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Robert Silverberg: Obsesión espacial

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Robert Silverberg Obsesión espacial

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A causa de la Contracción de Fitzgerald, el viajero del espacio no podía volver a vivir normalmente en la Tierra. Sus viajes duraban años terrestre pero, para los tripulantes de las naves sólo significaban semanas. Cuando regresaban a la Tierra, todo era diferente. Tuvieron que fundar una comunidad de hombres del espacio y convertir sus naves en su único hogar. Sin embargo, no todos los astronautas estaban satisfechos de su existencia. A Allan Donell le gustaba el espacio y era feliz en su nave, pero su hermano gemelo, Steve, había desertado. El hecho había ocurrido pocas semanas antes, pero ahora Steve, ya tendría veintiséis años y Allan sólo diecisiete. Eso preocupó a Allan. Quería recuperar a su hermano y encontrar el secreto de la Hiperpropulsi6n de Cavour que, sin duda, estaba escondido en alguna parte de la Tierra y que permitiría al hombre llegar a las estrellas en poquísimo tiempo y eliminaría las diferencias entre el hombre del espacio y el de la Tierra. Por eso también abandonó la nave. Su hermano y la Hiperpropulsión de Cavour se convirtieron en una obsesión y su búsqueda se convirtió en una terrible aventura en lo que para él, era hostil escenario: la Tierra.

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—Firme para ti, quizá —replicó Rata —. Para mí, que voy en tu hombro, se balancea más que la nave.

El capitán Donnell tocó el pito, se llevó luego las manos a la boca y gritó:

—¡Ya están aquí los helicópteros!

Alan se puso a mirar la escuadrilla de helicópteros pintados de gris, que descendían con los rotores girando cada vez más lentamente. El chico echó a andar con sus demás compañeros. Los helicópteros los transportarían desde el campo de aterrizaje del astropuerto al Recinto, donde pasarían seis días.

El capitán vigilaba cómo entraban los hombres en los helicópteros. Alan se acercó a su padre.

—¿En cuál vas tú, hijo?

—Me han mandado que vaya en el número uno.

—He dado contraorden.

El capitán, luego de decir esto, se volvió hacia los tripulantes y dijo:

—No os paréis. Ocupad el helicóptero número uno.

Los hombres obedecieron.

—¿Está lleno ya? — preguntó el capitán.

Contestaron afirmativamente. El aparato empezó a gruñir y los rotores a girar; se elevó, se mantuvo en equilibrio por un momento y luego voló en dirección norte, hacia el Recinto.

—¿Por qué has dado contraorden, papá?

—Porque quiero que vengas conmigo en un helicóptero biplaza. Kandin ocupa tu puesto en el número uno.

Ordenó luego el capitán:

—¡Ocupad el número dos!

Los hombres lo hicieron así. Un momento después hacía señas el piloto de que el helicóptero estaba lleno. Partió el aparato. Alan, viendo que él saldría el último, quiso aprovechar el tiempo y se ocupó en impedir que se alejaran los niños de los tripulantes.

Ya no quedaban en el campo más que Alan y su padre. Tenían detrás de ellos el pequeño helicóptero de dos plazas y la gigantesca y brillante Valhalla.

—Vámonos ya — dijo el capitán.

Subieron al aparato. Alan se ató con la correa en el asiento del copiloto; su padre se sentó detrás de los mandos.

—No te he visto mucho estos últimos días —dijo el capitán cuando ya habían tomado altura—. Para gobernar la Valhalla son pocas las veinticuatro horas del día.

—Sí, papá; lo sé.

Al cabo de un rato el capitán Donnell preguntó, burlón:

—¿No has renunciado todavía a la idea de descubrir la hiperpropulsión? Sé que sigues leyendo el libro de Cavour.

—Tú sabes que no, padre. Tengo la certeza de que Cavour lo consiguió, antes de desaparecer. Si se llegase a encontrar su cuaderno de apuntes, o una carta que nos pusiera sobre la buena pista…

—Han pasado mil trescientos años desde su desaparición, Alan. Si en todo ese tiempo no se han encontrado documentos suyos, ya nunca se encontrarán. Pero supongo que tú no cejarás en tu empeño.

El capitán dio inclinación lateral al helicóptero, los rotores se pusieron a girar y el aparato empezó a descender suavemente en dirección al lejano campo de aterrizaje.

Alan miró hacia abajo, el grupo de edificios que empezaba a hacerse visible. Se diría que el Recinto que allí tenían los moradores de las estrellas era como un paño acolchado hecho de edificios anticuados y viejos y chapuceramente construidos.

