Desde que está casado, todo el mundo opina que Viala ha cambiado. No ha dudado ni un momento en asumir la doble carga que supone un matrimonio, a pesar de que apenas tenía suficiente para él; si es cierto que este tipo de circunstancias son suficientes para cambiar a alguien, no hace falta buscar otra explicación. Un golpe de suerte les permite a veces realizar un viaje corto, pero en otros momentos no saben cómo pagar la vivienda:
—Pero todos estos líos acaban solucionándose por sí solos —me dijo en tono alentador.
No hay nada más adorable que la cara seria de Manou, tan radiante y tan frágil, los labios ligeramente fruncidos, la mirada baja y los suaves rizos que caen sobre su frente cuando se esfuerza por mantener nuestro ritmo mientras copiamos en la biblioteca. Escribe lenta y aplicadamente, con letra pequeña, una tarea que ha realizado todos los días durante meses, cuando Viala no tenía más fuente de ingresos que la publicación de un texto del siglo xvii. Seguramente la quiere como se quiere a un compañero de armas que es a la vez compañero de juegos; aparte de ser su mujer, tiene que satisfacer todos los instintos infantiles que se han mantenido despiertos en él y que a veces le permiten divertirse durante horas y reírse con ganas, aunque las cosas vayan mal.
Todo esto me parece estar lleno de lagunas, pero más doloroso sería si intentara completar estas páginas con medios artificiales para obtener una imagen acabada y perfecta que me satisficiera. Es como si tuviera que escribir cosas sobre Viala que no tengo derecho de desvelar, ni siquiera las que he descubierto “a través de mi propio análisis”, como si se tuviera el derecho de divulgar un secreto arrancado en una confesión. Preferiría averiguar en qué se basa el sentimiento de perfecta hermandad que me une a Viala más que a otras personas, sin importar lo mucho o lo poco que nos decimos de realmente importante. Y no sólo porque haga tanto tiempo que somos amigos, sino porque algo se ha mantenido real pese al papel que creo representar. No podría decirle a Viala que soy un burgués, pues no me creería y aseguraría que tengo muchísimo más de anarquista,xlviii pero esa idea suya es tan errónea como su empeño en considerar a Héverlé un aventurero, un revolucionario, un político si se quiere, cualquier cosa menos un escritor. Aunque la esencia en sí sea correcta, una vez abandonadas todas las poses, incluso la de la “autocrítica”, negar lo que Viala quiere ver en sus amigos constituye igualmente una deformación de la realidad.
—¿Por qué hay personas que se empeñan en que Héverlé sea un aventurero? —le digo dando un rodeo—. ¿O que casi le toman a mal que no sea un tipo de dos metros de estatura con cara de animal y manos peludas? Como si fuera realmente humillante ser un escritor de talento. Y por su relación con la revolución, hace más por la causa escribiendo que lo que haría como hombre de acción, lo cual equivaldría seguramente a que se convirtiera en algo tan asqueroso como un político profesional. ¿Se da cuenta la gente de que un político es realmente mucho peor que un escritor? Y hoy en día los aventureros o los homosexuales son muy populares entre las personas que guardan algún tipo de relación con el mundo del arte…
—Lo que no acepto —replica Viala— es que precisamente el talento castre a un hombre sin que éste se dé cuenta. Si tus libros son tan bonitos que el enemigo puede acabar admirándolos o concediéndote premios por ellos, entonces todo se acabó, habrás quedado reducido a las letras respetables, entonces sólo trabajarás para mayor honor y gloria del arte nacional. No es que la política me parezca mejor que a ti, pero hay algunas fases de la resistencia que son lo único humanamente digno, que se clasifican en el apartado “política”, por así decirlo. Nunca me he afiliado a un partido porque me repugnan los líderes, incluidos los comunistas aquí, en este país, pero para ser justos quizá tengamos que admitir que esos pobres diablos son víctimas de su destino si, al final, ni siquiera son capaces de pensar fuera de la legalidad de su organización, si se convierten en burócratas de la revolución al no poder formar parte del gobierno. Quizás hagan lo que puedan, ¡pero sólo pueden dar lo que tienen! La culpa de que se conviertan en esto, después de pasar unos años en la política, es de la situación, y ni siquiera puedes decir que habría que cambiarla, pues ellos aseguran que esperan que cambie para cambiar ellos a su vez. En realidad, todo esto me tiene sin cuidado, nunca me he hecho ilusiones acerca de los líderes. Tampoco tengo ganas de leer acerca de cuál es la dignidad, la tarea, la esencia y todo lo demás del proletariado. Cada vez que alguien me lo explica, por muy bien que lo haga, pienso que no hay nada como mi propio sentimiento de ser proletario, de haberlo sido siempre, con esa pestilencia que llevas encima desde la infancia. Los únicos proletarios que realmente me inspiran simpatía son los que pagan con una existencia miserable sin comprender nunca por qué; los que nunca harán arte y a quienes de poco sirve el arte con el que otro demuestra que los comprende y que comprende su destino. Nadie me devolverá nada de mi juventud, que también fue arruinada.
