Stefan Malmström - Secta

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Basada en hechos reales la cienciología desde dentro. Kalstrona, Suecia.Cuando los cuerpos de Viktor Spandel y su pequeña de cuatro años aparecen sin vida en su domicilio, la policía concluye que el hombre ha matado a su hija y luego se ha suicidado. Pero Luke Bergmann, el mejor amigo de Viktor, cree que se equivocan: sabe que Viktor jamás cometería un crimen así.Decidido a sacar la verdad a la luz, Luke descubrirá la oscura conexión de Viktor con la cienciología en los años 90, un vínculo que lo une a un reducido grupo de personas que ocultan un grave secreto. Y todas ellas corren peligro.Pero Luke tiene un pasado como jefe de seguridad de uno de los mayores capos de la mafia de Brooklyn, con el que tendrá que lidiar si quiere vencer a sus propios demonios y sobrevivir. Un 
thriller que se adentra en la parte más siniestra de la cienciología.

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Peter se quedó en si­len­c­io. Piddle lo miró. Una pe­q­ue­ña son­ri­sa ju­g­ue­te­a­ba en las co­mi­su­ras de sus labios.

—Esta noche tu alma no va a ir a dar una vuelta, ¿verdad?

Peter negó con la cabeza.

—De ac­uer­do. Ya lo tengo claro. Gra­c­ias por el pi­co­teo, estaba rico. Es­pe­c­ial­men­te los que­si­tos de La vaca que ríe. —Se le­van­tó, giró sobre sus ta­lo­nes y salió del piso dando un por­ta­zo.

—Piddle es el ejem­plo per­fec­to del lavado de ce­re­bro al que nos han so­me­ti­do du­ran­te los úl­ti­mos cin­c­uen­ta años —dijo Peter—. Está com­ple­ta­men­te en­ce­rra­do en su cuerpo, se­c­ues­tra­do por una men­ta­li­dad ma­te­r­ia­lis­ta. Me da pena. Es nues­tro deber in­ten­tar que estas per­so­nas eleven su estado de con­c­ien­c­ia. Te­ne­mos que en­se­ñar­les a ver su propia gran­de­za para que qu­ie­ran li­be­rar­se de la pri­sión en la que están cau­ti­vos. El futuro del pla­ne­ta está en juego. No po­de­mos ir por ahí ju­gan­do con nues­tras ha­bi­li­da­des. Te­ne­mos obli­ga­c­io­nes más im­por­tan­tes.

Peter y Mikael se pa­sa­ron el resto de la noche dando lec­c­io­nes sobre las fuer­zas ma­lig­nas que se habían pro­p­ues­to boi­co­te­ar a la cien­c­io­lo­gía. Di­je­ron que esas fuer­zas ma­lig­nas lle­va­ban siglos la­ván­do­le el ce­re­bro a la hu­ma­ni­dad para que la gente se con­si­de­ra­ra a sí misma un trozo de carne, en lugar de lo que eran en re­a­li­dad: cr­ia­tu­ras de un nivel más ele­va­do. Peter sacó un libro que había sido pu­bli­ca­do dos años antes, Ope­ra­ción con­trol de mentes , que re­ve­la­ba cómo el go­b­ier­no de Es­ta­dos Unidos se había ser­vi­do de la hip­no­sis y las drogas para trans­for­mar a per­so­nas nor­ma­les en mer­ce­na­r­ios y espías.

Ha­bla­ron de las cul­tu­ras al­ta­men­te de­sa­rro­lla­das que habían exis­ti­do mi­llo­nes de años atrás. De At­lan­tis, von Dä­ni­ken y Jo­nathan Li­vings­to­ne Se­a­gull, la ga­v­io­ta que no quiso ser como las otras ga­v­io­tas, que re­cha­zó la fe­li­ci­dad de li­mi­tar­se a pescar y seguir a la ban­da­da, que quería saber cuáles eran sus lí­mi­tes, cuán alto y cuán lejos podía volar. Al final de la noche, Jenny había ol­vi­da­do por com­ple­to que Pidde había estado allí.

