En este ambiente, florece el miedo y en particular el miedo hacia los otros. Y si esos otros son un poco distintos, extranjeros en particular, más aún. A fin de cuentas, el virus ha llegado hasta nosotros desde la remota China traído por viajeros irresponsables: es un mal que, como quiso insinuar Trump, viene de fuera para despedazarnos por dentro. La distancia social para evitar el contagio se transmuta en cuarentena —otro término lleno de connotaciones apocalípticas—, cerramos nuestras fronteras creyendo que esa medida va a protegernos y, entretanto, desconfiamos de todo lo que se nos dice. El covid-19 nos lanza hacia una nueva era, aún incierta y desasosegante que nos transformará a todos, por unos meses, en hikikomoris. Seres obligados a pensarnos de nuevo en este largo viaje alrededor de nuestros cuartos.
3. Distopía
A fuerza de imaginarla, de ver o leer historias de asteroides mortíferos, invasiones alienígenas, inundaciones o sequías, simios o robots rebeldes, misteriosas epidemias, por fin vivimos una distopía. Un virus desconocido que se extiende por el mundo como el fantasma de Marx —con mayor efectividad— decidido a destruir las sociedades que hemos amalgamado en los últimos decenios. La alarma es legítima: las cifras de contagiados y muertos deberían acentuar nuestra empatía hacia las víctimas y quienes las atienden. Pero, como suele ocurrir en los blockbusters hollywoodenses de catástrofes, la respuesta de nuestros políticos ha sido tan improvisada como caótica. Por más que virólogos y expertos intentaron prevenirnos sobre una posible pandemia, las acciones de las autoridades oscilan entre la improvisación, la prisa y el pánico. Nadie sabe cómo combatir el mal y las soluciones, en teoría apoyadas por la evidencia científica, nos lanzan a nuevos abismos de incertidumbre.
Como en toda distopía, el peligro extremo invoca medidas extremas. De pronto, en Occidente vemos a China con tanta suspicacia como envidia. Si sus dirigentes lograron “aplanar la curva” —frase típica del newspeak de esta era— fue porque impusieron la reclusión como sólo puede hacerlo una nación totalitaria. Y de pronto vemos a países que son ejemplos de democracia instaurando estados de emergencia unilaterales, sin el consenso de sus parlamentos. No se trata tanto de cuestionar las medidas, como su origen: decisiones de los ejecutivos sin la menor discusión pública.
Y, si no envidiamos a China, anhelamos ser Corea. Un sitio donde se “aplanó la curva” gracias a una app que reporta la temperatura de los ciudadanos —así como sus datos personales— a la autoridad. Una nueva distopía: la vigilancia de los cuerpos —una pesadilla de Foucault— a través de la tecnología. Insisto: no se trata de cuestionar el encierro, sino de señalar las tentaciones autoritarias que lo envuelven. Y, si no, veamos algunas conductas en España o Italia: vecinos que denuncian a sus vecinos a la policía por salir a correr o a pasear al perro con el celo propio de agentes de la Stasi.
4. Políticas del virus
No sabemos si son parte de la vida o solo se aprovechan de la vida, pero sí que los virus son, en esencia, información. Son diminutas máquinas ciegas que se limitan a ejecutar órdenes. No deja de resultar paradójico que uno de estos obcecados programas —para colmo dotado con un gran talento para viajar de un ser humano a otro— se haya convertido en la mayor amenaza para nuestra sociedad de la información.
Jamás había ocurrido algo semejante. Epidemias y plagas abundaron en el pasado, pero en sociedades cuyos contactos con otras civilizaciones eran pequeños o nulos y donde la información fluía con enorme lentitud. Por ello el covid-19 luce como la enfermedad prototípica de la globalización neoliberal: un padecimiento que parece provenir de la esencia misma de la cultura que hemos construido en los últimos 30 años y que se vuelve contra ella misma.
