No sabes las ganas que tengo de repartir tu libro, que venga en la canasta básica que todas las madres deberían recibir después de un parto —junto con esas toallas sanitarias frías, chocolates, crema para los pezones y varias amigas con hijos—. Después de leerlo es imposible seguir creyéndole a los charlatanes que hablan de vacunas venenosas y que ocasionan autismo. Quizás si más personas hubieran leído tu libro no habría ahora un brote de sarampión, una enfermedad que hasta hace poco estaba ya casi erradicada del planeta.
Los más de 20 días que ya llevamos de cuarentena han sido una mezcla de insoportables juntas en Zoom, relatos devastadores de muertes solitarias y atroces, videos de animales en las ciudades vacías, intentos fallidos para establecer rutinas y trabajar, intentos más o menos exitosos de quitarle el pañal a nuestro hijo, pájaros invisibles que cantan en el silencio de la calle, el vecino que aprovecha la cuarentena para remodelar su casa con furiosas sierras eléctricas y taladros, el otro vecino —todavía no encuentro un insulto que le haga justicia— que organiza “fiestas de covid” con karaoke por las noches, y momentos de angustia, de lectura y de juego.
Pienso mucho en ese cuerpo social que describes. En cómo a falta de vacuna —en lo que inventan o descubren y prueban y distribuyen la dichosa vacuna— tenemos que distanciarnos por el mismo motivo: para que el virus no pueda saltar de cuerpo en cuerpo hasta llegar a un cuerpo debilitado, que no soporte la enfermedad.
Pienso también en los jardines; en cómo el jardín que tiene mi madre en la casa de junto nos ha salvado el ánimo, porque para un niño de dos años ese espacio, esa interacción con la tierra, el aire y las hojas —mi hijo probablemente agregaría en esta lista a las lombrices— es invaluable. Soy consciente del privilegio que implica tener acceso a un jardín, un lujo que incontables familias echan ahora mismo en falta. Pienso en los hogares sin jardín, en los jardines vacíos en Berlín, en tu metáfora del jardín dentro del jardín, en mi metáfora de los jardines en la selva y en los jardines salvajes devastados por la deforestación. En el origen de esta pandemia están esos bosques talados, que cuando se destruyen nos acercan a virus nuevos, que antes vivían en equilibrio con su ecosistema. Otras enfermedades, como la gripe aviar y la fiebre porcina, surgieron de la voraz industria alimentaria, se transmiten de los puercos y las gallinas a los seres humanos. Detrás de esta emergencia sanitaria está la enfermedad social y ambiental del capitalismo salvaje, que está terminando con la vida en la Tierra, y mi sensación es que no estamos hablando lo suficiente de estos temas, que no nos preocupan ni nos ocupan lo suficiente. Lo comento con familiares y amigos y casi todos dicen que exagero, que me lo invento, que no es para tanto. Y quizás sí que exagero, como con mi hipocondría, quizás los artículos mienten y la abundante evidencia científica está equivocada, quizás exagero, y ojalá. Por todas partes escucho a personas que dicen que quieren volver a una normalidad perversa, a un sistema infecto, que nos está matando. Cuando pienso en todo esto, Eula Biss, me empieza a faltar el aire, y entonces me da miedo que sea un síntoma de covid-19 y eso lo empeora. Tengo que concentrarme en mi respiración.
El conejo encabeza la encuesta
Nina Yargekov
Sofía, 17 de abril— Estado de ánimo, inquietudes, esperanzas. ¿En qué piensa una escritora en cuarentena en Europa del este? Después de cuatro semanas de encierro decidí hacer una evaluación de la presente etapa por medio del sondeo a una muestra representativa de mis pensamientos. Las respuestas traducen una geografía mental disparatada, con islotes de voyerismo animal y vastas planicies de apatía política. En suma, una psiquismo fragmentado que refleja, quizá, el estado del mundo.
