Santiago Roncagliolo - Diario de la pandemia

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Entre el 28 de marzo -días después de que la OMS declarara al nuevo coronavirus y al covid-19 (la enfermedad derivada de aquél) como una pandemia- y el 30 de junio de 2020, la Revista de la Universidad de México convocó a más de 100 escritoras y escritores, de entre los más relevantes de la actualidad, a relatar sus experiencias en medio de un contexto mundial inédito, marcado por el temor y la zozobra, pero también por la esperanza y la empatía. El resultado es un testimonio polifónico que, desde diversos puntos del orbe, da cuenta del día a día en medio del aislamiento, la incertidumbre y el dolor.

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Una habituación a los estímulos antidemocráticos En el frente político el - фото 9

Una habituación a los estímulos antidemocráticos

En el frente político, el primer ministro Viktor Orbán ganó el plebiscito para personalidad más ansiogénica de mi mapa mental. En un respetable segundo lugar detrás del conejo de mis vecinos, acapara él solo 33% de mi actividad neuronal cotidiana, con un pico de 72% los días posteriores a la adopción de la “Ley coronavirus” en Hungría. Sin ninguna ambigüedad, dicha reforma es considerada por mí misma como la instauración de una cosa que se aleja seriamente de lo que se puede llamar democracia (81%) aunque bueno hay que ver cómo la van a implementar (19%). Por lo tanto, mi índice de indignación se encuentra en su tasa histórica más baja (7.6%) y pareciera que básicamente me dedico a encogerme de hombros mascullando sí bueno de todas formas era previsible mira que me comería unos M&M (19 ocurrencias al día). Hay que decir que a lo largo de estos últimos años, la política húngara ha sido tan prolija en estímulos antidemocráticos que un ataque al estado de derecho es percibido como algo habitual por el 90% de mi psiquismo. Para terminar, se observa que Francia, donde también tengo ciudadanía, no suscita ningún interés fuera del sarcasmo, con un pequeño crecimiento (+ 6 puntos) en la producción de chistes internos sobre el tema n’hombre en este gobierno de veras que son unos payasos.

El horóscopo como un último recurso En cuanto a la esfera intelectual - фото 10

El horóscopo como un último recurso

En cuanto a la esfera intelectual, advertimos un eclecticismo que colinda con el desmadre. Si bien las referencias a los trabajos universitarios no están ausentes, con cierto entusiasmo por la historia (6.2% de mi memoria ram se encuentra comprometida con la controversia a saber si Montaigne tuvo razón en irse de Burdeos durante la peste) y la filosofía moral (89% de mis pensamientos encuestados confían en esta disciplina para elucidar el asunto del triaje de enfermos), parece que la pandemia ha despertado sobre todo mi tendencia a lo irracional. De modo que cerca de una décima parte de mi inconsciente estima plausible que el covid-19 esté dotado con un sentido ético y/o intenciones, como por ejemplo destruir el capitalismo (2.3%) o fustigar el trasero de las grandes potencias (6.8%). Aún más inquietante, una cuarta parte de mi día de ayer se fue en identificar la fecha de nacimiento del coronavirus y después al estudio de su signo astrológico, todo porque el horóscopo es más divertido que la prensa internacional (72%), porque hay mucha gente que cree en Jesús así que por qué no en los planetas (15%) o también porque si el virus me pide matrimonio sería útil saber si nuestros signos son compatibles o no (13%). En paralelo, la cantidad de novelas leídas durante el encierro es inferior a mi promedio personal y la curva de dudas relacionadas con mis capacidades como escritora se fue al cielo. Sobre este tema, la queja más frecuente es auxilio el mundo ha cambiado tanto que la novela que estaba escribiendo ahora es totalmente anacrónica (60%), seguida por la de puta madre cómo iba a imaginarme que estaba escribiendo una ficción histórica ahora me pregunto si debo empezar con érase una vez (37%). Para terminar, se observa una fuerte correlación estadística entre la ausencia del conejo en el balcón de mis vecinos y las recaídas depresivas en torno al tema soy una escritora fracasada. Al día de hoy, la naturaleza del vínculo de causa a efecto no ha sido del todo esclarecida.

