Suzette Elgin - Lengua materna

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"No se permitirá a ninguna ciudadana trabajar, tener dinero, propiedades o bienes sin el permiso de un hombre".Es el año 2205. La subsistencia de la Tierra depende del comercio interplanetario y los derechos de las mujeres se han derogado: están sometidas a los hombres. Solo las lingüistas, un pequeño grupo de mujeres cuyas extraordinarias dotes como traductoras hacen posible la comunicación con los extraterrestres, disfrutan de cierta consideración social.Nazareth es una brillante lingüista que trabaja hasta la extenuación para el Gobierno y sueña con jubilarse y entrar en una casa estéril, donde las mujeres que ya no están en edad de procrear esperan la muerte. Mientras tanto, un movimiento clandestino empieza a surgir entre las sombras de estas casas: en ellas, las mujeres están desarrollando un nuevo lenguaje secreto que les permitirá liberarse de sus opresores. Pero las rebeliones particulares de Nazareth amenazarán con acabar con el movimiento de la resistencia y cualquier esperanza de libertad. El clásico de la ciencia ficción feminista antes de
El cuento de la criada. Finalista del Premio Locus."Un referente feminista que es, a la vez, una muestra magistral de la mejor ficción especulativa." Ursula K. Le Guin"Publicada en 1984, Lengua materna lo deja claro. Las mujeres pueden empezar a cambiar el mundo gracias al poder y la precisión del lenguaje." Maggie Shen King, autora de
An Excess Male

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No importaba. Cuando se levantara tendría el desayuno preparado, fuera la hora que fuera. Podía contar con ella. La vida era sencillamente magnífica.

Michaela se mostró preocupada al día siguiente al traerle las cápsulas Null-Alk antes de que se levantara de la cama, y admitió de inmediato que había sido culpa suya que no las hubiera tomado al acostarse la noche anterior. Se quedó sentada junto a él mientras murmuraba sus condolencias hasta que las píldoras hicieron efecto y se sintió de nuevo a sus anchas. Que tu esposa fuera una enfermera experta tenía muchas ventajas, además del dinero que le reportaba. Cuando uno no se sentía bien, era gratificante saber que había alguien que sabía qué hacer, o cuándo era el momento de llamar a alguien más porque era un asunto que una mujer no podía tratar sola. Era muy cómodo.

—Te quiero, cariño —dijo, desde las almohadas que ella le había mullido. A las mujeres les gustaba oír eso. Y a él le apetecía mostrarse indulgente con ella esa mañana, pues sabía que tenía todo el día, demonios, el resto de su vida, para saborearlo sin el jodido bebé.

Se quedó allí tendido, sonriéndole y preparado para recibir su desayuno especial (con doble ración de fresas), cuando oyó el ruido.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó. Parecía proceder del vestidor.

—¿Qué, querido? ¿Oyes algo?

—Sí… Sí, ahí está otra vez. ¿No lo oyes?

—Ned, querido —respondió ella—, ya sabes que mis oídos no son tan agudos como los tuyos, no oigo nada. Menos mal que te tengo para que cuides de mí.

Vaya si tenía razón. Ned aplastó el cigarrillo y tomó un sorbo del café que ella le había traído tras las píldoras, mezclado con whisky, tal como a él le gustaba.

—Lo comprobaré —dijo.

—No tienes más que indicarme dónde mirar, Ned —sugirió ella, pero él sacudió la cabeza y apartó las sábanas.

—No. Será mejor que vaya yo. Tal vez sea un monitor que se ha estropeado. Volveré en un segundo.

No vio las avispas hasta que entró en el vestidor y cerró la puerta tras de sí. ¡Había cuatro, maldición, enfadadas, bastardas furiosas, zumbando y zumbando allí dentro! Tanteó en busca de la puerta, tenía que salir de allí enseguida. ¡Mierda, eran del tamaño de colibrís! Las había visto en el exterior antes, iba a mencionárselas a Michaela para que se deshiciera de ellas, pero ¿cómo coño habían entrado? Hasta que no se dio cuenta de que iban a por él aunque se moviera con cuidado, no advirtió que a la puerta le pasaba algo. Oh, Jesús, algo raro le pasaba a la puerta, la placa que había que pulsar para abrirla desde dentro no estaba. ¡Oh Jesús, había un puñetero espacio vacío donde tenía que estar!

Entonces, empezó a llamar a Michaela a gritos, y agradeció sinceramente a Dios que ella nunca, ni una sola vez, le hubiera hecho esperar por nada.

Michaela lo sorprendió. Le hizo esperar largo rato. Lo suficiente para asegurarse. Lo suficiente para acabar con los insectos y echarlos al vaporizador. Lo suficiente para arreglar la puerta para que abriera como siempre, desde ambos lados, y borrar todas las huellas. Lo suficiente para comprobar que solo hubiera huellas de él en todo lo que debía haber tocado. A menudo era muy útil ser enfermera; sabían muchas cosas que no se enseñaban a las mujeres en general. Muchas cosas que ahora le vendrían muy bien; desde luego.

