Santiago Roncagliolo - Diario de la pandemia

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Entre el 28 de marzo -días después de que la OMS declarara al nuevo coronavirus y al covid-19 (la enfermedad derivada de aquél) como una pandemia- y el 30 de junio de 2020, la Revista de la Universidad de México convocó a más de 100 escritoras y escritores, de entre los más relevantes de la actualidad, a relatar sus experiencias en medio de un contexto mundial inédito, marcado por el temor y la zozobra, pero también por la esperanza y la empatía. El resultado es un testimonio polifónico que, desde diversos puntos del orbe, da cuenta del día a día en medio del aislamiento, la incertidumbre y el dolor.

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Me llama la atención que, al tiempo que se vivifican nuestros sueños, insistamos en ver animales en los espacios públicos de nuestras ciudades. En las redes sociales, que son el espacio de contacto y comunicación que nos queda —y por el que nos desplazamos sin movernos de nuestro lugar, como cada noche hacemos en los sueños— nos hemos mostrado con emoción, desde que empezó la cuarentena, animales no humanos que ocupan el afuera del que los humanos nos hemos ausentado. Ponemos a los animales —jabalíes, venados, pavos reales, osos hormigueros— en nuestro lugar. En el sueño de las redes sociales, construimos el sueño de recorrer nuestras calles en otra forma, en otra encarnación: en los animales, que recorren el mundo entero como su propia casa; que se mueven por el mundo como por la realidad, y no como por un escenario, como nos movíamos nosotros, que salíamos a interpretar personajes y que, confinados en nuestra casa, nos hemos quedado sin escenario y ante el espejo.

Dije que he soñado con el hijo del sah de Persia y con un león que me esperaba en un carro: he soñado con la soberanía y con la posibilidad de desplazamiento, pero en un cuerpo que no es el mío (que es el de una fiera, pero que también es un rey: el león). Estos sueños, y esta sensación que tengo y que tienen algunos de mis amigos de estar mudándose a la realidad onírica, y esta experiencia del encierro ante la pantalla del computador, que hace que me sienta entre espejos —como en una fantasía del Barroco— me llevan a pensar en el Segismundo de Calderón de la Barca. El príncipe heredero de Polonia crece encerrado en una torre, sin saber quién es. Luego, lo sacan de la torre y lo ponen en el reino, en el lugar de príncipe. Vuelven a confinarlo por la ferocidad que exhibe, y él cree entonces que se ha soñado príncipe y que su realidad verdadera es la vida en la torre. Después de que ha comprendido y dicho la naturaleza ilusoria de la vida —y la reversibilidad de la relación entre vigilia y sueño— es liberado. Al final de la obra, ocupa la posición para la que nació: puede empezar a gobernar su reino y a vivir su vida, consciente de que la vida y el lugar propio son sueño y son teatro.

Querida Eula Biss

Jazmina Barrera

México, 16 de abril— Tuve un ataque de pánico leyendo tu libro. El 24 de enero de 2020, un día después de que China cerrara todos los accesos a la ciudad de Wuhan y cuatro días después de que se detectaran los primeros casos de covid-19 en Estados Unidos, abordamos un vuelo de Baltimore a la Ciudad de México. Yo estaba leyendo tu libro, Inmunología . Me tocaba participar en una charla contigo un par de semanas después y decidí que las horas de vuelo eran ideales para empezarlo. Me da vergüenza admitir que al principio era medio escéptica. Por más que en la contratapa hubiera elogios de dos de mis escritoras favoritas (Rebecca Solnit y Maggie Nelson) nunca me había puesto a pensar en las vacunas, no me interesaban particularmente y me imaginaba un libro más bien aburrido, lleno de jerga médica. Cambié de opinión a las pocas páginas, me enganché con las historias de vampiros, experimentos vacunos y madres antivacunas que ibas narrando y desmenuzando. Me identifiqué sobre todo con el miedo materno que tan bien describes, esa necesidad angustiosa —casi enloquecedora por momentos— de proteger a tus hijos de los infinitos peligros, visibles e invisibles, que acechan en cada rincón del mundo, a todas horas. Me interesaban particularmente las secciones en que explicas cómo el cuerpo humano coexiste por dentro y por fuera con una cantidad incalculable de microorganismos, y cuando convivimos en equilibrio con ellos, más que benéficos son necesarios —hace poco vi un documental donde explican que los niños que crecen con perros y por lo tanto están expuestos a sus gérmenes desde bebés, padecen menos alergias—, pero cuando el equilibrio se altera nos enferman. Fue quizás algún ruido del avión o una turbulencia medio ominosa lo que me distrajo de la lectura y me hizo pensar en el precario ecosistema que es un avión y en todos los virus que los pasajeros comparten a través del aire acondicionado, que circulan por nuestros pulmones una y otra vez, se reciclan y vuelven a circular. Siempre he padecido una leve hipocondría, casi simpática, pintoresca, diría yo, pero nunca antes me había pasado algo así. Esa mañana me había comido un par de gomitas anaranjadas de vitaminas Airborne, de esas que en teoría son especiales para mejorar el sistema inmune antes de abordar un vuelo. Traté de pensar en eso, pero no sirvió de nada, me faltaba el aire, sentí que me estaba ahogando, que tenía que pedir una máscara de oxígeno o salir de ese avión como fuera, gritarle al piloto que aterrizara de emergencia, robarle a la azafata uno de sus zapatos rojos de tacón —en ese vuelo por primera vez tomé conciencia de que en pleno siglo xxi siguen obligando a las azafatas a usar zapatos de tacón— y romper una de las ventanillas para que entrara aire fresco. Logré controlarme unos minutos más tarde, irónicamente, con el famoso truco de concentrarme en mi respiración.

