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Robert Silverberg: Obsesión espacial

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Robert Silverberg Obsesión espacial

Obsesión espacial: краткое содержание, описание и аннотация

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A causa de la Contracción de Fitzgerald, el viajero del espacio no podía volver a vivir normalmente en la Tierra. Sus viajes duraban años terrestre pero, para los tripulantes de las naves sólo significaban semanas. Cuando regresaban a la Tierra, todo era diferente. Tuvieron que fundar una comunidad de hombres del espacio y convertir sus naves en su único hogar. Sin embargo, no todos los astronautas estaban satisfechos de su existencia. A Allan Donell le gustaba el espacio y era feliz en su nave, pero su hermano gemelo, Steve, había desertado. El hecho había ocurrido pocas semanas antes, pero ahora Steve, ya tendría veintiséis años y Allan sólo diecisiete. Eso preocupó a Allan. Quería recuperar a su hermano y encontrar el secreto de la Hiperpropulsi6n de Cavour que, sin duda, estaba escondido en alguna parte de la Tierra y que permitiría al hombre llegar a las estrellas en poquísimo tiempo y eliminaría las diferencias entre el hombre del espacio y el de la Tierra. Por eso también abandonó la nave. Su hermano y la Hiperpropulsión de Cavour se convirtieron en una obsesión y su búsqueda se convirtió en una terrible aventura en lo que para él, era hostil escenario: la Tierra.

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—Hoy es tu cumpleaños, ¿verdad? —le dijo su padre—. ¡Te deseo que pases un día feliz!

—Gracias, papá. Me será muy agradable el pasar el día de mi cumpleaños en la Tierra.

—Siempre da alegría volver al sitio en que hemos nacido, aunque tengamos que abandonarlo de nuevo al poco tiempo. Será la primera vez que celebras tu cumpleaños en tu mundo natal; la primera en trescientos años, Alan.

Sonrió el joven y pensó que no podía ser que hubiesen transcurrido trescientos años. Respondió en voz alta:

—Tú sabes que eso no es cierto, papá. No tengo trescientos años, sino sólo diecisiete.

Alan miró de nuevo el globo verde de la Tierra, que giraba lentamente.

—Donde fueres, haz lo que vieres —replicó el capitán—. Así dice un viejo proverbio de ese planeta. En el Registro Civil consta que naciste en el año 3576, si la memoria no me es infiel. Si le preguntas a cualquier terrícola en qué año estamos, te contestará que en el año 3876. Desde 3576 a 3876 han pasado trescientos años, ¿no es eso? — y sus ojos brillaban al decir esto.

—No te burles de mí, papá —. Y mostrando su reloj calendario, añadió Alan: —Nada importa lo que dice ese Registro. Esto, mi reloj, dice: Año 17-día 1. Por él me guío yo. ¿Le importa a alguien saber qué año es en la Tierra? ¡Mi mundo es éste !

—Lo sé, Alan.

Juntos se apartaron de la pantalla.

—Te he gastado una broma, hijo. Pero te tendrás que enfrentar con este hecho si abandonas el recinto de los astronautas, como hizo tu hermano.

Alan frunció el ceño, y sintió un escalofrío. Le molestaba que se tocase el tema de su hermano.

—¿Crees que Steve volverá, esta vez? ¿Nos quedaremos lo bastante para darle tiempo a que vuelva?

El rostro del capitán Donnell expresó la tristeza que embargaba su ánimo. Con voz súbitamente alterada, contestó con aspereza:

—Steve tendrá tiempo de sobras para volver con nosotros, si lo desea, aunque me figuro que no querrá. Y no sé si yo quiero mucho que vuelva.

El capitán se detuvo delante de la hermosa puerta de su cámara, con una mano sobre la placa que accionaba la cerradura. Apretaba los labios.

—Y acuérdate, Alan —dijo—, de que Steve ya no es tu hermano gemelo. Tú tienes diecisiete años, y él va a cumplir veintiséis. Ya no seréis mellizos nunca más. — Y apretando el brazo de su hijo, agregó el capitán cariñosamente —: Lo mejor que puedes hacer es ir a almorzar. Va a ser un día de mucho ajetreo para todos nosotros.

Y Donnell entró en su cámara.

Alan echó a andar a lo largo del ancho corredor que conducía al comedor, situado en el Compartimiento C de la gran astronave. Iba pensando en su hermano. Hacía unas seis semanas que Steve se había fugado, durante la parada anterior que hizo la Valhalla en la Tierra.

En aquella ocasión la Valhalla tenía que permanecer dos días en la Tierra y luego partir para Alfa del Centauro llevando a bordo a un grupo de colonos para Alfa C IV. El horario de una astronave se prepara siempre con mucha anticipación. La Junta de Comercio para la Galaxia suele tomarse décadas de tiempo terrestre para la inscripción de peticiones de pasaje.

