Hemos arribado al postapocalipsis. Si no somos capaces de reinventar nuestras sociedades, encontrando auténticos mecanismos de redistribución de la riqueza —sobre todo impuestos progresivos y, como ha insistido Thomas Piketty, a las grandes fortunas de hasta el 90 por ciento—, nos arriesgamos a que el sufrimiento, el rencor y la violencia nos desgarren por completo.
13. Diario
Cuando, como si fuera un líquido correoso, la pandemia ya había comenzado su rápida expansión por el mapamundi, impregnando China y, desde allí, Italia o España, y vorazmente el resto del planeta, la necesidad humana por narrar esta época desconcertante e inédita se volvió imperiosa. Frente a la sorpresa, el dolor o el miedo, las palabras se volvieron urgentes —artículos de primera necesidad— y la escritura y la lectura fueron redescubiertas como actividades esenciales. Ocurrían tantas cosas en tantas partes, y al mismo tiempo, en el encierro, tan pocas, que el diario se convirtió en el medio más natural para expresar la ansiedad, la esperanza o el asombro cotidianos.
Ante la imposibilidad de contar —o explicar— la conmoción total de la pandemia, al menos podíamos desmenuzarla poco a poco. A finales de marzo de 2020, Guadalupe Nettel y yo comenzamos a buscar a aquellos testigos que, desde distintos lugares del orbe y desde diversas perspectivas, estuvieran dispuestos a compartirnos una de sus jornadas de este tiempo extraordinario. Gracias a todos ellos —imposible mencionar aquí sólo unos nombres—, articulamos este diario colectivo, esta crónica parcial e interrumpida de este tiempo de virus.
Voces que, de Venecia a la Ciudad de México, de Manila a Medellín, de Seúl a Milán, de Luanda a Buenos Aires, pudieran abrir un resquicio de luz en medio de la tiniebla viral. Desde el 28 de marzo hasta el 30 de junio, algunos de los mejores escritores de nuestra época compartieron su experiencia, día tras día, en las páginas electrónicas de la Revista de la Universidad de México. Una suma de dudas y saberes, de guiños y reflexiones, de frustraciones y vislumbres ahora trasladados a este Diario de la pandemia. Un recuento, accidentado y frágil como la vida misma, de cómo la literatura nos impulsa a sobrevivir.
Además, un grupo de escritoras y escritores, jóvenes en su mayoría, complementa con sus reflexiones e impresiones este itinerario, asomándose desde sus balcones reales o imaginarios, eco perfecto que une generaciones distintas en ese extraño tiempo de virus.
14. Volver al futuro
2020. Un año sin año. Un año entre paréntesis. Un año borrado. Un año miniaturizado. Un año sin futuro. Desde que se inició la pandemia, nos hemos visto obligados a adaptarnos a un medio repentinamente hostil e impredecible, el mundo: a pertrecharnos en nuestras casas como refugios antiatómicos (los que tuvimos este privilegio), a asumir la calle como territorio enemigo y a los otros como espías encubiertos —los reptiles alienígenas de V, cuyos interiores virales ignoramos—, a reconvertir comedores o recámaras en severas oficinas, a administrar el largo tiempo que cada mañana nos queda por delante, a inventarnos rutinas para combatir la depresión o la demencia, a incrustar todas las actividades posibles en los escasos centímetros de una pantalla, a contemplar la diaria cuenta de infectados o muertos primero con horror, luego con desconfianza y al cabo con lamentable indiferencia, a batirnos obsesivamente en redes a favor o en contra del presidente, a acostumbrarnos a esta extraña vida que no era la vida.
En la inmediatez de la pandemia, durante este medio año nos privamos de futuro. De un modo u otro, enloquecimos. Y todavía hoy, cuando sin importar si los contagios se multiplican o si florecen nuevos brotes nos apresuramos a recuperar aquello que suspendimos o extraviamos, el porvenir luce igual de nebuloso, igual de inverosímil. Imposible asirnos a ninguna certeza excepto el pasmo reiterado, dominados por la sensación de que todo es endeble, provisional, tan efímero como la normalidad pasada que hoy nos resulta tan ajena. Asomamos las narices al exterior como perros apaleados, husmeando y retrocediendo, escamados y temerosos de enfrentar lo que hay más allá de nuestras verjas —de nuestros prejuicios y de nuestros celulares.
