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Robert Silverberg: Obsesión espacial

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Robert Silverberg Obsesión espacial

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A causa de la Contracción de Fitzgerald, el viajero del espacio no podía volver a vivir normalmente en la Tierra. Sus viajes duraban años terrestre pero, para los tripulantes de las naves sólo significaban semanas. Cuando regresaban a la Tierra, todo era diferente. Tuvieron que fundar una comunidad de hombres del espacio y convertir sus naves en su único hogar. Sin embargo, no todos los astronautas estaban satisfechos de su existencia. A Allan Donell le gustaba el espacio y era feliz en su nave, pero su hermano gemelo, Steve, había desertado. El hecho había ocurrido pocas semanas antes, pero ahora Steve, ya tendría veintiséis años y Allan sólo diecisiete. Eso preocupó a Allan. Quería recuperar a su hermano y encontrar el secreto de la Hiperpropulsi6n de Cavour que, sin duda, estaba escondido en alguna parte de la Tierra y que permitiría al hombre llegar a las estrellas en poquísimo tiempo y eliminaría las diferencias entre el hombre del espacio y el de la Tierra. Por eso también abandonó la nave. Su hermano y la Hiperpropulsión de Cavour se convirtieron en una obsesión y su búsqueda se convirtió en una terrible aventura en lo que para él, era hostil escenario: la Tierra.

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Robert Silverberg

Obsesión espacial

PROLOGO

El sistema de propulsión Lexman fue solamente el segundo logro teórico más importante conseguido en los años emocionantes de los albores de la Era del Espacio; no obstante, cambió toda la Historia de la Humanidad y alteró para siempre la pauta de la evolución sociocultural de la Tierra.

Y pese a ello no fue sino el segundo descubrimiento más importante.

Está fuera de duda que, en toda valoración histórica, hubiese ocupado el primer lugar la Hiperpropulsión de Cavour, si esta forma de navegación hubiese llegado a hacerse de uso práctico. La de Lexman permite a los hombres llegar en cosa de cuatro años y medio a Alfa del Centauro, la estrella más próxima a los planetas habitables. La Hiperpropulsión de Cavour, de haber existido realmente, hubiese hecho virtual e instantáneamente accesible la Alfa del Centauro.

Sólo que James Hudson Cavour fue uno de esos hombres trágicos cuya individualidad niega el valor de sus obras; un solitario, un soñador, un obstinado, un chiflado en suma que se alejó de la Humanidad para perfeccionar la navegación hiperespacial y que de vez en cuando hacía saber que estaba a punto de alcanzar el éxito.

En el año 2570 un enigmático comunicado final dijo a unos pocos que Cavour había triunfado en su empeño o iba a triunfar en breve; otros, menos crédulos, vieron en este último mensaje del astronauta la extravagante jactancia de un demente. Poco importa qué interpretación se dio al contenido del comunicado. De James Hudson Cavour no se volvió a saber más.

Un puñado de apasionados siguió creyendo que había superado la velocidad de la luz y conseguido dar al género humano los medios de arribar en un instante a las estrellas. Se rieron de ellos tanto como de Cavour. Y las estrellas seguían lejanas…

Seguían distantes, pero se podía llegar hasta ellas. Se encargó de demostrarlo el sistema Lexman.

Lexman y sus compañeros habían resuelto el problema de la navegación iónica en 2337, tras algunas décadas de investigaciones y experimentos. Podía el hombre alcanzar, más sin excederlo, el límite teórico de la velocidad del universo: la velocidad de la luz.

Las naves impulsadas por las máquinas inventadas por Lexman podían viajar a velocidades ligeramente menores que la máxima velocidad de 300.000 kilómetros por segundo. El hombre podía tocar ya con la mano las estrellas.

El viaje era largo. Aun a velocidades tan fantásticas como la de la nave de Lexman, se tardaba nueve años en llegar a la más cercana de las estrellas, hacer parada en ella y regresar; doscientos quince años se necesitaban para ir a una estrella tan lejana como Bellatrix, y otros tantos para volver. Esto suponía un adelantosi se tiene en cuenta lo relativamente difícil que resultaba navegar por el espacio en las máquinas que se conocían entonces —, pues un viaje de la Tierra a Plutón duraba muchos meses, y era casi increíble que se pudiera efectuar uno a las estrellas.

El sistema propulsor de Lexman operó muchos cambios: dio las estrellas a los hombres; trajo a la Tierra seres, productos e idiomas extraños.