Faltaba poco para salir la nave. Steve no había vuelto al recinto en que moraban los astronautas durante sus recaladas en la Tierra.

Alan recordaba todo esto como si hubiera sucedido el día anterior. El capitán Donnell pasó lista para cerciorarse de que todos los tripulantes estaban a bordo. Esto era necesario, pues si partía la nave sin alguno de ellos, el pobre quedaría separado de sus amigos y familia para siempre.

Llamó a Donnell, Steve. Viendo que no contestaba, el capitán repitió el nombre dos veces más. Reinaba profundo silencio en la sala en que se hallaba reunida la tripulación.

Lo rompió Alan, diciendo:

—No está aquí, papá. No volverá.

El muchacho hubo de explicar a su padre lo que el díscolo Steve había hecho, y que había intentado inducirle a abandonar también la Valhalla.

Alan también estaba cansado; todos sentían este cansancio en algún momento; pero no era rebelde como su hermano, y no había querido desertar.

Recordaba Alan la dolorosa sorpresa que se dibujó en el rostro del autor de sus días. El capitán Donnell reaccionó inmediatamente y como él solía hacerlo. Movió la cabeza y ordenó a Art Kandin, primer oficial y segundo de a bordo:

—Borre de la lista a Donnell. Los demás están todos. Prepárense para partir.

Una hora después se elevaba la nave. Se dirigía a Alfa del Centauro, que dista de la Tierra cuatro años y medio de luz. Duró el viaje de la Valhalla seis semanas justas.

Durante esas seis semanas habían transcurrido en la Tierra más de nueve años.

Por lo tanto, Alan Donnell tenía diecisiete años y su hermano gemelo, Steve, veintiséis.

—Buenos días, Alan — dijo una voz aguda en el momento en que el joven dejaba a sus espaldas los asideros de la Cubierta de Gravedad 12 y seguía andando hacia el comedor.

Miró asustado y lanzó un bufido de disgusto al ver la persona que le había saludado. Era Judy Collier, una chiquilla delgadita de unos catorce años de edad, cuya familia hacía cosa de cinco años —cinco años según el tiempo de la nave— que formaba parte de la tripulación. Los Collier eran como quien dice unos recién llegados; no obstante, gozaban ya de las simpatías de muchas otras familias, pese a lo difícil que era penetrar en su intimidad.

—¿Vas a comer? — preguntó la niña.

—Sí — respondió Alan con sequedad, sin detenerse.

La chiquilla anduvo un par de pasos detrás de él y le preguntó:

—¿Es tu cumpleaños, hoy?

—Sí, es mi cumpleaños — contestó Alan más secamente aún.

Al joven le cargaba aquella chica. Desde el último viaje a Alfa, la chica se había encaprichado por él y no hacía más que seguirle a todas partes y marearle a preguntas. Alan la desdeñaba, considerándola una niña tonta.

—Muchas felicidades —dijo Judy, soltando una risita—. ¿Me dejas que te dé un beso?

—No. Déjame en paz, si no quieres que llame a Rata para que…

—No me da miedo ese animalito. El mejor día lo aplasto como a un gusano y lo tiro a la basura.

—¿Quién se atreve a llamarme gusano? — dijo desde el suelo una voz fina, chillona, que apenas se podía oír.

Alan miró al suelo y vio a Rata, su compañero, que estaba sentado sobre sus patas traseras junto a Judy, mientras sus ojillos rojos, que parecían dos abalorios, dirigían aviesas miradas al tobillo de la niña.

—Me mordió — se quejó Judy, haciendo como que iba a pisar al animal.

Rata se alejó velozmente, dio un salto y ascendió por los pantalones del uniforme de Alan hasta llegar al hombro de su dueño, donde tenía costumbre de colocarse.

El chasco puso rabiosa a Judy. Asestó a Rata una mirada de furor, pataleó colérica y entró en el comedor. Alan la siguió riendo entre dientes, para sentarse en el banco de los tripulantes de su categoría.

—Gracias, compañero —dijo con dulzura al pequeño ser que tenía en el hombro—. Esa chica se está poniendo muy pesada.

—Lo mismo pienso yo —repuso Rata con su vocecilla de pájaro—. No me ha gustado esa mirada que me ha lanzado. Es capaz de tirarme a la basura después de aplastarme.

—Nada temas. Le costaría caro si lo hiciese, porque yo le haría algo peor a ella.

—Me tranquilizas — dijo Rata en tanto el transportador de correa de plástico llevaba desde la cocina hacia Alan el almuerzo de éste.

Alan se echó a reír y se apoderó con avidez de la humeante bandeja. En un vasito puso un poco de zumo de naranja sintético para Rata.

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