Stefan Malmström - Secta

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Basada en hechos reales la cienciología desde dentro. Kalstrona, Suecia.Cuando los cuerpos de Viktor Spandel y su pequeña de cuatro años aparecen sin vida en su domicilio, la policía concluye que el hombre ha matado a su hija y luego se ha suicidado. Pero Luke Bergmann, el mejor amigo de Viktor, cree que se equivocan: sabe que Viktor jamás cometería un crimen así.Decidido a sacar la verdad a la luz, Luke descubrirá la oscura conexión de Viktor con la cienciología en los años 90, un vínculo que lo une a un reducido grupo de personas que ocultan un grave secreto. Y todas ellas corren peligro.Pero Luke tiene un pasado como jefe de seguridad de uno de los mayores capos de la mafia de Brooklyn, con el que tendrá que lidiar si quiere vencer a sus propios demonios y sobrevivir. Un 
thriller que se adentra en la parte más siniestra de la cienciología.

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Se le­van­tó y tiró de la cadena. Fue al salón, se sentó a la pe­q­ue­ña mesa des­ven­ci­ja­da y en­cen­dió el por­tá­til. Ne­ce­si­ta­ba com­ple­tar los datos del si­g­u­ien­te en­car­go, pero antes de ha­cer­lo entró en Sex­Nor­dics BBS. Se metió en su ga­le­ría de fotos y vio que tenía men­sa­jes nuevos. Un im­bé­cil de Dallas decía que su última foto de Sandra era falsa. Se­gu­ra­men­te había bus­ca­do las marcas de na­ci­m­ien­to y ahora estaba con­ven­ci­do de que la niña de la foto no era ella. Tam­bién le pedía otra foto de Sandra, pero más joven; una chica de trece años era de­ma­s­ia­do mayor para su gusto.

Svärd sopesó el co­men­ta­r­io de aquel tipo. Había ganado mucho dinero con las fotos de Sandra, pero no era su­fi­c­ien­te. La de­man­da del rango de edad de cuatro a seis años había subido. Había locos que es­ta­ban dis­p­ues­tos a pagar hasta cien euros por una foto de una niña de cuatro años des­nu­da en una pose sexy . Leyó el resto de men­sa­jes y mal­di­jo. Nin­gu­no de aq­ue­llos ca­bro­nes estaba dis­p­ues­to pagar; solo eran im­bé­ci­les que que­rí­an des­car­gar­se las imá­ge­nes gratis, a qu­ie­nes no les im­por­ta­ba que hu­b­ie­ra marcas de agua, porque lo único que que­rí­an era ad­mi­rar su ex­q­ui­si­ta co­lec­ción.

Entró en la cuenta del banco y revisó el saldo. Todo lo que tenía eran 258,54 euros. Mal­di­ta sea, con eso no podía pa­gar­se ni un vuelo. Tenía que con­se­g­uir más dinero.

Se pasó una hora bus­can­do guar­de­rí­as en el barrio de Kungshol­men, en Es­to­col­mo: había más de veinte. Entró en todas las pá­gi­nas para ver cuáles es­ta­ban ab­ier­tas du­ran­te el verano y se sor­pren­dió al en­con­trar siete. Re­dac­tó una carta para pos­tu­lar­se como pro­fe­sor sus­ti­tu­to y la mandó a las siete, junto con su di­plo­ma fal­si­fi­ca­do de la Uni­ver­si­dad de Linné y un cu­rrí­cu­lum in­ven­ta­do. Usó su an­ti­g­uo nombre falso, Gustav Thor­dén. Estaba seguro de que alguna de aq­ue­llas guar­de­rí­as haría las lla­ma­das co­rres­pon­d­ien­tes para com­pro­bar que todo era verdad. Pero, in­clu­so si lla­ma­ban, les re­sul­ta­ría casi im­po­si­ble en­con­trar a al­g­u­ien du­ran­te las va­ca­c­io­nes. Y si es­ta­ban de­ses­pe­ra­das por con­tra­tar a al­g­u­ien, quizás se sal­ta­ran esa parte del pro­ce­so.

Des­pués con­sul­tó la pre­vi­sión me­te­o­ro­ló­gi­ca para el día si­g­u­ien­te en una página web: so­le­a­do y ca­lu­ro­so todo el vier­nes. Como era la tem­po­ra­da de va­ca­c­io­nes, las zonas de juegos es­ta­rí­an llenas de fa­mi­l­ias con niños pe­q­ue­ños. Cerró el por­tá­til y se metió en la cama con una media son­ri­sa en los labios.

6

Karls­kro­na, 6 de di­c­iem­bre de 1991

—Luego quiero que vayas co­rr­ien­do a casa de mi madre. Mira qué ropa lleva, vuelve aquí en­se­g­ui­da y dime lo que has visto. Hant­ver­kar­ga­tan 17 A, ter­ce­ra planta. Podrás en­con­trar­lo, ¿verdad?

Jenny sus­pi­ró por lo bajo. Aunque a re­ga­ña­d­ien­tes, ad­mi­ra­ba a aquel ju­ga­dor de fútbol a quien todo el mundo lla­ma­ba Piddle y que se había atre­vi­do a retar a Peter. Miró a Piddle, que a su vez miraba a Peter con aten­ción. Ya no bro­me­a­ba. En los úl­ti­mos mi­nu­tos, las me­ji­llas se le habían en­ro­je­ci­do, el vo­lu­men de su voz había au­men­ta­do con­si­de­ra­ble­men­te y su tono se había en­du­re­ci­do.

