
Íria no le dedicó ni una mirada. Por alguna razón no podía despegar sus ojos del joven contra el que se había chocado, hasta que sintió un codazo en las costillas. Liza, su amiga, pidió su atención.
—Íria, llegamos tarde —dijo y se arrodilló para ayudarla a recoger los libros.
—Sí, claro. —Como si acabara de salir de un trance, Íria pestañeó varias veces y agachó la cabeza. Se inclinó para asistir a Liza, cogió un cuaderno, pero no pudo evitar fijarse una última vez.
Los dos jóvenes se alejaban, sin hacer ademán de ayudarlas. En ese momento él retorció el cuello y sus miradas colisionaron como lo habían hecho sus cuerpos antes. Íria se estremeció sin razón aparente y fue la primera en retroceder, eligiendo un paisaje más seguro: el suelo.
—Ni siquiera intentó ayudarme —se quejó.
—¿Jared? —comentó Liza—. No lo esperes. De hecho, deberías estar contenta de que no lo hizo.
—¿Por qué? —preguntó Íria, extrañándose por las palabras de su amiga.
Se levantaron las dos con los libros en los brazos, encaminándose hacia la clase. Pudo ver que Liza hizo una mueca desagradable.
—Jared es… Jared. Es mejor que te quedes lo más lejos posible de él.
—¿Qué le pasa? ¿Tiene alguna enfermedad incurable?
—Sí. De hecho tiene más de una: es engreído, vanidoso, prefiere mantenerse al margen de todos, tiene preocupaciones clandestinas, y un aura oscura.
—Lo haces parecer atractivo —rio, sin entender aún el problema.
—Íria, eres nueva en el instituto. En mi calidad de guía, te recomiendo escuchar y hacer caso a mis recomendaciones. Ninguna chica se interesa por Jared. Al menos, ninguna que quiere seguir con su reputación. El único que se atreve a ser su amigo es Cedric que es su perro faldero. Aunque sea el más rico del pueblo y sus fiestas las más anheladas, todos se mantienen alejados de él y de su personalidad… volátil.
—No creo que lo entienda. Vais a sus fiestas ¿pero no lo consideráis amigo?
—Es difícil de explicar. Es como si fuera el presidente de un estado. Lo sigues porque lo ordena, pero a veces te gustaría no hacerlo.
—¿Por qué?
—Ay… —Liza puso los ojos en blanco, dejándole claro que sus preguntas la fastidiaban—. Porque así se hace desde el tercer ciclo de primaria. Es más fácil hacerlo que aguantar una de sus explosiones de furia.
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