Edgar Du Perron - El país de origen
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A los 18 meses, mientras permanecía con mis padres en Sukabumi, estuve a punto de morir a causa de unas fiebres repentinas e intensas. Fue durante la erupción del Kelut; a lo largo de todo el día estuvo cayendo una lluvia de cenizas sobre la ciudad. Mis padres se hospedaban en casa del patih, cuya esposa era una buena amiga de mi madre. Me veían morir y creían no poder hacer nada por mí; el médico había declarado que era meningitis. Cuando pensaban que ya no había nada que hacer, mi madre y la esposa del patih me pusieron una lavativa. En pocas horas la fiebre había remitido, y cuando el médico regresó aquella noche y le sonreí amablemente, se apresuró a declarar que aquello era un milagro. Sin embargo, esto que acabo de explicar es curiosamente inexacto; tan falso como el recuerdo. Lo que me contó mi madre al respecto se fundió en mi mente con la historia de otra enfermedad que también padecí cuando estábamos en Sukabumi. Un médico con una barba rubia rematada en punta, y que se llamaba De Haan 29(ya sólo el nombre me causaba impresión), me dio a beber limonada purgante, cuyo sabor era a la vez bueno y malo, pero que escupí antes de que hubiera hecho efecto. Recuerdo que tenía un dolor de cabeza punzante, que había un continuo ir y venir de mujeres nativas y que, en este caso, mi madre no estaba nunca de acuerdo con el médico y le hacía todo tipo de reproches cada vez que venía a verme. Sin embargo, este episodio tuvo lugar cuatro años más tarde, en 1905, cuando estábamos a punto de irnos a Bahía de Arena.
Aun suponiendo que en este caso pueda decir “yo”, no puedo hacer lo mis-mo en el primer episodio, que nunca viví conscientemente. Cuando un adulto se refiere a sí mismo de niño diciendo “yo”, es como si en cierto modo adulterara la verdad y no temiera cometer otra adulteración. Esta vez, por motivos técnicos, me sentiría inclinado a hablar durante capítulos enteros —antes de cumplir los 16— del “pequeño Ducroo”. Eso resultaría inexacto para localizar los recuerdos, pero dejaría más clara la relación entre mi yo actual y el niño por largo tiempo perdido que era a la sazón. Sin embargo, la literatura infantil en primera persona, aunque tenga un tono muy puro —o al menos se lo parezca a los adultos—, siempre está plagada de equivocaciones. Por consiguiente, es preferible utilizar la forma más sencilla.
¿Cuáles fueron mis primeras impresiones o, mejor dicho, las que registré como tales posteriormente? La puerta de una habitación interior oscura que daba acceso al kamar panjang estaba abierta, al otro lado había luz, y alguien me llevaba en brazos de un lado a otro de la habitación oscura, pero pasando siempre delante de la puerta luminosa. Era la menuda y delgada Alima quien me cargaba, y en aquel entonces yo ya advertía el contraste entre el cuerpo de Alima y la corpulencia de mi madre, que quizá me había llevado poco antes en brazos. Mientras intentaba dormir apoyando la cabeza en su pecho dentro de un slendang (un pañuelo para llevar a los bebés), ella cantaba: “Dung-indung, si Tutut bobo…”, una pequeña variación en cuanto a música y letra de la famosa nana Nina bobo. “Si Tutut duerme” —Tutut, así me llamaban ya entonces—. Y ella era Ma Lima. 30Lo pronunciaba recalcando la última a, como una e átona que incluso sonaba impertinente. Alima aparecía también en otra canción:
Burung kakatua
Mentjlok di djendela.
Ma Lima sudah tua,
Gigi-nja tinggal dua.
(El pájaro cacatúa
se posa en la ventana.
Ma Lima ya está vieja,
sólo le quedan dos dientes.)
Y en otra canción, que solíamos cantar en Cicurug, y que era aún más triste y melodiosa:
Ular kili, ular kumbang,
Kumbang-nja djamur.
Ma Lima gedé utang,
Di tagih, mabur.
(Dos especies de serpiente,
las manchas de una son como el moho.