La resiliencia está presente
La muerte y la enfermedad nos rodean; sin embargo, mi ánimo se mantiene a la alza, con un promedio de 6.7 en una escala del cero al 10. Vaya que es un cambio en relación a la curva en “dientes de sierra” observada durante el mes de marzo, un periodo marcado por picos de euforia dramática relacionados con la idea de que yupi, estamos viviendo un momento histórico, y por yerros referenciales del tipo auxilio esto es una guerra ah no pésima intuición esto no tiene nada que ver con la guerra. Otra buena noticia es que mi psiquismo, mayoritariamente, no considera que el confinamiento sea perturbador, hasta el momento la explicación es que esto no cambia demasiado mis hábitos (72%) y que siempre he sido un poco depresiva pero nada grave (28%). Además, con un marcador que indica 68% de intenciones de ducha en respuesta a la pregunta estaría usted de acuerdo con bañarse hoy y ninguna marca de dientes sobre el camembert que guardo en mi refrigerador, no hay por qué temer la alienación sociocultural de mi parte. Por último, no hay duda de que la resiliencia está presente: 65% de mis pensamientos afirman haber superado el doloroso trauma que suscitó el cierre brutal de las fronteras europeas, mientras que la tasa de sentimiento de irrealidad se encuentra en drástica disminución. Así que, cuando me pongo un cubrebocas, la exclamación interior puta madre estamos de veras en una película de ciencia ficción ya sólo se produce dos veces de cada 17.
Una fuerte baja en el índice
de confianza en la humanidad
Los números previamente citados no deben ocultar la acometida de mi pesimismo existencial. A la pregunta en la perspectiva de una vida futura usted preferiría reencarnar en un cristal de cuarzo rosa o en un ser humano, 82% de mis pensamientos escogen la opción mineral, es decir: 16 puntos porcentuales más que a principios de marzo. En el mismo tenor, Arthur Schopenhauer llega con una entrada escandalosa al top 3 de los intelectuales que más me inspiran, justo detrás de Mickaël Haneke y Jean Améry. Esa idea de que la naturaleza humana está podrida completa y definitivamente se sustenta en los insultos racistas contra las personas de origen asiático al inicio de la epidemia (14%), el pánico moral experimentado ante el triaje de enfermos (31%), el asco ante el robo y el tráfico de cubrebocas (22%) y la pérdida de referencias identitarias provocada por la imposibilidad de ir a la alberca (10%). Por una misteriosa razón, la guerra en Siria, las peleas entre musulmanes e hindús en Delhi y la vida de las vacas lecheras son citadas también como parte de los factores de desesperanza estructural (13%), y finalmente entra en juego la culpabilidad de ser una privilegiada con un departamento espacioso, y la culpabilidad de culpabilizar puesto que se trata también de un lujo de privilegiados (5%).
Una pasión secreta
por el conejo de mis vecinos
Este estudio nos reservaba la gran sorpresa de la puntuación obtenida por el conejo de mis vecinos en la categoría relaciones sociales. El adorable pequeño mamífero que se pasea con regularidad sobre el balcón de enfrente suscitaba hasta hace poco un interés mediano. El efecto del confinamiento ha sido espectacular ya que 64% de mis pensamientos lo consideran ahora como el ser vivo más importante de todo el universo, de aquí a las estrellas. Esta proporción alcanza picos en mis ideas matutinas, 88% estiman al despertar que es imperativo y urgente esconderse detrás de las cortinas para verificar discretamente si el adorable lepórido se encuentra bien, si sigue en posesión de sus cuatro patas y de sus dos orejas, lo cual me da enseguida la autorización de estallar en risitas alegres. El corolario es que, si aquel que decidí bautizar Ricky en el secreto de mi corazón desencadena una adoración incondicional (62%), ensoñaciones sobre su pelaje que se mira tan suave (26%), e incluso proyectos de secuestro (12%), él mismo también monopoliza el terreno bastante más negro de mis miedos e inquietudes. Así, muy por delante del estado de salud de mi madre (1h/día), de la vida cotidiana del personal en los hospitales (30 min/día) o el destino de las sexoservidoras de pronto privadas de sus fuentes de ingreso (25 min/día), el bienestar de Ricky me mantiene ocupada casi de tiempo completo (6h40/día), por la angustia de una gripa (24%), una caída desde el balcón (59%) o incluso una intoxicación alimentaria por culpa de una hoja de lechuga descompuesta (17%). En tal contexto, nadie se sorprenderá si a la pregunta en caso de penuria alimentaria estaría usted dispuesta al ayuno para darle zanahorias al conejito, el 100% de mi población cerebral responde que sí, contra solamente 32% cuando se trata de sacrificarse para salvar a una enfermera agotada.
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