Advertencia: el presente estudio debe ser leído con precaución y distancia crítica. En ausencia de una Nina-muestra de control desarrollándose en un mundo sin coronavirus, no se podrá tener seguridad de nada. Para efectos prácticos, debo al menos precisar que soy Cáncer con ascendente Géminis.

Traducción del francés: Yael Weiss

Wounda

Eduardo Halfon

París, 18 de abril— Han sido ya cuatro semanas de confinamiento en París. Afuera, a través de mi ventana, la calle parece más pequeña y vacía, como si los parisinos tuviesen cada vez más miedo de salir, ya sea a dar un breve paseo o a comprar comida. El gobierno francés recientemente anunció regulaciones aún más estrictas: sólo se permite una salida por día, durante un máximo de una hora, y en un radio de no más de un kilómetro de casa. El mundo, a través de mi ventana, sí se está volviendo más pequeño.

En estas últimas cuatro semanas he sido casi exclusivamente un padre. Siento que ya no soy un escritor. Escribir ya no me importa, o me importa poco, o me importa menos que asegurarme de que mi hijo de tres años esté viviendo su nueva realidad como si fuese una aventura.

Salimos una vez al día, por las tardes, a hacer una caminata o a que él pueda dar una vuelta por el barrio en su patineta, sin tocar nada y manteniéndonos lo más lejos posible de los pocos peatones y corredores. Y el resto del día, en casa, nos inventamos juegos: arrancarle los tallos a las hojas de espinaca, aprender a recoger pedacitos de papel con unas pinzas, crear diseños complejos en el suelo con su colección de boletos de metro ya usados, hacer una familia entera de puercoespines de plastilina y espagueti seco. Entiendo que ahora mi oficio principal es mantener a mi hijo aislado de todo lo que está sucediendo allá afuera: el confinamiento, el virus, la incertidumbre, la sensación de pánico, el número creciente de enfermos y muertos. Y en gran medida lo había conseguido. O eso creía.

Hace unos días le mostré a mi hijo un video corto de una chimpancé abrazando a Jane Goodall, en lo que parece ser un gesto de agradecimiento. Le expliqué que la chimpancé se llamaba Wounda, y que Goodall y su equipo la estaban liberando en la selva del Congo tras haberla rescatado y rehabilitado. Y mi hijo, en cuanto terminó el video, se soltó a llorar.

Al inicio, me sentí casi orgulloso de sus lágrimas, que interpreté como empatía o inteligencia emocional. Y quizás lo fueron, al menos en parte. Pero luego no pude evitar preguntarme cuánta frustración acumulada estaba soltando en ese llanto profundo e inconsolable, cuánta tristeza había estado almacenando durante estas últimas semanas, y escondiendo de su padre.

Sé que de algún modo, y pese a nuestros mejores esfuerzos, mi hijo percibe lo que está pasando. Siente que algo en su mundo se ha quebrado, acaso para siempre. Lo primero que aún pregunta cada mañana, en su cama, es si hoy por fin podrá volver a la escuela, ver a sus profesoras, ir al Jardín de Luxemburgo a correr y a montar su patineta y a jugar con sus amigos en el arenero. Mi hijo, lo sé, empieza a echar de menos ser un niño.

Han pasado ya algunos días desde que miró el video, pero todavía habla todo el tiempo de la doctora Goodall —la llama Jane— y de Wounda. Hoy en la tarde, acostados en su cama mientras él intentaba hacer una siesta, logré grabarlo contando la historia de Wounda en sus propias palabras. Y yo, escuchándolo, me puse a pensar en una mujer y su equipo sanando a una chimpancé, y en una chimpancé sanando a un hijo, y en un hijo sanando a un padre.

A una niña le duele el costado

Ximena Ramírez Torres

México, 19 de abril— “Qué bueno que esta pandemia no llegó cuando ustedes eran niñas”, me escribe mi mamá en un mensaje en el contexto de las tantas tareas que los niños tienen ahora pues toman clases virtuales y los padres están obligados a ser sus maestros, aunque no sepan cómo hacerlo ni entiendan el tema a exponer. Somos tres hermanas, mujeres, distanciadas en edad por apenas unos cuantos años. Y sí, qué bueno que la pandemia no llegó cuando éramos niñas.

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