Santiago Roncagliolo - Diario de la pandemia

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Entre el 28 de marzo -días después de que la OMS declarara al nuevo coronavirus y al covid-19 (la enfermedad derivada de aquél) como una pandemia- y el 30 de junio de 2020, la Revista de la Universidad de México convocó a más de 100 escritoras y escritores, de entre los más relevantes de la actualidad, a relatar sus experiencias en medio de un contexto mundial inédito, marcado por el temor y la zozobra, pero también por la esperanza y la empatía. El resultado es un testimonio polifónico que, desde diversos puntos del orbe, da cuenta del día a día en medio del aislamiento, la incertidumbre y el dolor.

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Cuando los neurocirujanos estiman que un paciente corre peligro de sufrir graves daños cerebrales, optan por una medida extrema: la administración de barbitúricos para causar un coma inducido. La idea es disminuir la presión intracraneal a cambio de postrar al sujeto en un profundo estado de inconsciencia. No es una metáfora descabellada afirmar que las decisiones de nuestros poderes médicos y políticos frente a la pandemia obedecen a una estrategia semejante: paralizar casi por completo nuestras sociedades —los sectores que no se consideran esenciales, y en particular los vinculados con el pensamiento— a fin de reducir la velocidad de contagio.

Frente a la imposibilidad de reunirnos en aulas y auditorios, teatros y salas de conciertos, o en la vía pública, nos hemos conformado con trasladar estas disciplinas al entorno virtual. Miles de profesores y alumnos se reúnen a diario en diversas plataformas, mientras las instituciones culturales han creado raudos programas en línea, que van de recorridos por galerías y museos a obras teatrales omusicales por Zoom a concursos literarios, escénicos o cinematográficos, generando una sobreoferta con la que hemos querido llenar, un tanto neuróticamente, nuestros vacíos recintos analógicos.

Poco antes del estallido de la pandemia —ahora nos parece tan lejano—, las manifestaciones feministas clamaban por un nuevo orden global. Como tantas, esa lucha también ha quedado en suspenso. La disidencia en redes sociales —espacios privados, a fin de cuentas— no tiene el mismo impacto sin su correlato real. Ante la magnitud de la tragedia, los políticos nos exigen unidad, no crítica. No debemos resignarnos: aun confinados, nos corresponde mantener el espíritu contestatario frente a todas las acciones del poder. De otro modo, regresaremos de este coma con un irreparable daño cognitivo.

7. Conejillos de Indias

¿Y si los encerramos a todos en sus casas? ¿Y si durante semanas o meses les impedimos salir a la calle? ¿Y si cerramos sus bares y restaurantes, sus escuelas y universidades, sus parques y centros deportivos, sus cines, teatros y salas de conciertos? Estas malignas preguntas, que parecerían provenir de una novela de Stanislaw Lem o de Ursula K. Le Guin —o, en otro extremo, de Kafka—, son ahora parte de nuestra realidad cotidiana. De pronto, los seres humanos nos hemos convertido en cobayas de un gigantesco experimento social cuyas consecuencias sobre nuestros cuerpos y nuestras mentes son incalculables.

Cada día sabemos más del virus y cada día nos damos cuenta de lo poco que sabemos. No hay duda de que circula de una persona a otra a partir de las gotas que expelimos al hablar, toser o estornudar o de los objetos que tocamos: esta certeza nos ha enclaustrado. Pero la variedad de medidas implantadas en cada sitio, en teoría dictadas bajo criterios técnicos, demuestra que nadie sabe bien qué hacer. Ni siquiera sabemos cuántos infectados hay en el planeta.

Somos conejillos de Indias que, obligados a permanecer entre cuatro paredes —la mayor parte de la humanidad dispone de unos pocos metros cuadrados frente a quienes se distraen o ejercitan en patios o jardines—, de seguro seremos estudiados por los científicos del futuro como una anomalía cuyos desperfectos —depresión, ansiedad, obesidad, paranoia o simple miedo— definieron la tercera década del siglo xxi.

8. Sobrevivir (o no)

Cada crisis —económica, política, social— genera un gran número de perdedores, naciones tanto como empresas e individuos, pero también provoca que, quienes mejor se aprovechan de las circunstancias o de sus ventajas competitivas, salgan ganando del desastre. Ahora que estamos sometidos al feroz ataque de un virus que parecería empeñado en usarnos como medio de cultivo, nos volvemos más conscientes de los férreos dictados de la evolución: quienes mejor se adapten sobrevivirán y quienes no sean capaces de hacerlo correrán el riesgo de extinguirse.

