Edgar Du Perron - El país de origen

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El país de origen esboza la imagen de dos mundos: el pasdo representado por la sociedad colonial en las Indias holandesas y el presente de una Europa que se encuentra inmersa en una profunda crisis. Al mismo tiempo, es un retrato del desarrollo personal del autor, el «hijo acendado» que poco a poco adquiere conciencia de las injusticias del sistema colonialista y completa su formación sentimental, humana y política en París, testigo de una generación que lucha contra las potencias totalitarias y de la creciente amenza del nazismo, a las puertas de la segunda Guerra Mundial.

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Mi padre, por su parte, tenía mucho éxito con las señoras que vivían en la Koningsplein y en otros lugares de la ciudad. A mi madre no le cabía la menor duda de que eso era cierto, y en Grouhy abordamos el tema en una ocasión porque, en cambio, ella no podía comprender en absoluto que una mujer pudiera ver algo en mí. Cuando era una chica joven, e incluso después, mi madre tenía mucha fama por su encanto y sus éxitos, así que maté dos pájaros de un tiro cuando confesé que yo, por mi parte, tampoco lo comprendía, y que como hombre me veía incapaz de sentirme atraído por mi madre y, de haber sido mujer, por mi padre. Nos dijimos todas estas cosas una hermosa mañana sentados a la abundante sombra de un árbol del jardín, no porque quisiésemos herirnos mutuamente, sino realmente por la necesidad de sincerarnos.

El nombre de soltera de mi madre era Ramier de la Brulie.xxxiii Su padre era el menor de los hermanos y el más ingenioso; se embarcaba una y otra vez en empresas comerciales que fracasaban con regularidad. En la isla de La Reunión se casó con una mujer tísica que lo acompañaba en todos sus viajes y que le dio cuatro hijos, aunque ella no tenía más de 28 años cuando murió. Mi madre nació en Malaca poco antes de que sus padres se mudaran a Java, adonde anteriormente ya se había trasladado la familia de su padre. Éste murió cuando ella tenía dos años. La crió una hermana de su padre que estaba casada con un holandés; mi madre conoció a su abuelo francés, así como al tío de barba blanca que de niña la llevaba a veces a dar un paseo. El abuelo les pedía a mi madre y a sus primas que se pusieran en fila, colocaran un dedo sobre su caja de tabaco y cantaran: “J’ai du bon tabac dans ma tabatière”.xxxiv Mi madre cantaba otra canción que le había enseñado el abuelo —J’irai revoir ma Normandie— y que había que cantar alargando mucho las últimas sílabas, por lo que yo acabé asociándola con bañarse y con cuartos de baño frescos de las Indias, porque en malayo-holandés bañarse se decía mandiën.

Más tarde la internaron en un colegio de monjas, que en aquella época era la mejor educación que podía darse a una niña en la Indias. Aunque nunca fue una beata, mi madre siempre mantuvo su fe católica, si bien su catolicismo se mezclaba con las formas más caprichosas de superstición indígena. Aprendió de una china el arte de cocinar de una manera y con un sentimiento que nunca aprecié en otras mujeres europeas. En su juventud, también fue poetisa, lo que significa que le gustaban la luz de la luna y las flores, así como la música y el baile; también leía poemas franceses, puede que de Lamartine, y se sabía de memoria el siguiente poema, que un joven había escrito en su álbum y que ella recitaba a veces con una mezcla de orgullo y placer: “Ne crains pas que le temps efface/L’amitié que je ressens pour toi…” 15

(En realidad, decía ella, debería haber puesto “el amor”, en lugar de “la amistad”, pero el chico no se había atrevido a escribirlo.) Y acababa con el lamento de que todo acabaría borrándose: “Tout — excepté le souvenir”. 16

En un baile celebrado en el Preanger, si no recuerdo mal, conoció a su primer esposo, un caballero como mi padre, igual de buen bailarín, aunque con sangre española en sus venas y con unos bigotes mucho más grandes. Estando ya casada con mi padre, aún conservaba una foto que debía permanecer siempre medio escondida en su ropero, pero que yo a veces atisbaba, en la que se veía de pie junto a su primer marido, con una peineta española en el pelo; gracias a esa foto pude comprobar que, en efecto, el hombre tenía unos bigotes muy grandes. Por algún motivo —seguramente porque a la sazón todavía no ganaba mucho dinero, puesto que trabajaba como simple empleado en una plantación— no le estaba permitido casarse con él y la “desterraron” a Java central, en casa de su tutor, residente de ahí. Este tutor era a su vez un ejemplo de hombre de verdad y, no obstante, un caballero; también él tenía un nombre francés: Barnabé.xxxv Era alto y corpulento, y tenía bigote y perilla del tipo que Viala llama “la grande connerie française”, 17al estilo del duque de Aumale y otros similares. También demostró ser todo un hombre porque, en diversas ocasiones, puso en su sitio al susuhunan de Solo, algo que conseguía de forma sutil al colocar el payung del comisario más alto o más bajo que el del sultán, o fingiendo distracción mientras recibía el saludo cuando, según el protocolo, le tocaba saludar primero al otro. La admiración que sentía mi madre por su tutor Barnabé era sin duda igual de grande que la que profesaba mi padre por su tío Marees, y vivir en casa de aquél debió de satisfacer con creces la necesidad de respetabilidad de mi madre.

