Santiago Roncagliolo - Diario de la pandemia

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Entre el 28 de marzo -días después de que la OMS declarara al nuevo coronavirus y al covid-19 (la enfermedad derivada de aquél) como una pandemia- y el 30 de junio de 2020, la Revista de la Universidad de México convocó a más de 100 escritoras y escritores, de entre los más relevantes de la actualidad, a relatar sus experiencias en medio de un contexto mundial inédito, marcado por el temor y la zozobra, pero también por la esperanza y la empatía. El resultado es un testimonio polifónico que, desde diversos puntos del orbe, da cuenta del día a día en medio del aislamiento, la incertidumbre y el dolor.

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Paso el resto de la tarde armando valijas y escuchando música. Escucho el mismo tema tres, cuatro, cinco veces. Y repito la letra como si fuera un mantra. “Ring the bells that still can ring —canta Leonard Cohen— Forget your perfect offering/ There is a crack, a crack in everything/ That´s how the light gets in”.

*

El 14 de marzo me levanto a las cinco. A las apuradas, tomo un café con leche y salgo. Al llegar al aeropuerto, me cubro la boca y la nariz con un cuello de invierno y voy a asegurar la valija. Subo al primer piso, resuelvo el check in y paso directo al control de seguridad. Soy un robot que ejecuta órdenes a comando. Meto el carrion en la cinta, y en una bandeja, la campera, la mochila y la cámara de fotos. “La bufanda también”, me despabila de golpe un agente. Lo último que haría en la vida sería poner mi cuello de invierno en la bandeja, así que me hago la distraída y, en un descuido del hombre, me lo guardo rápidamente en uno de los bolsillos del buzo polar. Paso por el escáner, retiro mis cosas al final de la línea y limpio con alcohol en gel el cuello de la campera. Ahora sí, corro en busca de la puerta 41A y entro automáticamente en el free shop —mezcla de perfumes y vendedoras sonrientes—, que en un segundo me devuelve a la normalidad de la vida.

Lo que sigue es un trayecto de nueve horas —las más largas que recuerde a bordo—, en el que me veo rodeada de pasajeros con barbijos. Pasajeros quietos, silenciosos, adormecidos. Cada uno (me incluyo) dentro de su propia isla, haciéndose invisible, impalpable, inaccesible, como queriendo desaparecer, anularse para protegerse y, a lo mejor, en un acto de solidaridad genuino, proteger también al otro.

Llego a San Pablo a las cinco de la tarde. Llamo a mamá. “Llegué”, le digo y me pongo a llorar. Desconsolada. En el aeropuerto todo el personal y la mayoría de los pasajeros están embarbijados. Por el altoparlante, las recomendaciones de higiene se repiten cada cinco minutos. Para mi vuelo a Buenos Aires faltan todavía cuatro horas. En otras circunstancias me hubiera sentado a tomar un café, en éstas, lo único que quiero es salir de acá. Cuanto antes.

La entrada del aeropuerto de Guarulhos está semi desierta: una decena de taxis, unos pocos pasajeros despidiéndose, todavía a los abrazos. Este escape y esta suerte de páramo me reconfortan. Cruzo las vías de circulación y camino como drogada hacia uno de los laterales, camino hasta que no puedo avanzar más y me doy cuenta de que a mi alrededor no hay un alma. Un rato después, el sol empieza a ponerse en mi propia cara de sobreviviente. Un atardecer hermoso, inesperado, conmovedor, como escribió Borges en uno de sus poemas. “Siempre es conmovedor el ocaso —escribió— por indigente o charro que sea,/ pero más conmovedor todavía/ es aquel brillo desesperado y final/ que herrumbra la llanura/ cuando el sol último se ha hundido”.

Sé que hoy cuando el último sol se haya hundido y “el unánime miedo de la sombra” me acometa, tendré que correr en busca de mi próxima puerta de embarque y ponerle el cuerpo al segundo tramo de este viaje alucinado. Pero para eso todavía falta, así que saco mi cámara de 35 mm y me hundo en aquel otro cielo. Azuloso y rosado. Y (casi) puedo disfrutarlo.

