Aunque es difícil notarlo en un primer momento, estas observaciones nos llevan a una visión diferente del liderazgo, a pensarlo como un fenómeno más colectivo y espontáneo de lo que parece a primera vista. Es importante tener presente que, aunque esté de moda llamar “líderes” a los jefes, en realidad ninguna organización puede nombrar líderes. El liderazgo es un fenómeno emergente, no planeado ni susceptible de serlo.
La perspectiva tradicional sobre el liderazgo se levanta sobre un supuesto dualista no problematizado, que acepta como un hecho evidente (y, por tanto, que no requiere demostración) que el conductor es siempre uno –o, en circunstancias desgraciadamente escasas todavía, una–, y las demás personas son simplemente sus seguidores o conducidos. Además, se supone evidente también que el liderazgo es un atributo de algunas personas y que se mantiene en el tiempo abarcando todos los aspectos de la realidad. Cabe agregar que esa clase de análisis enfatiza en exceso el peso de los roles formales y presta poca atención a lo que sucede en el trabajo y a los procesos que surgen de la labor de las redes que conforman la organización. Si se observa la realidad de cualquier organización, se verá que el liderazgo es un proceso permanente y dinámico, y que todo el mundo es líder en algo para alguien.
Si se observa la realidad de cualquier organización, se verá que el liderazgo es un proceso permanente y dinámico, y que todo el mundo es líder en algo para alguien.
En relación con la dinámica entre individuo, grupo y liderazgo, en un trabajo muy notable Ken Smith7 se refiere a la odisea vivida por un grupo de jóvenes cuyo avión cayó en la Cordillera de los Andes en 19728. Sin duda, es un caso especialmente dramático de encuentro con lo inesperado. Ellos eran jugadores de rugby y viajaban desde el Uruguay (junto a familiares, técnicos y, por supuesto, la tripulación) para jugar un partido en Santiago de Chile. Iban vestidos con jeans, remeras y mocasines cuando se encontraron imprevistamente con el avión estrellado en la montaña, a 3.600 metros de altura, en medio de la nieve, con 30 grados bajo cero de temperatura y en un lugar donde no había ninguna forma de vida de la cual obtener alimento. Para quienes no lo saben (es difícil que alguien que estuviera vivo en esa época no lo recuerde), había 45 personas a bordo del pequeño avión de la Fuerza Aérea Uruguaya. Dieciocho murieron en el accidente o en los siguientes días. Los 27 restantes fueron reducidos a 19 por una avalancha unas dos semanas después. Con excepción de tres personas, 16 sobrevivieron otros 50 días9.
Cuando se analiza aquella tremenda tragedia aérea y su casi milagroso desenlace, resulta muy notable cómo muchas conductas que tradicionalmente habrían sido descriptas como de liderazgo y, por ende, como comportamientos individuales producto exclusivo de un rasgo de personalidad y la voluntad de los actores, aparecen interpretados en términos de las relaciones entre distintos grupos que surgieron en el sistema conformado por quienes sobrevivieron al impacto. Como veremos en el próximo capítulo, a propósito de la frecuente identificación del liderazgo con conductas heroicas, las respuestas a las diversas necesidades que se fueron presentando a los sobrevivientes (entre otras, la atención de los heridos en el impacto, la adecuación de los restos del avión como refugio y encontrar elementos de abrigo) fueron lideradas por diferentes personas y grupos dentro del conjunto.
En un primer momento el liderazgo estuvo en un par de sobrevivientes que estudiaban medicina. Habiendo muertos y heridos, ellos parecían los indicados para afrontar la situación. Un miembro de la tripulación, que luego murió, dijo que él era quien debía conducir el grupo porque eso era lo que decía el reglamento. Nadie le hizo mucho caso: ni el reglamento ni el vuelo eran ya reales.