Piddle, que en re­a­li­dad se lla­ma­ba Per Jo­hans­son, era la es­tre­lla de Karls­kro­na AIF, el equipo de fútbol de la ciudad. Estaba allí porque era amigo de Affe, que iba camino de me­ter­se de cabeza en la cien­c­io­lo­gía (aún no estaba con­ven­ci­do del todo, pero le fal­ta­ba poco). Piddle era po­pu­lar entre la gente joven de la ciudad. Había es­tu­d­ia­do en la Uni­ver­si­dad de Växjö para ser ma­es­tro. In­te­li­gen­te y atrac­ti­vo, su futuro como ju­ga­dor de fútbol pro­me­tía, lo cual no era muy común entre los ju­ga­do­res de Karls­kro­na. A Jenny le caía bien, pero pen­sa­ba que aq­ue­lla noche se podría haber dejado el pa­ñ­ue­lo pa­les­ti­no en casa. Seguro que lo lle­va­ba para pro­vo­car. Había oído a los demás hablar de él. Decían que era co­mu­nis­ta. El co­mu­nis­mo no estaba nada bien visto entre los cien­ció­lo­gos, de eso no tenía nin­gu­na duda.

Affe jugaba en la liga ju­ve­nil de fútbol con Piddle y le habían en­car­ga­do que cap­ta­ra su in­te­rés. Esa era la es­tra­te­g­ia: con­se­g­uir que gente po­pu­lar, in­te­li­gen­te y famosa de la ciudad sin­t­ie­ra cu­r­io­si­dad por el mo­vi­m­ien­to; luego otros los se­g­ui­rí­an. La idea había salido del Centro de Fa­mo­sos de Holly­wo­od, di­ri­gi­do con éxito por un grupo de cien­ció­lo­gos du­ran­te más de diez años. Habían con­se­g­ui­do re­clu­tar al actor fa­vo­ri­to de Jenny, John Tra­vol­ta, la pri­me­ra es­tre­lla in­ter­na­c­io­nal en con­ver­tir­se a la cien­c­io­lo­gía. Jenny casi se cayó de la silla cuando Stefan se lo contó. ¡John Tra­vol­ta! Y el año an­te­r­ior, Tom Cruise tam­bién se había unido al mo­vi­m­ien­to. Eso era im­por­tan­te, porque si ellos for­ma­ban parte de la cien­c­io­lo­gía, es que algo genial debía de tener.

Aq­ue­lla noche es­ta­ban to­man­do té en el piso de Peter, si­t­ua­do en la calle Vall­ga­tan. Los había in­vi­ta­do para ce­le­brar que había al­can­za­do el estado TO III de la cien­c­io­lo­gía, thetán ope­ran­te nivel tres. Eso sig­ni­fi­ca­ba que estaba tres ni­ve­les por encima del primer nivel de oyente, lla­ma­do Cla­ri­dad, y que por lo tanto ahora podría aban­do­nar su cuerpo y actuar en el mundo ma­te­r­ial solo con la fuerza de su mente. A Jenny eso la in­q­u­ie­ta­ba un poco. ¿Y si de pronto Peter apa­re­cía en su casa cuando ella estaba a punto de du­char­se o se de­di­ca­ba a so­bre­vo­lar su cama en mitad de la noche?

Había can­de­la­bros con velas en­cen­di­das en el suelo, una gran cabeza de Buda ta­lla­da en madera de nogal los miraba desde el es­cri­to­r­io, una im­pre­s­io­nan­te lám­pa­ra de araña col­ga­ba como un débil sol encima de una mesita de centro de estilo art déco , re­don­da y con las patas curvas. El salón pa­re­cía una tienda de an­ti­güe­da­des, un museo de la ga­lan­te­ría de otros tiem­pos y de la bur­g­ue­sía sueca que había in­va­di­do la pro­vin­c­ia de Ble­kin­ge a fi­na­les del siglo xvii.

En la mesita de centro había té de gro­se­lla negra y bo­ca­di­llos, mer­me­la­da de moras de Ro­bin­son y el ape­ri­ti­vo fa­vo­ri­to de Peter: que­si­tos de La vaca que ríe. En los al­ta­vo­ces sonaba Like a prayer , de Ma­don­na. Diez per­so­nas es­ta­ban sen­ta­das en el pe­q­ue­ño salón, al­gu­nas en el suelo y el resto re­par­ti­das entre el sofá de piel marrón y los si­llo­nes. Jenny y Stefan ya se sen­tí­an parte del grupo. Tras la pri­me­ra noche en Ron­neby, habían que­da­do varias veces con ellos para tomar café. En esas ve­la­das, Jenny había apren­di­do mucho sobre la cien­c­io­lo­gía. Peter, y Mikael, Fre­drik y Maria, que tam­bién eran agra­da­bles, in­te­li­gen­tes y so­fis­ti­ca­dos, le habían ab­ier­to un mundo com­ple­ta­men­te nuevo.

Aq­ue­lla era la pri­me­ra vez que al­g­u­ien osaba con­tra­de­cir a Peter, cues­t­io­nar lo que decía, y el salón en­mu­de­ció tras el reto de Piddle. Stefan bajó el vo­lu­men de la música. A Jenny le in­te­re­sa­ba mucho saber cómo sal­dría parado Peter de todo aq­ue­llo, aunque no creía que Piddle tu­v­ie­ra nin­gu­na opor­tu­ni­dad. Todo el mundo estaba pen­d­ien­te de Peter, que miró a Piddle con aten­ción y sonrió.

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