Otro afuera

Carolina Sanín

1

Bogotá, 15 de abril— En el confinamiento obligatorio por la pandemia, la economía se ha retraído, para mí, a su etimología: es el conocimiento de la casa, del oikos . Cada 15 días abastezco mi casa. Todos los días soy consciente de cuánto consumo, de qué se pierde y cuánto se conserva. Un día a la semana limpio mi casa, que ahora equivale a mi mundo: cada objeto y cada asiento y cada balda con el trapo —primero seco y luego húmedo—, y el suelo con la escoba, luego con la aspiradora y, por último, con el trapero. Quizás «economía» en la cuarentena ha pasado a ser casi equivalente de «limpieza»: en la casa común que es la ciudad, la administración se concentra en las medidas de higiene pública, de distanciamiento, para evitar el contagio. En mi casa, la administración de la higiene no es distancia sino contacto: recorro las formas de todas las superficies. Acaricio y levanto los objetos, y los pongo en su lugar, pensando que su lugar es ése y ningún otro en el mundo, pues así lo he dispuesto. Cada vez que vuelvo a poner algo donde estaba, después de tocarlo y repasarlo, o que elijo para él un lugar distinto (o la basura) donde dejarlo, me siento —o me figuro que me siento— poniendo fin a un drama, pues el fin de cada tragedia y cada comedia es que las cosas queden en el lugar que les corresponde. Mientras limpio y ordeno —mientras hago que el telón caiga una y otra vez— medito sobre el significado de disponer , que es dar posiciones y decidir, pero también connota un ofrecimiento. Dispongo continuamente mi casa y sus cosas para mi vida de cada día, que ahora es vida de día por día: vida de un solo día con una sola huésped, que coincide con su anfitriona. Mi casa toda se convierte en una mesa servida: para mí sola y para mí toda, para la plenitud de mi tiempo: para el día.

Mi cocina tiene dos puertas: una de vaivén, por la que entro y salgo, y otra pequeña, una puertecita, poco más ancha que mi cuerpo, que la comunica con el comedor. Desde que me mudé aquí, esa segunda puerta había permanecido cerrada, pues yo la necesitaba como pared para apoyar contra ella un mueble. Hasta ayer, que fue día de limpieza, había olvidado completamente esa puerta clausurada. Al cabo de la jornada, puse el mueble en otro lado y dejé la puertecita abierta. Hoy pude, por primera vez, entrar en la cocina por una puerta y salir por otra. Como la excavación de un canal interoceánico, ese acto de gobierno de mi casa cambió el mundo. Durante la cuarentena, me he hecho consciente de que reino en mi casa; de esa modalidad irónica de la libertad que es la soberanía. La economía atraviesa una fantasía autárquica y sale (por la segunda puerta de la cocina) convertida en política, y me hace pensar que quizá el ejercicio de la política no es otra cosa que la administración de la circulación por el espacio.

2

Esta mañana pensé que posiblemente no viajaré nunca más a otra ciudad, y entonces hice la cuenta de las casas donde he vivido: son 23. Me pareció evidente que siempre había vivido en una sola: en ésta, que contiene las del pasado, que iban formando la que al final las contendría. Siento que no existí en las casas que he habitado, ni en las siete ciudades que me han albergado. Que las soñé.

Si al limpiar y disponer las cosas de mi casa —al resolver que pongo cada una en su lugar y que determino con ello el último acto de una representación—comprendo el género dramático, con la obligación de permanecer en un solo lugar durante todo el día —y día tras día— pienso en el género narrativo, cuya función es observar el paso del tiempo a través de las cosas. Ahora que ya no voy ni vengo —ahora que lo que se mueve es verdaderamente el Sol y no yo, no la Tierra— me parece entender que lo que ha habido siempre, por encima de todas las mudanzas, es un día. Un solo día. Que estar vivo es estar sujeto al avance y a la repetición del día. Que la parábola de la luz es la explicación de la vida, y que el deseo de seguir viva es el de seguir estando bajo el arco diurno.

3

Algunos amigos me han dicho que durante el confinamiento sueñan más o recuerdan más sus sueños —esa actividad por medio de la cual la mente busca su salud y administra su higiene—; que tienen sueños extraordinarios y muy vívidos. A mí también me está sucediendo. Hace tres noches soñé con una leona que tenía melena de león y que me esperaba en un carro con su cría, y la noche siguiente soñé con el hijo del sah de Persia, y anoche soñé que un erizo cuyas púas eran lápices me mandaba saludos con una amiga que es dibujante y vive en una ciudad lejana. Los sueños son el afuera al que podemos salir en la noche, después de pasar todo el día confinados en la casa, limitados a ella. Quizás estamos reclamando la espacialidad real de la vida onírica —y, con ello, dándonos una noticia de la provisionalidad de la realidad diurna, y, con ello, claro, dándonos una noticia de la realidad de la muerte—. A medida que el mundo externo pierde consistencia, tal vez el mundo onírico esté presentándose como nuestra otra vida y nuestro otro afuera —al que salimos por la puerta antes clausurada, como estuvo la puerta pequeña de mi cocina—.

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