Le causaban sorpresa a Alan las palabras de su progenitor. El capitán nunca había mostrado interés por la posibilidad de la navegación a mayor velocidad que la de la luz. Eso le parecía pura fantasía.

—No te comprendo, papá. ¿Por qué dices que no cejaré? Si algún día encuentro lo que busco, eso significará el fin del estilo de vida que llevamos ahora los moradores de las estrellas. La navegación entre los planetas será instantánea. Nadie se querrá marchar. No estaremos separados largo tiempo de las personas que conocemos.

—Tienes razón. Eso de la hiperpropulsión me está ahora haciendo meditar mucho y profundamente. No habría efectos de contracción. ¡Figúrate los cambios que ello operaría en nuestro estilo de vida! No; no habría ya separaciones largas, si alguno abandonaba la nave por algún tiempo.

Alan adivinó el estado de espíritu de su padre. Veía el motivo que tenía el autor de sus días para interesarse por la hiperpropulsión.

«Se acuerda de Steve —pensaba el joven—. Si tuviéramos ya la navegación hiperespacial, no tendría importancia lo que ha hecho mi hermano. Steve y yo tendríamos la misma edad.»

El próximo viaje de la Valhalla era para Proción. Tardaría otros veinte años en regresar, y Steve tendría entonces casi cincuenta.

Pensaba Alan que eso era lo que atormentaba la mente de su padre. Daba el capitán por perdido para siempre a su hijo Steve. Y no quería que se repitiera el caso de éste. «Y ahora desea que venga la hiperpropulsión tanto como yo», opinaba el muchacho.

Alan admiró la erguida figura de su padre al descender del helicóptero. Mientras caminaban hacia el edificio en que estaba la Administración del Recinto iba pensando el joven en el mucho trabajo que le habría costado a su padre el ocultar la pena que le roía el alma, tras aquella hermosa fachada que era su cuerpo.

«Por él, tanto como por mí, he de saber algún día en qué consiste la hiperpropulsión de Cavour», se dijo Alan.

Los grotescos edificios del Recinto aparecían delante de él. Detrás de éstos, visibles a la purpúrea claridad crepuscular, estaban las altas y brillantes torres de aquella ciudad de la Tierra. Probablemente, en alguna parte de la ciudad vivía Steve. —También encontraré a mi hermano.

Cuando llegaron al Recinto Alan y su padre, ya habían dado alojamiento a muchos de los individuos de la tripulación del Valhalla en la zona de cuarentena.

El funcionario encargado de los alojamientos dio a Alan el número de su habitación. Era aquél un viejo de expresión aburrida en su ajada cara, quizás un astronauta que se había retirado del servicio.

La habitación era un cuarto muy reducido que contenía una inmensa y vieja silla neumática —desinflada quién sabe cuánto tiempo ha— un catre y un lavabo. Las paredes estaban pintadas de verde — de un verde que debió ser oscuro en algún tiempo, pero que estaba ya descolorido; tenían no pocos desconchones, en uno de ellos había grabado con un cortaplumas, en letras muy grandes: BILL DANSERT DURMIÓ AQUÍ el 28 de junio de 2683.

Preguntóse Alan cuántos ocupantes había tenido aquella pieza antes y después de Bill Dansert, si este Bill Dansert estaría vivo aún y navegando por entre las estrellas al cabo de doce siglos de haber grabado su nombre en la pared.

Se dejó caer en la silla neumática y se aflojó la chaqueta de su uniforme.

—No hay mucho lujo ni comodidades aquí —dijo a Rata —; pero por lo menos es una habitación, un sitio que puede habitarse.

Los médicos se presentaron al anochecer, para ver si los recién llegados venían con alguna enfermedad contagiosa. Les habían dicho a los tripulantes de la Valhalla que no sería levantada la cuarentena hasta después de haber sido reconocidos todos ellos. Era un trabajo lento que duraría hasta la mañana siguiente.

—Es una medida de precaución —dijo el galeno, como disculpándose, al entrar en el cuarto de Alan, con la cabeza metida en el casco espacial—. Estamos muy escarmentados con lo que pasó cuando vinieron de Altair aquellos navegantes portadores de una enfermedad desconocida.

El médico sacó una pequeña cámara y enfocó con ella a Alan. Apretó un botón y salió de la máquina como un zumbido raro. Alan notó un calor no menos raro en su cuerpo.

—Perdone la molestia, pero he de cumplir con mi obligación — dijo de nuevo el doctor en son de disculpa.

Accionó una palanca que tenía en su parte posterior la cámara. Inmediatamente cesaron los zumbidos de la maquina, y por uno de los lados de ésta fue saliendo, desenrollándose, una cinta. El médico la examinó.

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