—Una enfermedad sin cura, pues si lo piensas bien —opina Héverlé—, todo se basa en un malentendido entre Viala y dios.
26Autobiografía novelada de Stendhal. [N. de la T.]
27Viala es, en esencia, noble. [N. de la T.]
VII. El niño Ducroo
La historia de mi infancia empieza con algunas fechas y algunos hechos exactos transmitidos por la memoria de los mayores. El primer documento es un ejemplar amarillento del periódico Bataviaasch Nieuwsblad en el que se anuncia mi nacimiento; en la portada un comentario acerca de la guerra: “El cerco que los bóers mantienen en torno a Ladysmith se estrecha cada vez más…” Nací el día de Todos los Santos de 1899, un jueves a las dos menos cuarto de la tarde. Doce años antes, el nacimiento de mi hermanastro Otto había sido un parto difícil para mi madre y, dada su edad cuando estaba embarazada de mí, debía cuidarse, por lo que el médico decidió “mantenerme pequeño”, lo cual significó que mi madre siguiera durante meses una dieta especial para frenar en la justa medida el desarrollo óseo de mi cuerpo nonato. No creo que ese método siga utilizándose hoy en día, pero por lo visto conmigo consiguió el resultado deseado. Al nacer pesaba alrededor de dos kilos y medio, y es un milagro que haya superado la estatura de mis progenitores. Sin embargo, mi nariz era tan extraordinariamente grande —quizá porque allí había más carne que huesos— que mi padre se asustó, preguntó al médico si se me iría y de quién podía haber heredado tamaña nariz. Mi nacimiento tuvo lugar en la kamar panjang (habitación larga) de Gedong Lami, en el edificio principal junto al río.
Pese a las precauciones tomadas durante el embarazo, mi madre tardó en recuperarse y estuvo mucho tiempo enferma. Más tarde creía recordar que se había mantenido con vida a base de vino tinto con hielo. El médico era, según ella, un “encanto” de hombre, y se llamaba Wittenrood, nombre que la enfermera pronunciaba siempre separando las sílabas “wit-en-rood”. 28Mi madre no tenía leche para amamantarme y yo no toleraba la de lata ni la de vaca ni la de polvo. Al cabo de dos días pensaron que me moriría. Mi padre había enviado mensajeros a recorrer sus tierras en busca de una nodriza que pudiera amamantarme, pero no se presentó ninguna, quizá por el miedo que les infundían él y su casa, o porque eso les daba una oportunidad para perjudicarle. Obligaron a dos o tres madres jóvenes a presentarse, pero estaban tan sucias y tan poco dispuestas a colaborar, que por mi bien pensaron que era preferible no presionarlas más. Por fin, cuando ya estaba lívido y muerto de hambre, y mis padres me miraban desolados, apareció una nativa llamada Niah, del pueblo Kebon Dalem —“una mujer alegre con una leche deliciosa”, según la descripción de mi madre—, que estaba amamantando a mi hermana de pecho, Chemplo. La recuerdo vagamente por haberla visto después y también por una foto: tenía un rostro bonachón, pero animal, con ojos somnolientos y una boca prominente. Más tarde también volví a ver a mi hermana de pecho —una niña de unos ocho años que se parecía a su madre como dos gotas de agua—, quien me trató con aduladora educación. Yo tenía cuatro meses cuando llegó mi fiel Alima.
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