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Robert Silverberg: Obsesión espacial

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Robert Silverberg Obsesión espacial

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A causa de la Contracción de Fitzgerald, el viajero del espacio no podía volver a vivir normalmente en la Tierra. Sus viajes duraban años terrestre pero, para los tripulantes de las naves sólo significaban semanas. Cuando regresaban a la Tierra, todo era diferente. Tuvieron que fundar una comunidad de hombres del espacio y convertir sus naves en su único hogar. Sin embargo, no todos los astronautas estaban satisfechos de su existencia. A Allan Donell le gustaba el espacio y era feliz en su nave, pero su hermano gemelo, Steve, había desertado. El hecho había ocurrido pocas semanas antes, pero ahora Steve, ya tendría veintiséis años y Allan sólo diecisiete. Eso preocupó a Allan. Quería recuperar a su hermano y encontrar el secreto de la Hiperpropulsi6n de Cavour que, sin duda, estaba escondido en alguna parte de la Tierra y que permitiría al hombre llegar a las estrellas en poquísimo tiempo y eliminaría las diferencias entre el hombre del espacio y el de la Tierra. Por eso también abandonó la nave. Su hermano y la Hiperpropulsión de Cavour se convirtieron en una obsesión y su búsqueda se convirtió en una terrible aventura en lo que para él, era hostil escenario: la Tierra.

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Rata era natural de Bellatrix VII, un mundo tan grande como la Tierra que gira en torno de la brillante estrella de la constelación de Orión. Pertenecía a una de las tres razas inteligentes que poblaban ese planeta junto con una reducida colonia de terrestres.

Poco tiempo antes de nacer Alan, la Valhalla hizo un viaje a Bellatrix, que dista de la Tierra 215 años de luz. El capitán Donnell supo ganar la amistad de ese ser tan pequeño y se lo llevó en la nave al regresar a la Tierra.

Rata fue la mascota del capitán hasta que éste se lo regaló a su hijo Alan el día en que el niño cumplió diez años. Rata no se llevó nunca bien con Steve, quien se peleó más de una vez con su hermano Alan por los celos que le tenía al animalito.

Le cuadraba bien el nombre de Rata. Se parecía bastante a un roedor, con el pelo color de púrpura tirando a azul, unos ojillos vivarachos que semejaban abalorios, un rabo escamoso y retorcido. Pero hablaba el idioma terrestre bien y claramente. Y era, además de inteligente, amable y fiel.

Comían en silencio. Alan ya había ingerido la mitad de su preparado de proteínas, cuando Art Kandin se dejó caer en el banco de enfrente. El primer oficial de la Valhalla era un hombrón de cara ancha y maciza. Por decirlo así, hacía el difícil trabajo de traducir el lenguaje conciso y sibilino con que daba sus órdenes para el gobierno de la astronave el padre de Alan, convirtiéndolo en las maniobras adecuadas para cada momento.

—Buenos días y felicidades, Alan.

—Gracias, Art. ¿Cómo es que se le ocurre gandulear a esta hora? Hoy suponía que iba a trabajar más que un zapador marciano. Si esta usted aquí, ¿quién se encarga de determinar la órbita de aterrizaje?

—Ya está hecho eso —respondió jubiloso Kandin—. Tu padre y yo hemos estado toda la noche trabajando! en ello.

Cogió a Rata y se puso a hacerle cosquillas con el dedo índice. Rata agradeció la caricia dándole un mordisquito, sin hacerle daño, con sus afilados dientes.

—Aprovecho la mañana para descansar —continuó Kandin—. No te puedes imaginar lo bien que se está sin hacer nada mientras los demás trabajan, para variar.

—¿A qué hora es el aterrizaje?

—A las 17,53 en punto de esta noche. Así se ha dispuesto. Estamos ahora en la órbita de aterrizaje. Aterrizaremos esta noche e iremos al Recinto mañana. —Kandin miró a Alan como si sospechara de algo y preguntó al muchacho—: ¿Piensas quedarte en el Recinto?

Alan dejó el tenedor que produjo un sonido metálico y clavó su mirada en el rostro del primer oficial.

—¡Qué tonterías se le ocurren a usted! ¿Cree que soy como mi hermano?

—Es muy natural que tema eso —repuso Kandin sin inmutarse—, si me pongo a pensar que otro hijo del capitán lo ha hecho. Tú no sabes lo que sufrió tu padre cuando se marchó Steve. Disimuló y calló, pero yo sé que fue un golpe muy duro para él. Quedó muy malparada su autoridad de padre, y eso fue lo que más le trastornó. No es hombre que esté acostumbrado a tolerar tales cosas.