Ni bien los heridos fueron atendidos y los muertos separados de los sobrevivientes, el rol de los estudiantes de medicina desapareció y el liderazgo pasó espontáneamente al capitán del equipo de rugby, que confiaba en que serían rescatados. Se trataba de resistir hasta que eso sucediera.
Cuando escucharon por radio (aparato que les permitía oír, pero no transmitir) que las acciones de búsqueda habían sido abandonadas, el líder perdió fuerza porque ni él mismo ni nadie creía ya en el rescate como alternativa. Ahora, no se trataba primordialmente de mantener el orden y la cohesión a la espera de un inminente rescate, sino de resolver cómo se proveerían de agua y comida por un plazo que imaginaban sería prolongado: dado que el accidente había ocurrido durante octubre, estimaron que recién podrían intentar salir de allí por sus medios cuando estuviera más avanzada la primavera. En esa encrucijada, y viendo que la comida se terminaría pronto, empezaron a comprender que la única –y terrible– forma de sobrevivir sería alimentarse de quienes habían muerto. En las conversaciones, se fueron articulando dos ideas cruciales. La primera fue que deberían encarar un plan para salir de allí y pedir ayuda; no podían simplemente esperar. La segunda, que deberían tomar el único recurso disponible para mantenerse vivos: los cuerpos de los fallecidos. Estos dos nuevos desafíos (buscar ayuda y alimentarse) impulsaron el surgimiento de otra estructura social donde convivían tres grupos: quienes aceptaron la idea de comer carne humana; quienes sentían que no podían hacerlo; y quienes se debatían entre las dos posiciones anteriores. Estos últimos encontraron en la comunión religiosa una metáfora que les permitía conciliar sus principios con las urgencias impuestas por las circunstancias, absolutamente dramáticas.
Cuando se producen cambios imprevistos y extremos, cuando el contexto ejerce una altísima presión, nadie puede establecer con claridad qué respuestas adaptativas encontrarán más eco o resultarán más adecuadas. Lo que un individuo pueda hacer personalmente para liderar a los demás no es evidente sino pura especulación. Solo cuando el sistema vuelve a adquirir equilibrio, dice Smith, es posible descubrir qué conductas fueron las que lo llevaron hasta allí: el liderazgo, como la estrategia, aparece más claramente cuando miramos hacia el pasado que al intentar adivinar el futuro. En otras palabras, los actos de liderazgo son respuestas –a veces deliberadas, y en muchos casos espontáneas e inconscientes– a situaciones percibidas como críticas. Esos actos no se proponen tanto liderar como contribuir a la supervivencia. Y aunque en muchos casos existe la intención de encontrar seguidores, en otros se trata simplemente de que toda conducta humana es un modelo susceptible de ser imitado.
El liderazgo, como la estrategia, aparece más claramente cuando miramos hacia el pasado que al intentar adivinar el futuro. En otras palabras, los actos de liderazgo son respuestas –a veces deliberadas, y en muchos casos espontáneas e inconscientes– a situaciones percibidas como críticas.
El intento sistemático de búsqueda de ayuda por parte de los sobrevivientes de los Andes se inició unos sesenta días después del accidente, con la elección de unos pocos, tres, expedicionarios a los que se les dieron todos los privilegios (principalmente, el mejor abrigo y comida). Tenían una misión definida: abandonar el lugar e ir a buscar ayuda. ¿Qué nos dice, entonces, esta mirada del liderazgo? Que el liderazgo no depende solamente de quiénes y cómo son las personas; es una función que se va desplazando de acuerdo a cómo se modifican las redes vinculares para adaptarse a las circunstancias a las que la organización debe responder. Recuerdo que cuando le pregunté a Pedro Algorta, uno de los sobrevivientes, si estos elegidos para cruzar los Andes a pie buscando ayuda eran los líderes, contestó con absoluta seguridad: “No, ellos eran los héroes, porque hacían lo que ningún otro podía hacer. El liderazgo pasaba por otro lado”.
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