Suzette Elgin - Lengua materna

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"No se permitirá a ninguna ciudadana trabajar, tener dinero, propiedades o bienes sin el permiso de un hombre".Es el año 2205. La subsistencia de la Tierra depende del comercio interplanetario y los derechos de las mujeres se han derogado: están sometidas a los hombres. Solo las lingüistas, un pequeño grupo de mujeres cuyas extraordinarias dotes como traductoras hacen posible la comunicación con los extraterrestres, disfrutan de cierta consideración social.Nazareth es una brillante lingüista que trabaja hasta la extenuación para el Gobierno y sueña con jubilarse y entrar en una casa estéril, donde las mujeres que ya no están en edad de procrear esperan la muerte. Mientras tanto, un movimiento clandestino empieza a surgir entre las sombras de estas casas: en ellas, las mujeres están desarrollando un nuevo lenguaje secreto que les permitirá liberarse de sus opresores. Pero las rebeliones particulares de Nazareth amenazarán con acabar con el movimiento de la resistencia y cualquier esperanza de libertad. El clásico de la ciencia ficción feminista antes de
El cuento de la criada. Finalista del Premio Locus."Un referente feminista que es, a la vez, una muestra magistral de la mejor ficción especulativa." Ursula K. Le Guin"Publicada en 1984, Lengua materna lo deja claro. Las mujeres pueden empezar a cambiar el mundo gracias al poder y la precisión del lenguaje." Maggie Shen King, autora de
An Excess Male

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En la pequeña sala de conferencias, después de que Showard recuperara cierto control sobre sí mismo, si se ignoraba el temblor de sus manos, los cuatro técnicos de T. G. permanecieron sentados y escucharon al representante del Pentágono. Claro y directo, sin malgastar nada. No estaba demasiado complacido con ellos.

—Tenemos que descifrar ese lenguaje —les dijo llanamente—. Al cien por cien. Sea lo que sea lo que esa cosa de la interfaz tenga por lenguaje, tenemos que llegar hasta él. Está claro como el agua que no puede usar el PanSig para comunicarse. Tenemos que encontrar un medio para hacerlo, para comunicarnos con esa cosa, quiero decir. Con esa cosa y con sus jodidos amigos. Es un asunto de vital importancia.

—Oh, claro —contestó Brooks Showard—. Naturalmente.

—Coronel —replicó el hombre del Pentágono—, no se trata de querer hablar con esas cosas, y usted lo sabe. Necesitamos lo que tienen, no podemos pasar sin ello. Y no hay forma de conseguirlo sin negociar con ellos.

—Necesitamos lo que tienen. Siempre «necesitamos» lo que alguien tiene, general. Quiere decir que ansiamos lo que tienen, ¿no?

—Esta vez no. ¡Esta vez no! Lo necesitamos.

—A toda costa.

—A toda costa. Correcto.

—¿De qué se trata? ¿Es el secreto de la vida eterna?

—Sabe que no puedo decírselo —contestó el general, paciente, como le habría hablado a una mujer temerosa con la que estuviera siendo indulgente.

—Se supone que debemos aceptarlo de buena fe, como de costumbre.

—¡Puede aceptarlo como quiera, Showard! Eso no supone ninguna diferencia. Pero estoy aquí, con el poder que me confiere el Gobierno federal de esta gran nación, para apoyarlo a usted y a su personal a que lleve a cabo actos que son tan ilegales y criminales, impensables e inenarrables que ni siquiera podemos mantener archivos sobre ellos. Y estoy aquí para ofrecerles mi sagrado juramento de que no voy a participar en ese tipo de asunto por bagatelas, triquiñuelas y una nueva variedad de abalorios; ni lo harán los oficiales que, con tremenda reluctancia, se lo aseguro, me autorizan a servir en esta facultad.

Arnold Dolbe sonrió al general mostrándole los dientes mientras intentaba no pensar en que el uniforme era anticuado. Había buenas y excelentes razones para conservar los antiguos uniformes, y estaba familiarizado con ellas. Tradición. Respeto a los valores históricos. Antídoto contra el síndrome del shock del futuro. Etc. Y quería asegurarse de que el general le recordara como un tipo cooperativo, un auténtico jugador del equipo en la mejor tradición reaganiana. Se aseguraría de que el general era plenamente consciente de ello. Sentía que debía hacer un breve discurso, algo con gusto pero, al mismo tiempo, memorable, y pensó que no subestimaba el caso cuando se consideraba el más indicado para hacerlo.