Ma Lima tiene muchas deudas,
cuando se las reclaman, ella se larga.)xlix
No quisiera olvidarme de estas dos canciones, pues son lo más conmovedor de mi niñez. El que Ma Lima aparezca en las dos y representando un papel tan cómico no me provocaba risa, pues en realidad eran tonadillas trágicas, llenas de melancolía que había que cantar en las despedidas. Cuando tenía cuatro años y estábamos en Cicurug, me amenazaron varias veces con separarme de Alima. Su marido venía a visitarla desde Batavia y me hacía creer que se la llevaría con él. Se llamaba Djimbar y tenía un rostro serio con un mostacho canoso; no era un nativo cualquiera, por ejemplo un criado, sino algo así como un capataz, caminaba con un bastón y mi madre lo trataba con respeto. Cuando venía a vernos, siempre me traía alguna cosilla, por lo que sus visitas no me desagradaban; además me infundía respeto, aunque no me fiaba de él porque siempre podía llevarse a mi Ma Lima. Una noche, en Cicurug, se desató un conflicto: Alima lloraba y Djimbar se marchó enojado. Ella me había elegido a mí definitivamente. Mi madre me contó que le dijo:
—¿No irás a abandonar al pequeño Tutut, verdad Alima?
A lo que la criada, que ya no era joven, contestó:
—No, señora, no tema.
Aquella misma noche, hecha un mar de lágrimas, dejó marchar a su distinguido marido. Años más tarde volvió a llorar cuando le llegó la noticia de su muerte; sin embargo, no fue al entierro. Su hija Djamisa vino a buscar algo de dinero para pagarlo. Alima se lo dio y le habló en un tono ceremonioso que no le había oído utilizar nunca.
Guardo una pequeña foto en la que se nos ve a Alima y a mí; yo ya era un poco más alto que ella. La foto debió de tomarse un año antes de su muerte. Más tarde, mi madre mandó ampliar una foto suya de una época en que yo todavía no la conocía conscientemente; además la ampliación era mala, pero según mi madre aquella era la cara de Alima cuando empezó a prestarnos sus servicios.
—No tires nunca esta foto —me dijo mi madre—. Esta pobre mujer abandonó a su marido y a su familia por ti.
Cuando pienso en ello, ese “abandonar” me parece una explicación demasiado fácil. Si no recuerdo mal, Djimbar había tomado a una segunda esposa más joven. Sea como fuere, aquella foto nunca pudo remplazar los rasgos que guardó mi recuerdo, aunque, en realidad, lo más probable es que la recuerde tal como era cuando yo tenía unos trece años.
El propio recuerdo altera el orden cronológico, colocando algunas cosas en épocas más remotas. De este modo, puedo haber colocado dos juguetes en la misma “primera época”. Uno de ellos era un juguete mecánico en el que unos perritos con abrigos de vivos colores trepaban a un palo verde; el otro lo encontré una mañana sobre mi cama, después de que me hubieran explicado por primera vez que, aquella noche, iba a recibir la visita de san Nicolás; era un arlequín que decía “pet, pet” cuando Alima le apretaba la barriga. Estoy seguro de que ambos juguetes datan de la época en que vivíamos en Gedong Lami. Quizá de antes es una foto mía junto a un cisne: se me ve en pantalones cortos, las piernas al aire y bien separadas, los grandes ojos negros y el gesto serio, en absoluto asustado por el cisne que, por cierto, no era de verdad. Un niño a la vez dulce y valiente, claramente hijo de “tuan Dikruk”, a quien me parezco en esa foto más que nunca.
¡Qué niño tan mimado debía de ser ya entonces! Bastaba que me echara a llorar para que mi madre acudiera corriendo como si me hubiese ocurrido un tremendo accidente. Durante toda mi infancia oí a mi madre despotricar contra los sirvientes, sobre todo en la cocina, contra koki Sipa, y cuando se enfadaba, su voz se volvía aguda y chillona: “El falsete, ya vuelvo a oír ese falsete”, decía mi padre en tiempos menos lejanos. Pero por mucho que le molestara oírla gritar así al personal, él siempre salía a ayudar a su nionia tan pronto oía su voz, y en cuanto él aparecía, se esfumaba cualquier posible resistencia de los pobres nativos. Sin embargo, un día que yo lloriqueaba para que viniera mi madre que estaba con él, mi padre se presentó junto a mi cama por propia iniciativa —no lo recuerdo del todo conscientemente, aunque es de suponer que en aquella ocasión surgieran mis primeros “sentimientos” hacia él— y no sólo me dio un par de bofetadas que resultaron demasiado fuertes para el bebé que yo era todavía, sino que parecía dispuesto a ahogar mi llanto debajo de una almohada, pero mi madre se lo impidió. El incidente desquició por completo a Alima. El trato que recibí me sorprendió tanto que más tarde lo recordé como una especie de juego rudo, en el que me utilizaban de arma arrojadiza, aunque creo recordar que, después, mi madre y Alima me aplicaron —creo que con mucha ostentación delante de mi padre—, una mezcla refrescante de bedak (polvos) y ginebra en los lugares en los que él me había pegado hasta dejarlos al rojo vivo.
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