Richard P. Fitzgibbons - Doce hábitos para un matrimonio saludable

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El autor muestra cómo fortalecer el amor en parejas de novios y de casados, detectando y gestionando aquellas debilidades emocionales que suelen generar conflictos.
Así, trata la ira, el egoísmo y el afán de control, la distancia emocional y la ansiedad, la tristeza, la soledad y la infidelidad, la sombra del divorcio, la falta de comunicación y la desconfianza, la reticencia al matrimonio y la falta de conocimiento propio, ofreciendo modos de convertir esos peligros en oportunidades de amar.
El libro está dirigido a solteros, novios, padres, sacerdotes y profesionales de la salud mental. El punto de vista católico servirá también en buena parte a quienes no lo son.

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Las causas del egoísmo

El poderoso tirón del egoísmo lleva a muchos esposos —incluidos los que en el inicio del estado matrimonial fueron cónyuges atentos, cariñosos y delicados— a retraerse de la entrega. Las principales causas de este enemigo del amor son las que siguen.

La cultura del egoísmo

El canto de sirenas del egoísmo ejerce una poderosa influencia en nuestra cultura. Nuestras ansias de placer y de comodidades se ven constantemente alimentadas por los espectáculos y la publicidad, que nos empujan a satisfacer cada uno de nuestros deseos. El egoísmo nos separa de Dios y hace que nos cueste más renunciar a nosotros mismos para amar a nuestro cónyuge y a nuestros hijos. Si no luchamos a diario contra él, nos encerramos inconscientemente en nosotros mismos y cerramos nuestro corazón a los demás. Nuestra capacidad de apreciar y tratar con respeto al cónyuge se debilita y crece nuestra tendencia a controlar al otro para lograr nuestros propios fines.

Una falsa idea de la libertad

En la proliferación del egoísmo entre los matrimonios ha influido poderosamente una noción equivocada de la libertad. Son muchos los que piensan que la libertad está para hacer lo que uno quiere y que no hay que ponerle límites. No obstante, como explica el obispo Karol Wojtyla (futuro papa Juan Pablo II), el fin de la libertad es elegir donarse al otro. Cuando uno decide casarse, limita voluntariamente su libertad para darse plenamente al cónyuge. «La limitación de la libertad podría ser en sí misma algo negativo y desagradable, pero el amor hace que, por el contrario, sea positiva, alegre y creadora. La libertad está hecha para el amor»[9]. Si las parejas entienden que la libertad está al servicio del amor, son capaces de elegir vencer el egoísmo y comprometerse más plenamente con el cónyuge y con los hijos.

El pecado original

Benedicto XVI habla del egoísmo como «la raíz venenosa […] que hace daño a uno mismo y a los demás»[10]. Así es como se refiere al daño causado por el pecado original, el primer pecado cometido por la humanidad, cuando la vanidad y el orgullo de nuestros primeros padres prevalecieron sobre la obediencia a su Creador. La inclinación al egoísmo con la que todos nacemos es constatable por cualquier padre de un hijo pequeño que grita «¡mío!» cuando otro coge el objeto deseado. Hay que esperar a que los niños tengan entre tres años y medio o cuatro para que, con las pacientes correcciones y el buen ejemplo de los padres, estén dispuestos a compartir y a turnarse las cosas. Los adultos, por su parte, solo son capaces de seguir venciendo sus tendencias egoístas con un esfuerzo constante ayudado por la gracia.

La falta de desarrollo del carácter

En las familias, las iglesias y las escuelas, se suele advertir de los graves peligros que entraña el autoamor para el desarrollo de un carácter adecuado. A los católicos se les enseña que esos peligros pueden derivar en el odio a Dios, como avisaba san Agustín. No obstante, la pseudopsicología que lleva décadas difundiendo la autoestima, la educación permisiva y el relativismo moral han convertido en algo habitual la actitud del «primero yo». De ahí que los esposos, llevados por esa autoestima desmedida, se obsesionen con sus deseos y sus objetivos personales sin pensar en los de aquellos a quienes se han comprometido a amar. En muchos casos la obsesión por el cuidado de uno mismo ha reemplazado a la responsabilidad moral de buscar el bien del cónyuge y de los hijos.