La metáfora evolutiva, tantas veces sacada de contexto, adquiere hoy inquietantes resonancias. Así como este coronavirus logró saltar de animales a humanos, adaptándose para vencer a nuestro sistema inmune —o para volverlo contra nosotros mismos—, unas cuantas compañías y unos cuantos países han sabido valerse del caos para obtener incalculables beneficios. Cuando salgamos del encierro —cuando contemos con una vacuna o nos hayamos inmunizado en masa, con la vasta cantidad de muertes que esta opción conlleva—, el mundo no será exactamente el anterior y los más aptos —que no los más fuertes— habrán aumentado drásticamente su poder o su riqueza.

A los grandes perdedores de la pandemia los reconocemos de inmediato, pues son los mismos de siempre: en el reino de la desigualdad provocado por el neoliberalismo, los más pobres continuarán sufriendo más. Algunas estadísticas ya lo demuestran: en Estados Unidos, la tasa de infecciones y muertes es mucho mayor entre afroamericanos y latinos que entre caucásicos. La razón, por supuesto, no es racial: tiene que ver con los recursos y el acceso a los sistemas de salud. Pronto, en América Latina y África los más desprotegidos enfrentarán idéntica suerte y, como siempre, serán los más afectados por la crisis.

En términos económicos, millones de empresas, grandes y pequeñas, sufrirán, se extinguirán o se volverán irrelevantes —del sector inmobiliario a la industria automotriz y del turismo al entretenimiento y la cultura—, mientras las industrias tecnológicas incrementan alarmantemente sus ingresos. Amazon, denunciado en Francia por no proteger a sus trabajadores, ya ha hecho de Jeff Bezos el hombre más rico del planeta. Google, Microsoft o Facebook se consolidan como poderes omnímodos a los que recurren los desgastados gobiernos nacionales en busca de auxilio. Y lo que mejor saben hacer, por desgracia, es vigilarnos y comercializarnos.

9. Libertad condicional

Para unos, es la prueba de la eficacia del gobierno a la hora de atender la pandemia; para otros, la comprobación de sus mentiras o sus fallos. La misma estadística, fría y seca, usada a conveniencia. Si la ciencia aspira a ser objetiva, sus interpretaciones jamás lo son, y menos todavía sus usos políticos. Así como los nazis exigían una ciencia alemana opuesta a la ciencia judía o los soviéticos impulsaban, con Lysenko, una evolución proletaria, amparada en la cooperación al interior de la misma especie, contraria a la biología capitalista que aseguraba la ávida competencia, en cualquier momento la ideología es capaz de nublar cualquier argumento técnico.

Luego de esta larga cuarentena, el imperioso regreso a la normalidad, o a esa precaria normalidad que llamamos nueva, ha comenzado a asociarse con la derecha —en Estados Unidos, la enarbolan los republicanos—, mientras que la necesidad de mantener la reclusión y la distancia adquiere tintes de izquierda —y es defendida con ardor por los demócratas. Ambos grupos se valen, en teoría, de los mismos datos para justificar sus apuestas. Una vuelta inmediata, incluso cuando las infecciones continúan su curso, luce, así, como una medida típicamente neoliberal, pues privilegia la economía y el lucro sobre salvar vidas, mientras que posponerla parecería una medida progresista impulsada por la solidaridad hacia los más vulnerables.

¿Cuántas muertes de ancianos o enfermos crónicos provocará un intempestivo regreso? ¿Basta con haber “apla-nado la curva”, es decir, con descargar un poco la presión sobre nuestros sistemas sanitarios, para reabrir la temporada de contagios? ¿Para qué este duro encierro si habremos de clausurarlo sin poder anticipar las consecuencias? Ninguna economía resistirá un confinamiento más largo, pero, ¿ello basta para apresurar su reactivación? Los científicos advierten sobre la posibilidad de una nueva y más mortífera ola de contagios en el otoño o de brotes periódicos que obligarán a nuevas medidas de aislamiento. En este periodo de incertidumbre, lo más probable es que nuestra ansiada libertad vaya a ser sólo condicional.

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