Soñamos con vacunas: el único antídoto frente a la incertidumbre absoluta, el remedio no sólo contra el covid-19, sino contra los temores acumulados en estas semanas de asumirnos domésticos ropavejeros. Asumimos que solo ellas nos devolverán no ya nuestras existencias pretéritas, consumidas por completo, sino el porvenir que la enfermedad canceló de tajo. Sabemos también, pese a que hurguemos las redes en busca de avances optimistas, que ésta no llegará —y sobre todo no llegará a todas partes— hasta el año próximo, en el mejor de los casos. Es nuestro mesías biotecnológico: el salvador que anuncia su próxima venida y nos concede un poco de fe —o de tenacidad— para cerrar los ojos al dolor y seguir adelante.
¿Y mientras tanto? Mientras tanto, como devotos de religiones escatológicas, la ansiosa, lenta espera. Recuperamos bulevares, jardines y playas con la sensación de nunca haberlos visitado, cada espacio libre sabe a recon-quista y se llena con el deslumbrante resplandor de las victorias. Porque en el fondo sabemos que son triunfos precarios: el virus puede reactivarse en una congregación o en una fiesta, en el transporte público o en una maquila-dora, y ello nos llevará a una espiral de confinamientos y liberaciones, confinamientos y liberaciones, el único esce-nario predecible por ahora.
¿Aprendimos algo en este medio año sin medio año? ¿Le dejó al mundo alguna enseñanza o lo veremos sólo como un episodio turbio y extravagante, aunque al cabo anodino, en nuestra marcha histórica? ¿Seremos capaces de soltar nuestros lastres —la oprobiosa desigualdad, nuestras múltiples y enredadas violencias, el rencor y el odio destilados por el encierro, la actual veleidad de nuestros líderes hacia la mentira— o, al revés, dejaremos que nos aplasten? Quizás no haya llegado el tiempo de abandonar nuestros cuarteles, el encierro físico que hemos padecido, sino el de escapar de las jaulas invisibles que hemos edificado a nuestro alrededor en este inconcebible 2020. Se impone escapar de nuestras toscas certezas abonadas por el aislamiento, la desconfianza y el pánico. Es hora de alzar la vista, comprobar que los demás —todos los demás— valen tanto como cada uno de nosotros, de confiar en que quienes piensan distinto no son nuestros enemigos y de imaginar —sí, de imaginar de nuevo— un futuro libre, justo, igualitario.
Desde el Carnaval de Venecia 2020
(La máscara)
Rachele Airoldi
Venecia, 28 de marzo— Este año el Carnaval de Venecia fue testigo de la aparición de disfraces nuevos y originales. A las típicas máscaras brillantes de papel maché pintadas a mano por artistas venecianos en los pocos talleres tradicionales que aún persisten —y que buscan destacar entre una infinidad de tiendas chinas que venden copias baratas de plástico— se han añadido mascarillas de uso médico. También de ellas se ofrece a los compradores una amplia variedad, desde el clásico cubrebocas quirúrgico desechable hasta otros modelos con válvulas respiratorias, una o varias capas, FFP1 o FFP2. El debate sobre el carnaval en tiempos de pandemia fue muy apasionado y pronto se convirtió en el principal tema de conversación. En la plaza de San Marcos algunos turistas que no están dispuestos a renunciar a los festejos, pero tampoco a dejar de lado ciertas precauciones, pasean ataviados con ambas versiones: mitad rostro de arlequín y mitad Grey’s Anatomy . En cambio, algunos venecianos, fieles a la tradición, se disfrazan de médicos de la peste, con largos ropajes negros y máscaras blancas con picos muy apropiadas para los tiempos que corren. Así buscan restarle dramatismo al clima de preocupación que priva por las noticias que llegan de China sobre el coronavirus.
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