Se sentía como si es­tu­v­ie­ra dro­ga­da. Dro­ga­da de cien­c­io­lo­gía, de aq­ue­llas per­so­nas que que­rí­an hacer tanto bien y que es­ta­ban con­ven­ci­das de que Jenny había em­pe­za­do a uti­li­zar sus ha­bi­li­da­des ocul­tas. Todo aq­ue­llo había tocado algo muy pro­fun­do dentro de ella, un hilo del que hasta ahora no había sido cons­c­ien­te, que había hi­ber­na­do en su in­te­r­ior du­ran­te los die­ci­s­ie­te años que había durado su vida y que ahora em­pe­za­ba a vibrar. Un anhelo que había notado en alguna oca­sión, pero al que no había sido capaz de darle un nombre. Por pri­me­ra vez en su vida, se sentía exul­tan­te, col­ma­da de una ener­gía po­de­ro­sa que la hacía in­ven­ci­ble.

Cuando Jenny y Stefan es­ta­ban a punto de irse, Peter salió al ves­tí­bu­lo.

—¿Qué pen­sáis de lo que ha ocu­rri­do antes con Piddle? —les pre­gun­tó.

Jenny no estaba segura de lo que debía decir. Stefan con­tes­tó:

—Bueno, Piddle es un co­mu­nis­ta ena­je­na­do, así que no me ha sor­pren­di­do nada. Si te soy sin­ce­ro, no en­t­ien­do por qué lo has in­vi­ta­do, pero creo que po­drí­as ha­ber­le se­g­ui­do la co­rr­ien­te. Ahora da la im­pre­sión de que algo ha que­da­do in­con­clu­so, y eso me fas­ti­d­ia. Re­al­men­te me habría gus­ta­do verte ganar, aunque creo que en­t­ien­do tu pos­tu­ra.

Peter sonrió.

—He con­si­de­ra­do se­r­ia­men­te acep­tar su reto —dijo—. Pero por suerte me lo he pen­sa­do mejor. Usar mi ha­bi­li­dad de esta forma está es­tric­ta­men­te prohi­bi­do. Además, aunque lo hu­b­ie­ra hecho y hu­b­ie­ra pro­ba­do que fun­c­io­na, no creo que Piddle se hu­b­ie­ra ren­di­do. Es un buen chico que quiere hacer lo co­rrec­to, pero el co­mu­nis­mo es una ide­o­lo­gía en­ga­ño­sa que se aban­de­ra con la con­si­de­ra­ción por los demás para es­con­der lo que en re­a­li­dad pre­ten­de: la es­cla­vi­tud. No­so­tros que­re­mos eman­ci­par a la hu­ma­ni­dad, darle li­ber­tad es­pi­ri­t­ual y física, ase­gu­rar­nos de que la gente tiene la opor­tu­ni­dad de ex­plo­tar todo su po­ten­c­ial y de usar este po­ten­c­ial para hacer el bien.

Jenny y Stefan an­du­v­ie­ron en si­len­c­io co­gi­dos de la mano el primer trecho desde la calle Vall­ga­tan, donde estaba el apar­ta­men­to de Peter. Gi­ra­ron a la de­re­cha en el parque Ami­ra­li­tet para pasar por Stor­to­get y llegar hasta Kungs­plan, donde Jenny tenía que coger un bus a Hästö. En la calle Södra Smed­je­ga­tan, Jenny vio a un grupo de gente de dis­tin­tas edades que salía en masa de un res­t­au­ran­te ele­gan­te. Re­co­no­ció a los padres de un com­pa­ñe­ro de clase de noveno grado, Bosse, y se dio cuenta de que todas aq­ue­llas per­so­nas eran em­ple­a­das de una di­vi­sión del as­ti­lle­ro de Karls­kro­na y que habían ce­le­bra­do una cena de em­pre­sa. Miles de hom­bres y mu­je­res aún tra­ba­ja­ban en el as­ti­lle­ro, a pesar de todos los re­cor­tes de los úl­ti­mos veinte años. Su padre siem­pre había bro­me­a­do con que los alum­nos que no se to­ma­ban en serio los es­tu­d­ios aca­ba­ban lim­p­ian­do lonas en el as­ti­lle­ro. Bosse había hecho prác­ti­cas allí, luego lo habían con­tra­ta­do un verano y, más tarde, con­si­g­uió un tra­ba­jo fijo de sol­da­dor. Todo el mundo lo en­vi­d­ia­ba porque de re­pen­te tenía un montón de dinero y pronto se mu­da­ría a su propio piso en el centro de la ciudad.