—Lo sé. Él manda aquí, y todos le obedecen sin rechistar. No le cabe en la cabeza que nadie pueda desobedecerle, y menos que nadie su hijo.

—Supongo que tú no irás a…

Alan no le dejó acabar la frase.

No necesito consejos, Art. Sé lo que está bien y lo que está mal. Dígame la verdad. ¿Le ha pedido mi padre que me sonsaque?

Kandin se puso colorado y bajó la vista.

—Lo siento, Alan. No creas que…

Guardaron silencio. Alan volvió a ocuparse del almuerzo mientras Kandin, pensativo, dirigía la mirada a lo lejos.

—Te diré que me ha dado mucho que pensar Steve —dijo finalmente el primer oficial—. Me parece que ya no debes llamarle tu hermano gemelo. Es esto una de las sutilezas, uno de los caprichos más raros que hasta ahora ha tenido la navegación interestelar.

—He meditado sobre ello —replicó Alan—. Él tiene veintiséis años, yo diecisiete, y nos creíamos mellizos. Pero la Contracción de Fitzgerald crea estas situaciones tan paradójicas.

—Es mucha verdad, chico. Bueno, bueno. Llegó la hora de tomarme el breve descanso que apetezco.

Kandin dio una palmadita en la espalda a Alan, sacó sus largas piernas de debajo del banco y se fue.

Hablando para sí, repitió Alan lo de que la Contracción de Fitzgerald crea situaciones paradójicas. Y esto fue en tanto masticaba a conciencia los últimos bocados y se ponía a la cola para meter los platos en la boca abierta de la especie de tolva que los llevaba abajo para que los lavaran los limpiadores moleculares. ¡Cosas verdaderamente paradójicas eran éstas!

El joven trató de imaginarse cómo sería Steve con nueve años más encima. No lo consiguió.

Cuando la velocidad se acerca a la de la luz, el tiempo se acerca a cero.

Ésta era la clave del universo. El tiempo se acerca a cero. La tripulación de una astronave que fuese de la Tierra a Alfa del Centauro a una velocidad muy próxima a la de la luz no se daría apenas cuenta del paso del tiempo durante el viaje.

Empero, era imposible por el momento alcanzar la velocidad de la luz. Las grandes astronaves podían acercarse mucho a ella; y cuanto más se acercasen, más grande sería la contracción del tiempo a bordo de la nave.

Todo se refería a la relatividad. El tiempo es relativo para el observador.

Luego era posible navegar entre las estrellas. Sin la Contracción de Fitzgerald, la tripulación de una nave espacial envejecería cinco años en el viaje a Alfa C; ocho, si iba a Sirio, y diez, a Proción. Transcurrirían más de dos siglos en el viaje a estrella tan lejana como Bellatrix.

Gracias a los efectos de la contracción, Alfa C quedaba a la distancia de tres semanas, y Sirio a la de mes y medio. La misma Bellatrix estaba a pocos años de distancia. Claro está que, cuando la tripulación regresase a la Tierra, encontraría las cosas completamente cambiadas. Pasaban los años por la Tierra y la vida seguía adelante.

La Valhalla se hallaba nuevamente en la Tierra, y en ella permanecería poco tiempo. En la Tierra los habitantes de las estrellas se congregaban en los Recintos, que son ciudades dentro de otras ciudades que crecen junto a cada astropuerto. Esos hombres se mezclaban allí en una sociedad constituida por ellos y para ellos, sin intentar penetrar en el desconcertante mundo que estaba fuera de los recintos.

Alguna vez se separaba de ellos un morador del espacio. Le dejaba atrás su nave y él se hacía terrícola. Eso había hecho Steve Donnell.

La Contracción de Fitzgerald tiene efectos paradójicos. Pensaba Alan en el hermano que hacía pocas semanas había visto joven y risueño, en el hermano gemelo en todo idéntico a él, y se preguntaba qué cambios habrían operado en Steve los nueve años que éste tenía más que él.

Capítulo II

Alan metió los platos en la tolva y salió del comedor en seguida. Tenía que ir a la Sala Central de Mandos, pieza larga y ancha que era el centro nervioso de las actividades de la nave, así como el Salón de Recreo, al que podían asistir todos; era, para la tripulación, el centro en que podían cultivar el trato social los que estaban francos de servicio.

En la gran pizarra de avisos estaban escritos con yeso los de nombres los tripulantes que habían de hacer las faenas del día. Alan buscó el suyo.

—Hoy te toca trabajar conmigo, Alan — dijo una voz reposada.

Volvióse el mozo al oír aquella voz y vio a Dan Kelleher, jefe de almacén, hombre bajito y de pocas carnes. Alan arrugó el entrecejo y dijo con forzosa resignación:

—Vamos a estar envasando hasta la noche.

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