Edgar Du Perron - El país de origen
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En Lille, mi padre tenía una novia que se llamaba Matilde (la llamaba “Matílde”, marcando la i) y que puede que fuera la mujer más guapa de Lille. Una tarde que estaba con ella en un café, la ofendió un hombre que, a instigación de una rival, le pidió su “tarjeta” mientras ella pasaba delante de él. Mi padre, que iba justo detrás de ella, contestó en su lugar propinándole al tipo un golpe —que él calificó de “bomba”— desde lo alto, por lo que al otro “se le hundió el sombrero hasta la nariz”. Cuando se lo hubo quitado, siguió a mi padre, quien, una vez fuera del café, lo agarró del cuello y lo empujó contra la pared con una mano, mientras con la otra la emprendió a puñetazos hasta que los separaron. Las respectivas mujeres, que al principio hicieron ademán de participar en la lucha armadas con sus paraguas, desaparecieron en cuanto llegó la policía, y el señor del sombrero también logró escabullirse. Pero los dos agentes agarraron a mi padre por las axilas y se lo llevaron a la comisaría. Puede que fuera porque no se expresaba bien en francés debido a la excitación o porque se le notaba más el acento, el caso es que la muchedumbre gritaba: “Assommez-le! C’est un prussien!” 13(el incidente tuvo lugar hacia 1880, es decir, poco después de la guerra franco-alemana). En la comisaría constataron que no era ningún prussien, sino que tenía un nombre francés muy corriente, y cuando indicó haber nacido en Java, el comisario demostró tener un gran interés por la geografía y lo dejó marchar, no sin antes disculparse por la rudeza de los agentes. (Eso sucedía en una época en que la cortesía francesa aún no era una leyenda.) Por supuesto, mi padre se fue directo a casa de Matilde, con quien pasó una noche deliciosa, según él “porque precisamente una mujer así aprecia mucho que la defiendas”. Algunos días más tarde, cuando un regimiento de soldados pasó delante de ella en la calle, Matilde reconoció a su ofensor en la persona de un subteniente con un ojo a la funerala.
Nunca vi ningún retrato de Matilde, ni siquiera en ferrotipo; sí los de otras dos amigas de mi padre llamadas Blanche y Valentine. Ninguna de las dos me parecía guapa, del mismo modo en que nunca me parecían bellos los retratos de actrices con los que mi padre forraba las paredes de nuestra casa. Eran retratos de Paris la Nuit de aquella época, cuando una mujer tenía que ser una hembra al ciento por ciento, con busto, caderas, cabellera, brocado, cintas y encaje. Pese a mí mismo, sigo considerando a ese tipo de mujer como la más auténtica, y me sigue atrayendo más que el ideal de belleza andrógina de nuestros tiempos, pero los especímenes de bellezas que colgaban de nuestras paredes —placas enormes y coloreadas de Lina Cavalieri y de la Bella Otero, de Gilda Darthy y Cléo de Mérode—, no me decían gran cosa. Suponía que todas aquellas mujeres famosas eran bellas, igual que suponía que los grabados románticos de Goupil —que también llenaban nuestra casa— eran artísticos, ricos y hermosos. Eran nuestros “cuadros”, como se dice en las Indias; todavía recuerdo lo ricas y sorprendentes que me parecían más tarde las personas que tenían un cuadro de verdad en casa; no acababa de creer que fuera auténtico y que sólo hubiera un ejemplar en todo el mundo.
Cuando mi padre regresó de Europa con 22 años de edad, parecía decidido a introducir su París en las Indias y, para diversión de todos y a pesar del calor sofocante, realizó sus primeras visitas vestido con chaqueta y sombrero de copa alta, que allí se reservaba, además, como distintivo especial de los miembros del Consejo de las Indias. 14Después, durante un tiempo breve, fue empleado en una plantación de azúcar en Java oriental, pero su carácter independiente no tardó en causarle problemas, y su madre, que aunque siempre reñía con él lo consideraba su preferido, lo dejó regresar a Batavia y le regaló la finca de Villa Merah en la zona de Buitenzorg; fue allí donde mantuvo a su amante europea. No se cansaba nunca de ir a Batavia, en coche de caballos o a caballo, para bailar en el club. Entre sus amigos había muchos oficiales. En una ocasión, mi padre envió a su amante enferma a casa de uno de ellos, un médico militar que tenía la orden de Guillermo. Además de atenderla, éste le hizo proposiciones deshonestas que, como es debido, ella contó luego a mi padre. Más tarde, estando en la terraza del club junto al médico y otros oficiales, mi padre narró la historia como si viniera de uno de sus amigos; hizo mucho hincapié en la confianza que ese amigo suyo había depositado en el médico con la orden de Guillermo y, acto seguido, preguntó qué pensaban de semejante persona. El médico guardó silencio, pero los otros oficiales soltaron unánimemente: “¡Eso es a lo que yo llamo un canalla!” —y cosas por el estilo—. El médico se marchó, pálido y callado, y después no volvió a saludar nunca más a mi padre. Uno de los oficiales le reprochó más tarde que le hubiese puesto en situación tan embarazosa delante del médico. Cuando mi padre le preguntó si había cambiado de opinión respecto a que el médico era un canalla, él dijo que no, pero que, siendo como era su amigo, le había disgustado habérselo dicho a la cara.