Pero Cavour no supo prever que había que luchar con un factor necesario que estaba incluido en la navegación interestelar a velocidad menor que la de la luz: la Contracción de Fitzgerald.

A bordo de las grandes astronaves que atravesaban el vacío se contraía el tiempo; los nueve años que se invertían en ir a Alfa del Centauro, y volver, parecían durar solamente seis semanas para los tripulantes, gracias a los raros efectos matemáticos de la navegación interestelar a grandes, aunque no infinitas, velocidades.

Los resultados fueron muy singulares, trágicos en algunos casos. La tripulación, que sólo había estado ausente seis semanas, se encontraba al regresar a la Tierra con que ésta había envejecido nueve años. Habían cambiado las costumbres, se hablaba un lenguaje lleno de vulgarismos y difícil de entender.

Fue inevitable la fundación de una hermandad de moradores del espacio, de hombres que se pasaban la vida cruzando como relámpagos por entre los soles del universo y que poco o nada tenían que ver con los que habían dejado atrás y poblaban el planeta Tierra. Separados por las inexorables matemáticas de la Contracción de Fitzgerald, llegaron a mirarse los unos a los otros con la aversión más enconada.

Corría el tiempo, pasaban los siglos, y las mudanzas operadas como consecuencia del invento de Lexman hacíanse más notorias. Sólo navegando por el espacio a mayor velocidad que la luz se podría salvar el abismo, cada vez más ancho, que existía entre los habitantes de la Tierra y los del Espacio. Y navegar a mayor velocidad que la luz seguía siendo un sueño tan irrealizable como lo había sido en el tiempo de James Hudson Cavour.

Dinámica Sociocultural Leonid Hallman Londres, año 3876.

Capítulo primero

Aquella mañana, para avisar que era la hora de levantarse, sonó el gongo cuatro veces; cuatro notas profundas, fuertes, claras. Todos los tripulantes de la gran astronave Valhalla saltaron de las literas, para empezar otro día. Había viajado la nave en silencio a través de la noche sin fin del espacio, mientras ellos dormían, acercándoles cada vez más al mundo-madre, la Tierra. La Valhalla regresaba de un viaje a Alfa del Centauro.

Un hombre, entre los restantes que iban a bordo, no había esperado a oír el aviso. Para Alan Donnell el día había comenzado muchas horas antes. Desazonado por no poder conciliar el sueño, había salido sin hacer ruido de la cámara situada en la parte delantera, donde se alojaban los tripulantes solteros, para encaminarse hacia donde estaba la mejor pantalla televisora, y contemplar en ella el verde planeta que poquito a poco se iba haciendo mayor.

Quedóse de pie, con los brazos cruzados. Era un joven de elevada estatura, pelirrojo, algo delgado, y tenía las piernas muy largas. Cumplía ese día diecisiete años.

Alan manipuló los excelentes mandos del aparato para ver mejor la imagen de la Tierra sobre la pantalla. Intentaba distinguir los continentes que había en el planeta cercano y luchaba por traer a su memoria la historia de la Edad Antigua, tal como se la habían enseñado. Pensaba que no se mostraría orgulloso de él su profesor Henrich.

«Eso que está ahí abajo es Sudamérica —se dijo muy convencido luego de haber desechado la idea de que podía ser África. Tenían casi la misma forma, y resultaba más que difícil recordar cómo eran los continentes de la Tierra, habiendo tantos otros mundos—. Pero eso es Sudamérica. Y eso que está encima de ella, la América del Norte, la tierra en que yo nací.»

Las cuatro llamadas que daba el gongo a las ocho de la mañana advertían a Alan: «¡Es la hora de abandonar el lecho!» La astronave principió a dar señales de vida.

Se disponía Alan a ajustar el mecanismo de su reloj calendario para que comenzara a marcar el nuevo día cuando una mano dura le asió con fuerza del hombro.

—Buenos días, hijo.

Volviendo la cabeza, Alan vio detrás de él a su padre, un hombre alto y delgado. Su progenitor era el capitán de la Valhalla.

—Buenos días, capitán.

El capitán Donnell miró a su vástago con curiosidad y le dijo:

—Sé que hace rato que estás levantado, Alan. ¿Te pasa algo?

—Nada —respondió el joven—. No podía dormir.

—Pareces preocupado.

—Pues no lo estoy, papá — mintió Alan, que, para disimular su turbación, se puso a ajustar el mecanismo del reloj calendario que tenía en la mano, a fin de corregir la indicación de Año 16-día 365 por la de Año 17-día 1.

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