Santiago Roncagliolo - Diario de la pandemia

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Entre el 28 de marzo -días después de que la OMS declarara al nuevo coronavirus y al covid-19 (la enfermedad derivada de aquél) como una pandemia- y el 30 de junio de 2020, la Revista de la Universidad de México convocó a más de 100 escritoras y escritores, de entre los más relevantes de la actualidad, a relatar sus experiencias en medio de un contexto mundial inédito, marcado por el temor y la zozobra, pero también por la esperanza y la empatía. El resultado es un testimonio polifónico que, desde diversos puntos del orbe, da cuenta del día a día en medio del aislamiento, la incertidumbre y el dolor.

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Existen muchos gays orgullosamente casados que se la han pasado exigiendo que la gente permanezca en sus casas con una arrogancia regañona que recuerda la desinformada homofobia de los 80 y deja fuera cualquier variable, ya no digamos económica. Para los hombres cisgénero la estigmatización del VIH tenía que ver con la sexualidad de falos penetrando próstatas, un sexo anómalo y repugnante para los convencionalismos bugas. No obstante, en las épocas más culeras del sida, lo homosexuales siguieron jugándosela. Cogiendo en el subterráneo. Que al mismo tiempo fungía como una red bajo tierra de debate y solidaridad sin prejuicios. De caricias y abrazos ilegales, pero redituables para el espíritu. No es sorpresa que muchos paisajes cyberpunks ubiquen los drenajes como escenarios donde un grupo de personas fundan nuevos tipos de sociedades.

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Ahora los gays sucumbimos a las máquinas para sosegar la ansiedad sexual. Al menos en lo que pasan las fases necesarias de la cuarentena para estar a salvo del covid-19. Como si la invasión de cyborgs se hubiera adelantado a lo planeado. Uno de los últimos videos que me envió el compa de Silver Lake tiene que ver con una auténtica fuck machine: literalmente, máquina de coger. Un dispositivo que consiste en una estructura tubular similar a una andadera, en cuyo centro se sostiene una pequeña máquina que mediante engranes, empuja y retrae un mástil al cual pueden ajustarse dildos de cualquier tamaño, según el aguante del pasivo, cuyo movimiento mecánico emula la penetración. Se conecta a la corriente eléctrica y el diseño permite ajustarse a cualquier posición, acostado, parado, de perrito, etc. Mi amigo debió poner la lente del smartphone en el resquicio de la ventana de tal forma que pude ver la totalidad de la cama, con la vista de él hacia al techo. Sonaba una especie de Uk Bass percudido y altamente sexual, con coros de mujeres afroamericanas cantando en éxtasis. Mi amigo da clases de sociología y con el dinero que le cae por hacer de dj puede costearse esta clase de juguetes. Sin duda cachondea. Pero es, literalmente, verlo dejarse coger por un robot sin cabeza ni conciencia para soltar escandalosas frases de dominación. A salvo de cualquier contacto humano que pudiera transmitirle el coronavirus para el que no hay vacuna. Tampoco para el VIH. Simplemente hemos aprendido a vivir con él. A entenderlo sin culpas. Como los alfileres y seguros que los punks se atravesaban en las orejas sin anestesia. Mi amigo lo usa a una lentitud hipnótica, supongo que para no venirse en chinga. Pero no es un robot y termina eyaculando. Poco a poco se zafa del dildo color carne, se limpia con unos cuantos Kleenex, se acerca desguanzado a su smartphone y el video se interrumpe. Minutos después hablamos por Facetime. Sobre lo surrealista de esta primavera. Sobre la incertidumbre laboral. Y lo peor, sobre el final de la cuarentena, cada vez más imposible. Sobre el día en que las penetraciones vuelvan a palpitar directamente de la irrigación sanguínea de otro ser humano y no de unas piezas de metal que se mueven por leyes mecánicas sin alma. Embestidas acompañadas de los besos y salivazos patriarcales de las orgías gays.

Mi amigo se tuvo que secar un par de lágrimas mientras hablábamos de nuestras frustraciones pornográficas. Tocarse los ojos es una de las formas más seguras de contraer el coronavirus para quienes no se lavan las manos constantemente. Ni llorar sabroso se puede en estos días. No es lo mismo. A la fuck machine le faltan las aberrantes sandeces que decimos en las orgías. “¿Estaremos mal por pensar en un montón de vergas mientras el covid-19 deja sin aire muchos pulmones?”, me preguntó. Dio un suspiro largo. Me preguntó si me gustaría verlo con un dildo mucho más grande que el anterior enchufado en la punta de la fuck machine. “No se si vaya a aguantar mucho tiempo”, dijo. “Los jóvenes le están poniendo el dedo medio al coronavirus. Ellos están armando orgías privadas por debajo de la movilidad cero. He estado tentado a ir pero me da miedo al mismo tiempo. Es curioso, ¿no? Quizás los gays tengamos que volver a hacer del sexo algo temerario, como en los tiempos más duros y fatales del VIH”, concluyó mi amigo al tiempo que fue por un dildo color cajeta, del doble del grueso que mis dos brazos juntos.

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