Otro amigo de mi padre era el famoso oficial de caballería Veersema, cuyo asesinato fue uno de los mayores escándalos de Batavia y sirvió de fuente de inspiración de novelas con títulos como Sangre caliente o Drama en el trópico.xxxii La sangre caliente era, en este caso, la de una dama algo indolente de la Koningsplein que, según mi tía Tine, tenía una voz monótona y ceceosa, aunque no por ello dejaba de ser una ninfómana casada con un noruego al que ya había engañado muchas veces cuando el oficial de caballería se convirtió en su amante. El oficial iba a verla a altas horas de la noche al salir del club y ella —que no compartía alcoba con su marido, sino que dormía en un pabellón independiente— lo recibía con champán frío. Pero ya fuera porque el oficial no daba suficiente propina al personal que debía permanecer despierto para recibirle o porque la dama se había abandonado alguna vez en los brazos del criado —una vergüenza indecible para una mujer europea de la Koningsplein que, además, en este caso ponía en juego los sentimientos del criado—, el caso es que una noche el esposo noruego, que como de costumbre yacía borracho en su cama, se despertó al oír unos fuertes golpes en su puerta y vio al criado que le susurraba:
—Señor, levántese, hay un ladrón en el pabellón de la señora.
Acto seguido, el jardinero y el propio criado, armados con machetes y acompañados por el esposo todavía medio borracho, se dirigieron al pabellón; el oficial saltó por la ventana y echó a correr hacia la plaza, donde los dos criados le dieron alcance y, puesto que estaba desarmado, la emprendieron a machetazos con él hasta que cayó al suelo gravemente herido. El marido borracho llegó dando traspiés, encendió una cerilla y sólo entonces se dio cuenta de que el ladrón era uno de sus camaradas del club.
—Pero, hombre, Veersema, ¿eres tú? —dijo adormilado.
—Por el amor de Dios, remátame, no me dejes aquí tirado —suplicó el oficial, que yacía en un charco de sangre y sólo llevaba puesta la camisa.
El esposo, sin embargo, se retiró, y unos transeúntes tuvieron que trasladarlo al hospital. Mi padre acudió desde Villa Merah para ver a su amigo, pero éste había muerto aquella misma mañana y el médico del ejército le desaconsejó estropear su recuerdo contemplando el cadáver desfigurado. El oficial de caballería era un hombre alegre y gentil, delgado, de pelo rubio y sonrisa encantadora. Era tan querido por sus hombres que, la tarde siguiente de su muerte, diversos soldados y suboficiales europeos fueron a la casa de la Koningsplein. Después de haber pasado media hora en la calle gritando “¿dónde está esa mujer?” y “¿dónde está esa puta?”, y después de haber pedido al esposo que se mostrara, irrumpieron en la casa, pero la encontraron vacía. Hicieron añicos todos los jarrones y espejos. Les hubie-se gustado ver sobre todo a “esa mujer”, pero mi padre se la había llevado a Villa Merah, en un ebro —un coche de alquiler común y corriente, aunque con cuatro ruedas en lugar de dos, y más lento y elegante que el sado, que es aún más corriente—, y habían tardado horas en hacer el recorrido. Aquella mujer le resultaba profundamente antipática, según mi padre. Durante el trayecto ella apenas habló, y lo que dijo era tan tedioso y frío como siempre,no porque contuviera sus emociones, sino simplemente porque aquel caso le resultaba sumamente desagradable y en aquellos momentos empezaba a temer por su reputación. Se alojó en su casa durante una semana porque no se atrevía a regresar a la Koningsplein, y después partió lo más rápido que pudo hacia Europa. Su foto figuraba en nuestro álbum, pero nunca conse-guí arrancarle a mi padre suficiente información sobre ella como para satis-facer mi curiosidad. Era una mujer rubia de labios bastante carnosos y ojos oscuros, en quien yo descubría siempre algo romántico, pese a la antipatía de mi padre, hasta que mi tía Tine rompió el encanto señalándome el detalle de su monótono ceceo, añadiendo, además, que era sumamente estúpida.
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