Edgar Du Perron - El país de origen

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El país de origen esboza la imagen de dos mundos: el pasdo representado por la sociedad colonial en las Indias holandesas y el presente de una Europa que se encuentra inmersa en una profunda crisis. Al mismo tiempo, es un retrato del desarrollo personal del autor, el «hijo acendado» que poco a poco adquiere conciencia de las injusticias del sistema colonialista y completa su formación sentimental, humana y política en París, testigo de una generación que lucha contra las potencias totalitarias y de la creciente amenza del nazismo, a las puertas de la segunda Guerra Mundial.

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Puede que no sea del todo correcto; seguro que de niño me senté todas las noches en su regazo y que jugué con la cadena de su reloj, pero ése es el sentimiento que me invade cuando recuerdo aquella época. Hubo un tiempo —cuando tenía entre ocho y diez años, después de que mi padre me hubiese pegado unas cuantas veces con una descarga de cólera de la cual yo era quizá tan sólo el chivo expiatorio— en que me largaba en cuanto oía su voz. La relación con mi madre sin duda habría sido muy diferente si yo no hubiese vivido siempre con aquel temor que me causaba mi padre. Todavía siento la impotencia frente a él cuando rememoro la intensidad con la que, después de que me hubiese dado una reprimenda, yo mascullaba los insultos que me sabía: canalla, marrano, miserable, mala bestia, perro, degenerado, loco, cerdo, desgraciado, cabrón. Todas esas palabras se las había oído decir a él, salvo “loco”, que resaltaba como una rosa. Mi madre me oía a veces y entonces sacudía la cabeza y me decía: “No debes hablar así de tu padre”. Pero sabía tan bien como yo lo doloroso que era ese odio.xlii

12Ladronzuelo. [N. de la T.]

13¡Matadle! ¡Es un prusiano! [N. de la T.]

14Máximo órgano de consulta que debía asistir al gobernador general que presidía el Consejo. [N. de la T.]

15No temas que el tiempo borre / la amistad que a ti me une. [N. de la T.]

16Todo —salvo el recuerdo. [N. de la T.]

17La gran idiotez francesa. [N. de la T.]

18Maridote. [N. de la T.]

19Lo único que vi en las Indias, fueron los ojos de Madeline. [N. de la T.]

20Daniel no ha hecho más que empezar a querer un poco a su mujer. [N. de la T.]

21Novela del escritor holandés Louis Couperus publicada en 1889. [N. de la T.]

22Multatuli: seudónimo de Eduard Douwes Dekker (1820-1879), escritor holandés autor de la novela Max Havelaar (1860) en la que relata sus experiencias como funcionario colonial y en la que critica la explotación de la población nativa por parte de los holandeses. [N. de la T.]

23Los colonos que no tenían ningún cargo público y eran “sólo” particulares. [N. de la T.]

24Subresidente: funcionario holandés que administraba un departamento de la provincia o “residencia”. [N. de la T.]

25Noticiero de Batavia. [N. de la T.]

VI. Principalmente Viala

Abril. Ahora que por lo pronto he acabado mi trabajo en la biblioteca y Viala ya no me necesita, puedo olvidarme de París y concentrarme en los alrededores de Meudon.xliii Jane ya no podrá satisfacer su pasión por los bosques pelados en la nieve, pues se diría que la primavera nos ha pillado por sorpresa. Después de las últimas nevadas hemos tenido de repente dos días cálidos llenos de sol. Jane trabaja con las puertas y las ventanas abiertas; yo, como todos los días, voy hasta la oficina de correos, pero ahora disfruto del paseo lento y tranquilo.