Con la caída del Muro de Berlín y de la Unión Soviética, concebimos un mundo que aspira a ser un mercado: intercambios comerciales —y de información— sin fronteras nacionales, reservadas sólo para las personas. Un mundo donde el estado ha quedado reducido al mínimo y donde hasta los servicios públicos terminan en manos privadas. Un mundo de frágiles democracias y gigantes autoritarios como China. Un mundo donde prima el egoísmo y se desdeña la solidaridad. Un mundo donde unos cuantos concentran casi todo el poder y la riqueza. Un mundo obscenamente desigual.
Este es el mundo que a la vez encarna y pone en peligro el coronavirus. Lo primero que hemos visto ha sido un inesperado resurgimiento de los estados nacionales: cada país —y a veces cada región— ha tomado las medidas que ha querido sin ponerse de acuerdo con sus vecinos. Poco importa que el SARS-CoV-2 nos ataque a todos por igual: desenterramos la añeja idea de que, para protegernos, basta un cierre de fronteras. La tentación por mantener las restricciones a la movilidad, de por sí acentuada con la crisis migratoria global —con sus cargas añadidas de racismo y xenofobia—, será difícil de combatir.
La evidente debilidad de nuestros sistemas de salud apunta, por suerte, en la dirección contraria: ¿qué político se atreverá, a partir de ahora, a proponer nuevos recortes al estado de bienestar? Pero quizás esta sea la única melladura en el modelo neoliberal: incluso con la gigantesca recesión que se avecina, no se vislumbran otros remedios que los aplicados ya durante la crisis de 2007-2008: una reconstrucción que sólo beneficiará, de nuevo, a los más ricos, transfiriendo enormes cantidades de recursos de la clase media a las empresas. Lo peor que puede ocurrirnos, al final de la pandemia, es que permitamos que el nuevo mundo esté hecho a imagen y semejanza del covid-19.
5. Encierro
Frente a la enfermedad, el encierro. Desde la antigüedad sabemos que el mayor peligro durante una epidemia somos nosotros mismos. Mucho antes de que descubriésemos el avieso poder de los virus, ya habíamos aprendido a aislarnos unos de otros. De la plaga de Atenas reportada por Tucídides a la influenza española, pasando por la peste negra, el remedio ha sido el mismo: el enclaustramiento en la propia casa y, de ser posible, en la propia habitación. Para romper la cadena de contagio se impone quebrar justo esa compleja red de vínculos que nos convierte en humanos.
Desde que se inició la pandemia de covid-19, hemos regresado al medievo. Ante un patógeno frente al cual no tenemos defensas naturales no queda, otra vez, sino el encierro, sólo que ahora no lo aliviamos contándonos un cuento cada día, sino con los mil cuentos de la red, la radio o la tele. Parecería que, tras milenios de enfrentarnos a las enfermedades contagiosas, no hemos avanzado nada. Si pudiésemos vernos desde el futuro, como ahora miramos a los supervivientes de la peste, el juicio sobre nuestra respuesta a la pandemia de 2020 debería ser mucho más severo.
Aunque se nos diga que esto era inimaginable, las sociedades más desarrolladas de la historia son responsables del desastre. En primer lugar, porque también somos las sociedades más desiguales de la historia, lo cual provoca que el encierro no sea equivalente para todos. Cada año mueren 9 millones de personas por hambre o enfermedades asociadas con el hambre, aunque se trata de 9 millones que a nadie le importan. Si cerramos el planeta entero por el covid-19 es porque afecta, en cambio, a las élites. Élites dispuestas a encerrarse a cal y canto en sus hogares mientras —igual que en la Edad Media— millones de desafortunados mantienen la producción y el abasto de bienes y servicios indispensables para sobrevivir cómodamente al arresto. Si el encierro es el infierno, en sociedades tan inequitativas como las de América Latina, también es un privilegio.
6. Suspensión animada
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