Tres días después, mi familia y yo empezamos con los síntomas de una gripe insoportable. Luego de unas fiebres estratosféricas, una prueba de laboratorio confirmó que era influenza tipo A. Fueron días horribles. Mi hijo decía “mocos” cada dos segundos, yo no tenía fuerzas para nada. No nos habíamos vacunado contra la influenza. Varias veces pensamos que había que hacerlo, y varias veces lo pospusimos. Me enfurecí conmigo misma. Después de haber leído tu libro me quedó claro que era una tontería no haberlo hecho.

No tengo forma de saber si me enfermé en ese avión, pero mi instinto no tiene dudas.

Nos encontramos 21 días más tarde, Eula Biss, el 15 de febrero, cuando el covid-19 ya había sido bautizado y Francia anunciaba la primera muerte en Europa. Me caíste bien de inmediato. Fue una plática muy agradable, que duró sólo una hora, aunque yo habría querido extenderla por más tiempo. Con todo lo que ha pasado desde entonces he seguido imaginando conversaciones contigo, que son más bien soliloquios, porque trato de adivinar qué responderías a mis preguntas, pero nunca llego muy lejos. Se suponía que íbamos a volver a reunirnos, íbamos a tener una charla en mayo, en Chicago, durante el tour que me habían organizado por Estados Unidos, que fue, por supuesto, cancelado.

Hace unos días, mi hijo de dos años soñó esto: “Como la calle estaba vacía había una jirafa, y todas las casas se caían”. Habrá sido por un video que sacó mi tío en Berlín, donde filma las andanzas de un zorro en un jardín vacío enfrente del Palacio de Bellevue. Hablamos constantemente de la pandemia y mi hijo no había opinado nada hasta que varios días después me preguntó: “¿Mamá, en dónde están las personas?”. Entonces yo pensé en preguntarte, Eula Biss: ¿Qué te pregunta tu hijo? ¿Qué le respondes? Desde que me embaracé, desde que viví esa experiencia tan fascinante y desconcertante de ser dos cuerpos en uno, he ido buscando y descubriendo otras formas en las que nuestros cuerpos son parte de un organismo múltiple, de algo así como un jardín. Un año antes, sin haber leído tu libro, escribí en una conferencia esta oración: “No somos islas; se me ocurre que las mujeres, los humanos y los libros somos más bien algo así como jardines en la selva”. Casi salto de emoción —esto fue algunos días después del vuelo, ya con influenza pero sin ataque de pánico— cuando leí una oración por poco idéntica en tu libro, en donde dices que nuestros cuerpos son jardines dentro de un jardín más grande, que es el cuerpo social.

En tu libro explicas que no vacunamos a nuestros hijos para protegerlos de los virus. Las madres antivacunas tienen razón en esto: si nuestros hijos enfermaran de muchas de las enfermedades para las que los vacunamos, probablemente no sufrirían demasiado ni morirían. Vacunamos a nuestros hijos para proteger a las poblaciones más vulnerables, para que el virus no pueda saltar de cuerpo en cuerpo hasta llegar a un cuerpo debilitado, que no soporte la enfermedad. Vacunamos a nuestros hijos, nos vacunamos, por un sentido comunitario, por la noción de que somos un solo organismo múltiple.

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