Anteayer por la tarde estuve con ella buscando sitios que en otoño me habían recordado a las Indias: edificios blancos y aislados, una determinada perspectiva de una verja recubierta de vegetación, un muro con una puerta vieja, todo el edificio en sí, pero visto al final de una calle, desde una curva o por entre los árboles. Me resulta difícil explicarle qué es lo que, en algunos paisajes, alamedas o casas, hace que me detenga de repente y diga: “Las Indias…” Es posible que la iluminación tenga mucho que ver y que, por extraño que parezca, las casas que en otoño me recordaban a las mansiones de las Indias, ahora, bajo la intensa luz del sol, pierden cualquier semejanza. La similitud de la luz recalca precisamente las diferencias y ya no veo un edificio aislado en medio de un jardín, sino el carácter de la propia edificación, austero y real, en comparación con lo que era para mí hace poco. En cambio, un poco más abajo había un pequeño y anticuado hotel que mantenía viva la ilusión; igual que me había sucedido con una pensión suiza en Cassarate, o con algunas casas de Hilversum cuyas sillas de mimbre pueden verse desde la calle. Aquí también había sillas de mimbre en un estrecho porche y, en el centro, dos columnas feas y superfluas y, por consiguiente, muy parecidas a las de las Indias. Nos detuvimos allí a tomar un café, el primero de esta zona que era bebible. La casa tenía una terraza y, detrás, un gran jardín escondido, todavía desnudo, pero que se adivinaba delicioso en verano y llevaba un bonito nombre: La Feuilleraie.

Ayer hizo otro día precioso. Caminé hasta la oficina de correos recorrien-do la estrecha callejuela que desemboca justo al lado, el Sentier des Balysis,eso sí que me seguía recordando muchísimo las Indias, una calle apartada,uno de esos pequeños callejones en los que viven los euroasiáticos más pobres, y de vez en cuando algún nativo entre ellos. A la izquierda un muro,a la derecha setos —los llamados paggers— y arriba tejados por debajo de los cuales la hiedra cuelga de las columnas, ventanas viejas con celosías,igual que allá, incluso una farola morisca con las mismas puntas de cobre y los cristales de colores, como la que una vez trajo a casa mi padre de una subasta. Si abría los brazos a izquierda y derecha, mis manos estaban a tan sólo un palmo de la pared y del seto. Durante unos segundos permanecí quieto en el callejón, fijándome en mi sombra que se extendía justo delante de mis pies. Fue uno de esos momentos en los que se adquiere conciencia de la propia presencia, en los que uno se desprende del yo interno para colocar al individuo, a la persona, en el decorado. Cuando estaba en Bruselas me sucedió en varias ocasiones que, mientras cruzaba una plaza en la que no tenía nada que hacer, de repente me asaltara la idea: “¿Qué estoy haciendo aquí, en Bruselas, en lugar de estar en Bandung?” Sin embargo, lo que me sucedió ayer era distinto; era una conciencia que surgía con mayor lentitud y más deseada, como cuando le dan a uno un susto y no respira de golpe, sino que se obliga a respirar profunda y pausadamente, en contra del ritmo de su corazón asustado.

Regresé paseando lentamente desde la oficina de correos; al llegar al jar-dín que hay junto a la iglesia, todo lo que me recordaba a las Indias desapareció y sólo quedó la calma de un pueblo francés. Llevaba conmigo La vida de Henri Brulard 26y volví a leer el principio, en esa ocasión fijándome no en las similitudes, sino precisamente en las diferencias entre ese “yo” del libro y yo mismo. Todo aquel que siente algo por Brulard (y si no lo siente es imposible leerlo mucho tiempo) se identifica con él. Me lo imaginé caminando a la luz del sol y fijándose en su sombra, como hacía yo mientras pasaba lentamente por delante de la pequeña iglesia de vuelta a casa, con mi sombrero de fieltro bastante alto, mi abrigo desabrochado y con las exageradas proporciones que adopta mi sombra, a veces comprimida, otras alar-gada, podría haberse parecido a la suya. Sin embargo, me fijaba precisamente en las diferencias: su dandismo, su amor por el “mundo”, su deseo, ya desde joven, de vivir con una actriz, las ansias, nunca del todo superadas, de conseguir una medalla. Además, yo no podría escribir de esa forma —tan deliciosamente despreocupada—, con su indiferencia por las repeticiones, disculpándose por el uso de la primera persona, pero sin tener en cuenta lo que es importante o no para el prójimo (no conozco palabra más presuntuosa que este “importante” en algunas circunstancias), divirtiéndose en llevar las cuentas y utilizando a veces mensajes medio cifrados.

Llegué a casa con la intención de empezar en seguida a redactar la historia de mi vida, pero fue en vano. De repente se apoderó de mí una sensación de agotamiento, de incapacidad de considerar algo que no fuera el presente, acompañada por el tormento que me producía un artículo que todavía tenía que escribir para el periódico; me obligué a volver cuatro veces al escritorio para acabar el trabajo, de cualquier modo.

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