Solo cuando dio un paso atrás y no vio nada fuera de lo corriente en ningún aspecto, a excepción del cadáver en el suelo, gritó pidiendo ayuda y se desmayó en el umbral de la casa, a la vista del monitor de seguridad. Cayó con cuidado, asegurándose de que no se hacía ningún daño. Tenía que cuidar de sí misma porque ahora era ella quien tenía todos los grandes planes.

4

Supongo que cada uno de nosotros, cuando viene aquí a sabiendas de que su trabajo implicará entrar en contacto con extraterrestres, piensa que él será una excepción, que encontrará un medio de entablar amistad con al menos alguno de ellos. Uno se imagina que conseguirá que el lingo le enseñe unas cuantas palabras: «¡Hola! ¿Cómo estás? ¡Qué bonito lo que sea que tienes ahí!». Ese tipo de cosas. Uno piensa que no podemos ser extraños eternamente, ¿no? Pero, cuando llega el momento, y uno ve a un alienígena de cerca, comprende de qué hablan los científicos cuando afirman que no es posible. Es una sensación que te abruma. No es solo miedo, ni simples prejuicios. Es algo que nunca has sentido antes, algo que nunca se olvida cuando se ha experimentado una vez.

¿Saben lo que hacen los bichos que se encuentran bajo una roca, los que se vuelven locos y cavan y se enroscan en un intento de escapar de la luz? Así es como uno se siente después de estar cerca de un alienígena, o cuando se está en contacto con uno a través del comset durante más de un par de minutos. Uno desea tener un sitio donde esconderse. Todo se pone en alerta roja, y lo único que uno siente son deseos de gritar ¡ALIENÍGENA! ¡ALIENÍGENA! Uno se alegra entonces, les aseguro, uno se alegra mucho entonces de que no se espere amabilidad por su parte. Solo cortesía, eso es todo, incluso después del entrenamiento exhaustivo que se imparte aquí. Solo cortesía.

(Miembro de enlace del Departamento de Estado,

en una entrevista con Elderwild Barnes, de Spacetime)

El ferviente énfasis que el Gobierno ponía en los valores cristianos tradicionales y en volver a las raíces de Escuela-Biblia-Fiestas-de-Guardar (no importaba que aquello supusiera un lastre para la cultura norteamericana, como si se colocaran cuñas de plomo en los lados de una rueda, girando la vida en un loco ángulo de vuelta hacia el siglo xx), respaldaba las maldiciones de Brooks Showard. No necesitaba ser inventivo y usar los recursos de su doctorado en filosofía para conjurar juramentos exóticos. Las maldiciones e imprecaciones imprescindibles que sus antepasados habían utilizado parecían ahora como confitura que decoraba lo que de otro modo sería una simple barra de pan, y le servían a la perfección.

—¡Por los clavos oxidados de la cruz de Cristo! —exclamó, por tanto—. ¡Por todos los santos del cielo y las siete legiones del infierno! ¡Oh, mierda!

Los otros técnicos habían vuelto de la interfaz, la perfecta y adecuada interfaz donde Brooks sostenía al niño en brazos. Habían formado un grupito que se comportaba como si no tuviera nada que ver con aquel último y lamentable desarrollo de los acontecimientos. ¿Quiénes, ellos? Solo pasaban por allí. Simplemente se encontraban en el vecindario, ya sabes…

—¡Venid aquí! —les gritó, se colocó al bebé bajo el brazo y agitó su puño libre ante ellos como si fuera un loco maníaco caído del espacio, cosa que se consideraba a sí mismo en este momento—. ¡Venid aquí y ved esta debacle, mierdecillas, sois tan culpables de esto como yo! ¡Moved el culo y venid a ver esto!

Se movieron un par de centímetros. Showard maldijo con más ímpetu, con lo que sacó a colación la barba de Job, las partes íntimas de los doce apóstoles y una variedad de prácticas y principios prohibidos. No iban a acercarse. No iban a participar en esto, a compartir la culpa y propagar el horror, no por voluntad propia. ¡Tendría que llevarlo hasta ellos, los muy cobardes! Y quizás la próxima vez él tampoco tuviera las agallas suficientes para entrar en la interfaz, debido a lo que se retorcía allí dentro, y entonces todos serían cobardes en cristiana hermandad, ¿no?

Tras él, a salvo en su entorno especial, el Alienígena Residente existía, por lo que sabían. Si hubiera muerto, los diversos indicadores de las pantallas se lo habrían comunicado, al menos en teoría. No se podía decir que el AR estuviera sentado, exactamente, o que estuviera de pie, o que hiciera algo o se encontrara en algún estado en particular. Estaba, y eso era todo. Si lo que le había pasado al niño humano le preocupaba, no había manera de saberlo, y posiblemente nunca la habría. A veces, Showard no estaba seguro de que él no fuera el AR; por la forma en que se movía (¿?), sin ninguna pauta en sus movimientos (¿?), hacía falta que el ojo terrestre estuviera atento hasta que aparecían grandes puntos planos de color flotando en el aire entre el observador y la fuente de estimulación sensorial. Y también estaban las otras ocasiones en las que uno deseaba profundamente no poder verlo.

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