Eduardo Héctor Hernández Cabrera - En un lugar de Argentina de cuyo nombre no quiero acordarme

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Esta es una historia basada en hechos reales. Dos apasionados de los viajes que se conocieron por casualidad, o por obra del destino, en la frontera peruano-boliviana en 1980 se reencuentran después de 37 años y deciden contar las vivencias y penurias que pasaron en una cárcel argentina en plena dictadura militar en mayo de aquel año.Actualmente, Alejandro vive en Uruguay y Eduardo reside en España desde hace 34 años. Ambos están casados y tienen un hijo y una hija cada uno. Sus vidas se cruzaron en mayo de 1980 en Perú y, a partir de ese momento, se forjó una amistad que aún perdura en el tiempo.Estuvieron muchos años sin tener contacto, debido a la distancia que los separaba, ya que Alejandro cambió su residencia a Argentina durante varios años y Eduardo se radicó en España en 1984 . En uno de sus viajes a Uruguay, en el 2017, Eduardo estaba firmemente decidido a reencontrarse con Alejandro y, a través de varias averiguaciones que realizaron sus familiares, logró contactar con él y le dio una sorpresa. Ambos siempre tuvieron la idea de contar esta historia al mundo y decidieron que había llegado el momento.En este libro, los dos protagonistas relatan paralelamente y, día a día, las vivencias, pensamientos, angustias y desesperaciones que tuvieron que pasar en la Gendarmería en Orán y, luego, en la Penitenciaría de Salta en los últimos meses de la dictadura del gobierno de facto de Jorge Rafael Videla.

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Luego de estudiar Historia Colonial en América, me quedé fascinado con conocer Perú y su cultura precolombina.

Un grupo de la facultad organizaba un viaje por Perú. Yo me uní en forma independiente. Salí a dedo desde La Teja, junto con mi pareja, un poco a regañadientes, ya que tenía más ganas de viajar solo. Llegamos a Gualeguaychú y luego continuamos en tren.

Entramos por La Paz (Bolivia) y luego nos dirigimos hacia el lago Titicaca para llegar a Perú desde el sur. En La Paz, nos encontramos con gente de la generación de 1975 de la Facultad de Arquitectura de Uruguay.

La zona de Cuzco y Machu Picchu fue la más importante de nuestro viaje. Ahí conocimos a los hermanos Flores de Lima, a Masatoshi Hiroura de Japón y a Fernando Altshul de Buenos Aires.

Luego que el grupo retornó, yo fui con Fernando a Lima a la casa de los Flores.

Una vez que Fernando regresó a su casa de Buenos Aires, viajé, ya en solitario, hacia el norte a Chavín de Huántar. Luego regresé a Lima y de ahí hacia el sur para visitar Arequipa. Desde ahí, continué hacia Puno, donde, poco después, conocí a Eduardo, quien sería mi último compañero de ruta.

El viaje fue hermoso. Desde comer ceviche (pescado crudo preparado con ajo, cebolla, tomate y abundante limón) obtenido directamente de las aguas del Pacífico hasta sentir la inmensidad ancestral de Machu Picchu y las casas brillando al sol con el fondo del Illimani en La Paz, toda la naturaleza maravillosa. En contraste, el paisaje humano era desolador. Los descendientes del inca poblaban aquellas tierras ricas en minerales, viviendo en la más absoluta pobreza.

Mis ojos de uruguayo de clase media miraban asombrados: al lado de los más modernos automóviles extranjeros, las cholas de piel marrón rojizo como la tierra, con sus rostros inmutables e inexpresivos, podían estar tres horas esperando el próximo ómnibus, sentadas sobre la bolsa de papas que irían a vender al mercado.

Estaba empezando a conocer el verdadero rostro de América Latina, una cara que, de tanto sufrimiento, había terminado por convertirse en una máscara inescrutable que, casi sin pestañear, miraba el paisaje sabiendo que ya no le pertenecía.

Viajando por el altiplano, las penurias de Uruguay me parecían de juguete.

Uruguay, con su clase media en decadencia, su democracia perdida, junto con sus ridículas pretensiones de Suiza latinoamericana, y el hambre que comenzaba a golpear muchas puertas, era el comienzo del sufrimiento.

El altiplano era el sufrimiento definitivamente instalado, con todas las fuerzas, la ausencia de proyectos de futuro, la carencia de presente y los recuerdos ancestrales de un remoto pasado en el que la miseria y la humillación habían comenzado un día para quedarse luego, aparentemente, para siempre.

Cuando empecé mi viaje, había cobrado recientemente 1000 dólares por un trabajo de arquitectura y proyectaba que me duraran dos meses.