Barnabé estaba casado con una prima de mi madre, mucho más vieja, otra Ramier, y puesto que los padres también se oponían a este matrimonio, él la había raptado, aunque todo se había llevado a cabo de forma muy honrosa y siempre en presencia de testigos. Aunque había sucedido más de diez años antes, él seguía sin ser la persona indicada para convencer a mi madre de que su amor era una locura. Conocí muy bien a su esposa, mi tía Luce,xxxvi que era la “marquesita” de la familia, muy frágil y delicada, con una tez exquisita y una cabellera que en aquella época era negro azabache, al igual que sus ojos. Al hablar de su difunto esposo, siempre decía: “Mi pobre gros-mari, 18hummm”. Entre los 14 y los 16 años viví con ella en Bandung —entonces ya era una anciana que tenía que someterse a continuas operaciones de estómago y que vivía con una hermana más joven—, y me pasaba noches enteras leyéndole en voz alta, casi siempre folletines como los de Dumas padre. Su hermana era más que piadosa, acudía con regularidad a la iglesia y me controlaba si yo no iba. Nunca había sido tan guapa como la tía Luce, pero la más guapa de todas era otra hermana, que había fallecido joven; ésa era incluso más guapa que una cuñada a la que apodaban la Rosa amarilla de Surabaya porque tenía sangre javanesa, algo que los miembros de mayor edad de la familia nunca le perdonaron. Aquellos franceses en Java, aunque procedieran de la isla de La Reunión, estaban emperrados en mantener la pureza de su raza, cosa que, por supuesto, resultó imposible. La madre de la tía Luce dejaba que la abrazaran todos sus nietos, salvo el hijo de la Rosa amarilla, al que sólo le permitía besarle la mano. La tía con la cual se crió mi madre, si bien ella misma estaba casada con un holandés, tenía exactamente los mismos prejuicios respecto al color de la piel, pero lo pagó más caro. Cuando tenía 60 años, le dijo a su hija menor que aún estaba soltera: “Ay, hija mía, en esta vida me ha pasado casi todo: tu hermano se ha casado con una negra, tu hermana con un medio indígena, sólo falta que te cases pronto con un chino y tendremos la colección completa”.

En vista de que el exilio de mi madre no surtía efecto, le permitieron regresar a Java occidental y contraer matrimonio —tenía entonces 19 años— con el hombre que había escogido. Al principio vivieron como viven las familias de los empleados de una empresa, tenían trato con el administrador, de vez en cuando acudían a una fiesta en Sukabumi, y daban muchos paseos en los jardines. Sin embargo, su marido no tardó en ascender rápidamente. Primero le dieron el puesto de administrador y más tarde se convirtió en uno de los hombres más ricos de Java occidental. En los años en que trabajaba de administrador, mi madre vivió el romance más delicado de su vida. Dos jóvenes franceses, que realizaban un viaje de estudios por nuestras colonias, llegaron a la plantación de té de su marido, donde, por supuesto, fueron recibidos con alegría. Uno de aquellos jóvenes, pese a ser un poco afeminado y corpulento, era asimismo un auténtico marqués y se llamaba Daniel de Méré.xxxvii Durante su estancia, no volvió a salir de la plantación; su compañero de viaje tuvo que visitar él solo el resto del archipiélago. “Tout ce que j’aurai vu aux Indes —dijo más tarde—, ce sont les yeux de Madeline.” 19Mi madre se llamaba Madeline —no Madeleine, recalcaba ella— y Daniel de Méré tenía una manera especialmente tierna no sólo de apreciar ese nombre, sino también de pronunciarlo, pues en sus labios casi sonaba como “Médeline”. Admiraba a mi madre de lejos y de cerca cuando se paseaba por el jardín vestida con un sarong, una kebaya y la melena suelta. Declaraba sin ambages que estaba perdidamente enamorado de ella, pero era tan respetuoso, que incluso el esposo con los bigotes le seguía teniendo afecto, y lo tuvo meses y meses de huésped en su casa. Finalmente regresó a Francia sin que se hubiese producido el menor choque. Desde París les escribía a ambos largas cartas, y su madre, que había oído tantas cosas deliciosas sobre Madeline, también les escribía; tampoco ella se andaba con secretos, y más tarde, cuando dejaron de llegar cartas de Daniel, su madre siguió escribiendo para contarles cómo le iba. Tras años sin querer oír hablar de otra mujer, acabó casándose por fin —más que nada para complacer a su madre— con una heredera americana, que le permitió vivir de acuerdo con el estilo para el cual parecía haber nacido. Tuvieron que pasar aún algunos años antes de que la madre escribiera: “Daniel commence seulement a aimer un peu sa femme”. 20Intento reproducir el acento que tenía mi madre cuando pronunciaba esa frase; más o menos en ­aquella época se interrumpió la correspondencia definitivamente. Cuánto me habría gustado poder leer las cartas de la marquesa de Méré, pero quizás aún más leer las de mi madre a la marquesa de Méré; sin duda estaban repletas de lo que ella llamaba poesía. A mi madre nunca le pasó por la cabeza la posibilidad de engañar a su esposo, ni siquiera con un marqués tan simpático y auténtico como aquél. Ella era feliz con su marido, sobre todo en esa primera época, cuando todavía no era rico. Le dio un hijo —mi hermanastro Otto, 12 años mayor que yo— y todo siguió yendo bien hasta que su temperamento medio español le jugó una mala pasada y empezó a engañarla con regularidad.

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