Jenny ob­ser­vó a los tra­ba­ja­do­res del as­ti­lle­ro, que iban muy arre­gla­dos, de­cir­se adiós con la mano, y de pronto fue cons­c­ien­te de lo in­tras­cen­den­tes que eran sus vidas. Mujer, hijos, piso, quizás un coche. Es­cla­vi­za­dos desde pri­me­ra hora de la mañana hasta última hora de la tarde en su mor­tal­men­te abu­rri­do y mo­nó­to­no tra­ba­jo en alguna má­q­ui­na. Su único sueño: aho­rrar su­fi­c­ien­te dinero para com­prar­se una casa, y quizás tam­bién un barco de vela. Uno de madera, porque los karls­kro­ni­tas des­pre­c­ia­ban los barcos de fibra de vidrio.

Ella anhe­la­ba algo dis­tin­to. Algo mucho más sus­tan­c­ial que un tra­ba­jo, una casa y un barco. Se detuvo y miró a Stefan, que se giró y clavó los ojos en Jenny.

—Stefan, quiero dar un paso más. Quiero asis­tir a cursos como oyente. Quiero ser una cien­ció­lo­ga de verdad.

[1]. MEST: Ma­te­r­ia, ener­gía, es­pa­c­io y tiempo, en sus siglas en inglés. (N. de la T.)

7

El día era si­len­c­io­so como una tumba y abra­sa­dor como un horno. En la dis­tan­c­ia, el cielo azul se iba acla­ran­do poco a poco mien­tras el sol se des­li­za­ba sobre las islas. Luke pasó por el parque Ho­gland de camino a la co­mi­sa­ría. Tenía sed y náu­se­as. Estaba pa­gan­do el precio de haber dejado que el ron co­rr­ie­ra por sus venas. Su único con­s­ue­lo era que se había ido pronto a la cama y había dor­mi­do pro­fun­da­men­te.

Tres tu­ris­tas po­la­cos es­ta­ban sen­ta­dos en la te­rra­za de la parada de kropp­ka­kors , una es­pe­c­ie de em­pa­na­di­llas de cerdo y patata. Dis­cu­tí­an a voces mien­tras en­gu­llí­an aq­ue­llas bolas gri­sá­ce­as. Justo ahí, Viktor lo había con­ven­ci­do de que les diera una opor­tu­ni­dad. Hasta en­ton­ces, se había negado a me­ter­se en la boca aq­ue­llas bolas blan­du­rr­ias. Pa­re­cí­an kn­ei­dels , las tí­pi­cas al­bón­di­gas judías que su tía solía servir con la sopa de pollo en su casa de Wi­ll­iams­burg los do­min­gos. Luke las odiaba tanto como los ri­t­ua­les re­li­g­io­sos que sus tíos prac­ti­ca­ban a diario. Eran buenas per­so­nas, pero es­ta­ban to­tal­men­te es­cla­vi­za­dos por las ce­re­mo­n­ias y las leyes judías. Los kropp­ka­kors sabían dis­tin­to a los kn­ei­dels , y Luke había apren­di­do a sa­bo­re­ar­los. Pero hoy no tocaba. Solo de verlos se le re­vol­vió el es­tó­ma­go, y apartó la vista rá­pi­da­men­te.

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