Llevaba ropas livianas y de abrigo apropiadas para afrontar los cambios de temperatura característicos de la cordillera de los Andes. Iba con muchas ganas de disfrutar con alegría y libertad de mi nueva aventura. Para mi desgracia, también llevaba en mi equipaje un frasco con un polvo blanco de acción digestiva, comprado por mi madre en una conocida farmacia de Montevideo. Yo no sufría de problemas digestivos y mis neuronas funcionaban lo suficiente como para que, en cualquier eventualidad, yo mismo hubiera podido comprar un producto similar.

Pero era necesario para mi madre demostrar sus cuidados más allá de las fronteras, por lo que decidió que el mencionado frasquito fuera parte indispensable de mi equipaje (siempre tan previsora mi querida madre, aunque no tanto como para imaginarse esta situación en la que estoy sumido).

Madre no hay más que una, como dijo Woody Allen, si hubiese dos, uno no contaría el cuento.

Con mi típica comodidad (bien cara me iba a salir esta vez), acepté el frasquito, abrigos, sugerencias, consejos y despedida. Emprendí raudo el camino con mis sueños y mis culpas a cuestas. En la familia, yo era el que estaba destinado a cumplir los sueños que los demás no habían alcanzado. Ya se había proyectado que yo iba a convertirme en un próspero profesional y que iba a viajar, con la condición de que luego transmitiera mis experiencias y colmara todas las expectativas de aquellos que no lo habían hecho.

Si llegaba a olvidarlo, allí estaría mi madre para encargarse inmediatamente de recordármelo.

Así estaban establecidas las cosas y, por el momento, yo no parecía desconforme ni intentaba cambiarlas.

Pasados dos meses de haber salido de Montevideo, cuando ya viajaba solo por Perú, conocí a Eduardo, compatriota y compañero de desgracia.

Luego de intercambiar el clásico saludo y descubrir que ambos habíamos nacido no solo en el mismo país, sino en el mismo departamento geográfico, descubrimos también una gran afinidad en nuestro gusto por los viajes y apreciar hábitos y costumbres diferentes a las que nos habían inculcado en nuestro país.

Contentos de iniciar nuestra amistad, decidimos iniciar también juntos el viaje de regreso a Uruguay, pasando primero por Argentina.

Eduardo

Nací en una familia de clase media en Uruguay. Tuve una infancia feliz y siempre me sentí rodeado de mucho cariño. Desde muy chico, quise estudiar, ser una persona responsable y demostrar a mis padres que podía valerme por mí mismo.

Siempre había sido mi gran sueño viajar y conocer muchos países, las diferentes costumbres, las diferentes razas y religiones, utilizar todos los medios de transporte, poder ver, recorrer y explorar todos los continentes.

Siempre fui muy exigente conmigo mismo y estaba deseoso de cumplir mis metas.

A los 19 años, decidí dar el gran paso y cruzar el charco. Era el año 1973, cuando aún la mayoría de la gente viajaba a Europa en barco, y tuve la suerte de realizar el último viaje del Giulio Cesare. La travesía desde Montevideo hasta Barcelona duró quince días, de los cuales nueve fueron atravesando el océano Atlántico. Un viaje divertido, movedizo e inolvidable.

Era el paso más importante de mi vida: buscar mi camino, empezar una nueva vida en otro país, en otro continente, desarrollarme como persona y como ser humano.

Tuve la suerte de que mis dos grandes amigos de la adolescencia Montse e Indalecio —establecidos en Barcelona y Tarragona respectivamente desde hacía dos años— estaban esperándome. Tanto ellos como sus familias me acogieron como un hijo y hermano más, brindándome toda la ayuda y el apoyo necesario para hacerme sentir a gusto y dejar que pudiera cumplir mis sueños.

Viví en España hasta 1977, donde tuve la oportunidad de estudiar Turismo y trabajar en lo que ya pintaba que iba a ser mi profesión durante gran parte de mi vida, la hostelería.

Durante este tiempo, aproveché al máximo todas las oportunidades que tuve laboralmente y, en cuanto tenía posibilidades, emprendía algún viaje por Europa.

Pude viajar a diferentes países europeos, disfrutar de hermosos paisajes, apreciar la diferencia de lo viejo y de lo nuevo de cada país y conocer diferentes culturas, absorbiendo al máximo lo bueno y lo malo que iba encontrándome.

En algunos de estos sitios, parecía que el tiempo se hubiese detenido en el medioevo. En otros, en cambio, convivía lo viejo con lo moderno, pero todo dentro de un orden. Bosques, montañas, valles y ríos; cualquiera de los rincones del Viejo Continente son hermosos y, a pesar de tantos años de vida, de desgaste, de tantas brutalidades vividas por sus pobladores, sus ciudadanos sienten el deseo de mirar hacia el futuro y de olvidar los errores del pasado, tratando de superarse día a día. A pesar de que se mantienen mucho las tradiciones, la evolución es muy rápida y va dando paso a una Europa más moderna, más organizada, pero que respeta y adora su pasado.

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