La mentalidad anticonceptiva

Hasta los años 60 del siglo pasado, la enseñanza moral de la Iglesia era para los católicos el criterio que les permitía distinguir el bien del mal. Por supuesto que pecaban, pero rara vez afirmaban ser católicos si se oponían a alguna enseñanza fundamental de la Iglesia. No obstante, con la llegada de la revolución sexual, alimentada por la promesa del sexo sin hijos que supuso la píldora para el control de la natalidad, muchos católicos confiaron en que la Iglesia cambiaría su doctrina. Cuando en 1968 la encíclica del papa Pablo VI Humanae vitae sobre la regulación de la natalidad ratificó la enseñanza constante de la Iglesia sobre la inmoralidad del empleo de la anticoncepción, muchos católicos se rebelaron, afirmando que en determinadas circunstancias su conciencia les permitía el empleo de anticonceptivos.

Llevados por un falso conocimiento de la biología humana y la antropología, algunos sacerdotes y religiosos respaldaron el empleo de la anticoncepción, mientras que a buena parte de los que se mantuvieron fieles —incluidos los obispos— le faltaron los conocimientos o el coraje para articular con eficacia una doctrina de la Iglesia sobre la anticoncepción. Su silencio facilitó la aceptación y el empleo generalizados de los anticonceptivos por parte de los católicos, alentados por los médicos y las empresas farmacéuticas que se beneficiaban de ello.

Hubo muchos católicos que no tardaron en adoptar el modelo secular de la familia con dos hijos. Al acceso a la anticoncepción se sumaron otros factores. El alza de los costes de la enseñanza, la vivienda y la atención sanitaria convenció a muchas parejas católicas de que no podían permitirse criar familias tan numerosas como las de sus padres. El feminismo y el ecologismo llegaron a sugerirles que tal cosa sería una inmoralidad. Los matrimonios dejaron de creer que sus futuros hijos son el bien más valioso de sus familias, de la Iglesia y del mundo. Con la confianza puesta en la prosperidad material antes que en Dios, dejaron de confiar en la divina providencia, lo que generó una generosidad menor y la no apertura a la vida. Junto con el egoísmo crecieron los divorcios.

El papa Juan Pablo II intentó revertir esta tendencia con una clara defensa de la doctrina de la Iglesia acerca del matrimonio y con la demostración del daño que la anticoncepción inflige al amor conyugal. El papa explicaba cómo la anticoncepción separa el acto sexual de sus dos fines: la unión plena de los esposos y la generación de nueva vida.

Cuando los esposos, mediante el recurso al anticoncepcionismo, separan estos dos significados que Dios Creador ha inscrito en el ser del hombre y de la mujer y en el dinamismo de su comunión sexual, se comportan como «árbitros» del designio divino y «manipulan» y envilecen la sexualidad humana, y con ella la propia persona del cónyuge, alterando su valor de donación «total». Así, al lenguaje natural que expresa la recíproca donación total de los esposos, el anticoncepcionismo impone un lenguaje objetivamente contradictorio, es decir, el de no darse al otro totalmente: se produce no solo el rechazo positivo de la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del amor conyugal, llamado a entregarse en plenitud personal[11].

El papa habló largo y tendido sobre este tema. «La contracepción —dijo en una ocasión— ha de juzgarse, objetivamente, tan profundamente ilícita que nunca puede, por ninguna razón, ser justificada. Pensar o decir lo contrario equivale a sostener que en la vida humana hay situaciones en las cuales es lícito no reconocer a Dios como Dios»[12].

A lo largo de la historia el matrimonio se ha considerado la única institución que une al hombre y a la mujer entre ellos y con los hijos que nacen de su unión sexual. La fecundidad se veía como una bendición y los hijos como «el don más excelente del matrimonio», la corona del amor conyugal[13]. La anticoncepción transformó radicalmente la noción no solo de la sexualidad humana, sino de la fecundidad. La gratificación sexual anticonceptiva o estéril se convirtió en la norma y la fecundidad pasó a ser algo controlable mediante fármacos hormonales, dispositivos invasivos o cirugía.

Una vez disociado el sexo del matrimonio y de los hijos, junto a las técnicas reproductivas surgieron las alternativas al matrimonio tradicional entre un hombre y una mujer. El matrimonio dejó de ser un requisito para mantener actividad sexual o para tener hijos, y se convirtió en un mero contrato de convivencia que incluye el acceso al sexo entre dos personas que se aman lo suficiente como para comprometerse a vivir juntas mientras son felices. Tener hijos o evitar tenerlos es una mera cuestión de preferencias.

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