—Lo comprendemos, general —empezó a decir, conciliador—, y lo valoramos. Nos sentimos agradecidos por ello. Créame, no hay ni un solo miembro de este equipo, ni uno solo, que no apoye este esfuerzo hasta el final, excepto aquellos que no necesitan conocerlo, por supuesto. Y no es que no apoyen el esfuerzo, claro… Es que no conocen en detalle lo que apoyan. Nosotros sí. Los que estamos en esta habitación lo sabemos. Y sentimos cierta humildad al haber sido elegidos para esta noble tarea. El coronel Showard está un poco extenuado en este instante, y es comprensible, pero le apoya en todo momento. Lo que ocurre es que hemos tenido una mañana desagradable, aquí en Trabajo Gubernamental. Sin embargo…

—Estoy seguro de que ha sido el caso —intervino el hombre del Pentágono, que lo interrumpió de una forma que hirió profundamente a Dolbe—. Estoy seguro de que habrá sido un infierno. Sabemos por lo que están pasando, y les honramos por ello. Pero hay que hacer algo para preservar la civilización en este planeta. ¡Y hablo en serio, caballeros! Literalmente para prevenir el fin de la humanidad en esta verde y dorada Tierra nuestra; el fin permanente, podría añadir. No hablo de unas pocas décadas en las colonias hasta que las cosas se enfríen y podamos volver al planeta. Hablo del fin. Permanente. Definitivo. Total.

Lo dijo como si lo creyera. De hecho, era posible que así fuera, aunque solo se debiera al hecho de que era un buen soldado, y no se puede ser un buen soldado si se piensa que los que están encima de uno en la cadena de mando te cuentan mentiras. Y, por supuesto, esos también eran buenos soldados, y no pensarían que aquellos que les decían lo mismo les mentían. Nadie sabía con exactitud dónde paraba la pelota en este asunto. El general tenía la sensación de que la pelota continuaba pasando y pasando en una eterna cinta de Moebius. A veces se preguntaba quién estaba al mando. El presidente no, desde luego. Uno de sus deberes primarios era asegurarse de que el presidente nunca supiera mucho sobre este asunto de la rama ejecutiva. El general no caía en la ilusión de que el Pentágono no fuera parte de la rama ejecutiva.

El general hizo tamborilear los dedos y los miró con dureza durante largo rato, y advirtió que solo Dolbe se rebullía intranquilo bajo su mirada.

—¿Y bien, caballeros? —preguntó—. ¿Qué harán ahora? Tengo que llevar alguna respuesta razonable a mis superiores. No hacen falta detalles, solo una idea general. Y últimamente no se sienten muy pacientes. Nos hemos cansado de perder el tiempo, caballeros. Esta vez estamos contra las cuerdas.

Se produjo un tenso silencio mientras los dedos del general tamborileaban ligeramente sobre la mesa, el renovador de aire zumbaba con suavidad y la bandera americana ondeaba de vez en cuando con la brisa mecánica.

—¿Caballeros? —insistió el general—. Soy un hombre muy ocupado.

—Oh, qué demonios —intervino Brooks Showard. Lo sabía. O hablaba él, o permanecerían allí sentados hasta el fin de los tiempos. Lo cual, si daban crédito al general, no sería demasiado—. Sabe muy bien lo que tenemos que hacer a continuación. Ya que los incompetentes del Gobierno y los militares son demasiado gallinas para meter en prisión a todos los malditos lingüistas por traición, asesinato, incitación a la rebelión, lenocinio, sodomía o lo que haga falta para que esos jodidos lingos cooperen…

—¡Sabe que no podemos hacer eso, coronel! —Los labios del general estaban tan tensos como dos tiras de tocino congeladas—. ¡Si los lingüistas tuvieran una excusa, cualquier excusa, se retirarían de todas las negociaciones que tenemos en curso con los alienígenas, y eso sería nuestro fin! ¡Y no hay nada que podamos hacer al respecto, coronel, nada en absoluto!

—Ya que, como he dicho, son ustedes demasiado cobardes para hacer eso y hacerlo bien, solo nos queda una opción. Ustedes quieren conservar las manos limpias, estoy seguro. Pero nosotros tenemos que robar un niño lingüista, un bebé lingo. Para beneficio de ustedes, por supuesto. Por el bien de toda la humanidad. ¿Qué le parece como plan B?

Todos se agitaron, incómodos. Los bebés voluntarios ya eran algo desagradable. Pero ¿robados? No es que los jodidos lingüistas no se lo merecieran, y no es que no tuvieran bebés de sobra para consolarse. Pero, de alguna manera, el bebé no se lo merecía. Todos estaban dispuestos a seguir con la línea religiosa impuesta, pero ninguno se tragaba de verdad la historia de los pecados de los padres repetidos en los hijos, etc. Robar un bebé. No era muy agradable.

—Sus mujeres paren en las salas públicas de los hospitales —observó Showard—. No será difícil.

—Oh, cielos.

El general apenas podía creer que hubiera dicho eso. Lo intentó de nuevo.

—Pero ¡por todos los santos!

—¿Sí?

—¿Es la única opción que nos queda, coronel Showard? ¿Está absolutamente seguro?

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