10. En coma
Teatros sin actores ni bailarines. Salas de conciertos sin músicos. Y sin público. Cines y salas de arte sin espectadores. Museos y galerías sin visitantes. Librerías sin lectores. En todo el mundo estos lugares fueron los primeros en cerrarse y serán los últimos en reabrir. El confinamiento ha significado para millones de artistas y trabajadores del arte —técnicos, taquilleros, vigilantes, personal de limpieza, custodios, acomodadores, libreros— no sólo la suspensión de sus proyectos, sino la drástica pérdida de sus ingresos. Y, para incontables empresas culturales —espacios independientes, editoriales, distribuidoras, productoras, promotoras de eventos— el riesgo de desaparecer. Las pérdidas no se limitan, además, a sus participantes directos, sino a las sufridas por la hostelería, la restauración y el turismo.
De un día para otro, creadores, técnicos y administrativos de la cultura se vieron obligados, entonces, a traducir sus actividades al mundo virtual. Unos cuantos ya se dedicaban a producir obras pensadas específicamente para los medios digitales, pero la mayoría debió reconvertirse a toda prisa para intentar salvar sus ingresos o su contacto con el público. El esfuerzo sin duda ha ayudado a que incontables personas atraviesen de mejor manera la cuarentena, pero también nos deja un amplio hiato de reflexión sobre cómo utilizar responsable y creativamente la tecnología, cómo no sucumbir a su agenda oculta —las plataformas son privadas y comercian cínicamente nuestros datos— y cómo combinarla con las actividades presenciales que seremos capaces de organizar cuando termine este periodo de incertidumbre.
Ofrecida como servicio altruista, esta avalancha de actividades virtuales ha sido mayormente gratuita, lo cual ha redundado en un claro beneficio para la sociedad, pero ha acentuado la crisis económica de sus creadores, quienes en buena parte de los casos han sido mal remunerados por su trabajo o de plano no han recibido ninguna compensación por él. En países avanzados, donde los trabajadores de la cultura cuentan con seguridad social y seguro de desempleo, el problema ha sido menor, pero en lugares como México ha significado un profundo deterioro en sus condiciones de vida.
Si de por sí en los países en desarrollo los artistas están mal pagados, la pandemia los ha colocado en una situación insostenible aun cuando son el motor del que depende no nada más el desarrollo intelectual o emocional del orbe, sino un sinfín de empleos. Quien piense que la cultura no es una actividad esencial en tiempos de pandemia yerra por completo. Se trata de un sector vulnerable, como tantos otros, que necesita del apoyo de todos —es decir, del Estado. La cultura genera incontables trabajos y recursos para el país, un argumento que debería bastarles a nuestros gobernantes para apoyarla—, pero, por encima de todo, nos torna verdaderamente humanos. Dejarla en coma representa condenarnos a padecer una enfermedad moral de la que tardaremos décadas en recuperarnos.
11. Empantallados
El trabajo cotidiano, a través de la pantalla. Clases, cursos y talleres, a través de la pantalla. Charlas con amigos, a través de la pantalla. Visitas a padres y abuelos, a través de la pantalla. Fiestas y celebraciones, a través de la pantalla. Conciertos, funciones de danza y teatro, a través de la pantalla. Visitas a museos y exposiciones, a través de la pantalla. Recorridos por parques y jardines, a través de la pantalla. ¿Bodas y entierros? También a través de la pantalla. Todo ello sumado a lo que, en el mundo de antes, ya muchos hacíamos a través de diversas pantallas: abismarnos en toda clase de videos y películas, roer noticias, chatear con conocidos y desconocidos, husmear en las redes sociales de los otros, exhibirnos en nuestras propias redes sociales, leer artículos y hasta libros, jugar o presenciar juegos ajenos, buscar o practicar sexo.
De pronto, el virus aceleró nuestra condición de prisioneros virtuales: si el contagio son los otros, nada mejor que una barrera, un muro o un filtro irrompible capaz de protegernos. En vez de las cuatro paredes de una celda tradicional, nos enclaustramos entre cuatro pantallas: las de nuestros celulares y tabletas, la de la computadora y la de la televisión (la pandemia nos obligó a renunciar a la quinta, la de las salas de cine). La pantalla aspira a ser frontera, pero se trata de una frontera porosa, como las membranas celulares: no permite el paso del SARS-CoV-2, sin duda, pero sí de esos otros virus, las ideas e imágenes que nos invaden a diario.
La pandemia, lo sabemos, ensancha las desigualdades, de modo que, mientras millones han de conformarse con el mundo analógico o con una pequeña pantalla con cobertura o datos mínimos —la precariedad digital—, nosotros apenas nos permitimos descansar de ellas unos minutos al día. Si ello ya era una tendencia, acentuada en millenials y centenials, hoy el confinamiento lo justifica todo. El recuento de nuestras horas en pantalla que cada domingo cintila en nuestros teléfonos inteligentes sería el equivalente de los palitos y diagonales que los presos de ataño arañaban en sus calabozos.
Como cualquier espejismo, la pantalla nos hace creer que estamos afuera, que en verdad interactuamos con nuestras familias y amigos, que cada una de esas sesiones en verdad nos acerca a los demás, y ello basta para que les entreguemos nuestras almas. Si no la vida eterna, se nos concede este remedo de vida que poco a poco se transforma en la vida. Al término de este encierro, cuando —soñamos— al fin nos salve una vacuna, habría que hacer el recuento de cuántas horas pasamos aquí, frente a este espejo de doble cara, mirándonos a nosotros mismos mientras creemos mirar el universo.
Hay quien piensa que, fatigados de tanta pantalla, en el momento de nuestra liberación correremos vertiginosamente hacia el mundo, que atiborraremos parques y las plazas, que nos derretiremos en reuniones familiares al aire libre, que pasearemos como nunca y nos volcaremos a aquellos espectáculos que se nos prohibieron estos meses, aparcando nuestros gadgets. Lo dudo: los primeros días escaparemos, pero lo más probable es que, como perros bien amaestrados, volvamos dócilmente a nuestros nuevos rediles virtuales. Todo ha conspirado para reeducarnos así: las indicaciones del poder médico tanto como la avaricia de las multinacionales tecnológicas, e incluso la buena voluntad de quienes auspiciamos el nuevo bombardeo de cultura digital.
Si ya casi lo éramos, la pandemia nos ha transmutado por completo en cibersiervos: sumisos esclavos de Facebook, Google, Microsoft, Twitter o Zoom, enriquecidos y empoderados a costa de los datos que voluntariamente extraemos para ellos segundo a segundo. Mientras tanto, el trabajo a distancia continuará introduciendo la explotación laboral en nuestros cuartos mientras no se regulen prácticas y horarios: teletrabajadores del mundo, uníos. No se trata de demonizar las pantallas —ya somos cyborgs— sino de mantenernos alerta: fuera de la cárcel virtual que tan diligentemente hemos construido en esos meses ha de haber algo más.
12. Postapocalipsis
Millones de personas contagiadas y cientos de miles de muertos. Millones de personas hacinadas en hospitales, atendidas por médicos y enfermeras con apariencia de astronautas. Y millones, literalmente millones, todavía arrinconados en sus casas, gastándose sus últimos ahorros, royendo sus postreras reservas, subsistiendo con los magros apoyos estatales —donde los hay—, aprovechándose de la buena voluntad de sus parientes y amigos, empeñando sus escasas pertenencias, llenando solicitudes de empleo sin respuesta, vendiéndose al mejor postor o mendigando por las calles.
Si las cifras de infecciones y decesos son tan gélidas como inclementes, las de la crisis económica se aventuran igual de escalofriantes: sin poder calcular aún su impacto global, los primeros datos nos acercan a la Gran Depresión de los años 20 del siglo pasado. Millones de historias que nos resistimos a contar, que nos resistimos a ver, de dolor, frustración, amargura y hambre. Y de una violencia que, en estas condiciones, sólo apunta a recrudecerse en un lugar ya completamente devastado a causa de la guerra contra el narco.
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