Se quedó en silencio, un poco sorprendida por todos los detalles que acababa de revelar, aunque sospechaba de dónde podía haberlos sacado. El año pasado habían leído sobre la Revolución francesa en clase. A ella le había fascinado la historia de María Antonieta y había cogido un libro prestado de la biblioteca sobre ella. En el salón no se oía ni una mosca.
—¿Quién eres?
—Una mujer noble de la corte. —La respuesta le llegó de repente—. Mi deber es templar a la reina. Ese es mi trabajo. —Sonrió y miró a los demás. Le devolvieron la sonrisa.
—¡Fantástico! —dijo Peter—. ¿Hay alguna razón por la que creas que has visto esta imagen en particular?
Peter se inclinó hacia Jenny. La música había parado y la habitación estaba en silencio. Luego le preguntó:
—¿Puede ser que lo que acabas de contarnos sea un recuerdo y no solo fruto de tu imaginación?
Jenny miró a su alrededor. Los demás la observaban con interés. Estaba claro que para ellos aquella conversación no era extraña. Se dirigió a Peter:
—¿Te refieres a que en una vida pasada fui una mujer noble en París? —Soltó una carcajada—. Sí, quizás sí. Pero también puede ser que me esté acordando de un libro sobre María Antonieta que cogí prestado de la biblioteca hace unos meses.
—¿Por qué crees que estabas interesada en María Antonieta? —respondió rápidamente Peter.
Quizás lo que decía tuviera sentido, pensó Jenny. Aquel periodo histórico la fascinaba. Al leer el libro, había deseado vivir en París en el siglo xviii, estar allí. Le gustó pensar que quizás se había alojado en el palacio de Versalles. Y le atraía la idea de las vidas pasadas.
—Mucha gente cree en la reencarnación —continuó Peter, que seguía inclinado y ahora estaba apagando su cigarrillo en un grueso cenicero de mármol—. Más de mil millones de personas en todo el mundo, contando solo a los budistas y los hinduistas. ¿Quién dice que los occidentales tienen razón?
Jenny afirmó con la cabeza.
—No todo el mundo ha tenido una vida tan interesante como la tuya —añadió Max, uno de los chicos—. A finales del siglo xviii, yo era un granjero piojoso del montón en la provincia de Escania.
Todo el mundo rio. Hubo muchas más carcajadas durante el resto de la velada, además de otras conversaciones sobre vidas pasadas y acaloradas discusiones sobre la calidad de la música de Nirvana y sobre si Mikhail Gorbachev debía ganar el Nobel de la paz ahora que había muerto. Jenny estuvo a gusto con aquellas personas. Aunque era mucho más joven que los demás, sintió que la respetaban y que estaban genuinamente interesados en ella. Eran inteligentes y simpáticos, y no se preocupaban solo de ellos mismos. Jenny no estaba acostumbrada a rodearse de gente así.
Eran las once y media de la noche cuando Stefan y Jenny se fueron del piso y se dirigieron a la parada para coger el último autobús a Karlskrona.
—Los amigos de Victoria son muy interesantes —dijo Jenny.
—Sí, son majos —dijo Stefan—. Todo eso de las vidas pasadas es bastante atractivo.
—A mí me cuesta aceptarlo —dijo Jenny—. Pero las imágenes que me han venido a la cabeza se iban haciendo más y más concretas a medida que Peter me iba haciendo preguntas. ¿Y si somos almas que van saltando de cuerpo en cuerpo? Me encantaría que fuera verdad.
Anduvieron en silencio durante varias decenas de metros. En la parada, esperaron de pie. El autobús tardaría cinco minutos en llegar.
—¿De qué los conoce Victoria? —preguntó Jenny.
—Uno de los chicos, Max, es amigo suyo desde la escuela primaria —respondió Stefan—. La mayoría siempre ha vivido en Karlskrona, pero otros fueron lejos a la universidad y acaban de volver. Mi hermana me ha dicho que algunos forman parte de un grupo religioso que cree en la reencarnación. Cienciología, se llama. No tiene nada que ver con Jesús ni con el cristianismo. Creo que solo están interesados en este asunto de las vidas pasadas y en aprender técnicas comunicativas. A Victoria todo esto no le llama demasiado la atención, pero le caen muy bien.
—Y a mí —dijo Jenny.
—Sí, ya me ha dado cuenta —dijo Stefan, sonriendo y rodeándola con el brazo—. Qué, ¿Peter te ha parecido guapo?
—Idiota —dijo Jenny—. No es eso.
Y miró hacia otro lado para que Stefan no viera que se había puesto roja.
Miércoles, primera hora de la mañana en el parque Hogland. Había pasado un día y medio desde que habían encontrado a un padre y a su hija de cuatro años muertos en un piso a 750 metros de allí. El sol salía, pero con precaución. Una silenciosa niebla matutina cubría la ciudad, que estaba construida sobre treinta y tres islas. La niebla evitaba que el sol aterrizara y alcanzara las pocas almas madrugadoras que ya habían salido de sus casas en Trossö, la isla más grande de Karlskrona.
Una de aquellas almas era Luke Bergmann. A él no le importaba lo más mínimo si brillaba el sol o si diluviaba. Ni siquiera se habría dado cuenta.
Estaba sentado en un banco del parque con la mirada fija en la bolsita que un camello le había puesto en la mano. La bolsita contenía alivio. Posiblemente también muerte, pero, por encima de todo, un dulce alivio. Y eso era lo que él quería.
Había resistido la tentación durante dieciséis años. Desde que había aterrizado en Karlskrona no había caído en ese agujero ni una sola vez. Pero, aunque el deseo se hubiera apaciguado, siempre había estado allí.
Llevaba papel de fumar de la marca Rizla en el bolsillo y el camello le había dado una caja de cerillas. Tenía todo lo que necesitaba.
Se visualizó a sí mismo a los trece años, la primera vez que había fumado. Fue el día de la muerte de su madre, que falleció por una sobredosis de heroína. Todavía recordaba lo que aquel canuto le hizo sentir: liberación. Una sensación de calidez en el centro de su cuerpo expulsó toda la ansiedad, la angustia y el pánico.
Después de eso, siguió fumando marihuana. Para él era suficiente. El resto de chicos de la pandilla consumían todo lo que pillaban: crack, éxtasis, heroína, alcohol. Pero Luke no.
Cogió el papel de fumar y lo enrolló retorciendo un extremo. No quería usar filtro ni mezclar tabaco. El sol empezaba a desplegar su calor. Un grupo de jóvenes con monos de color naranja, el uniforme de su empleo de verano, recogían basura cerca de la zona de juegos. Luke sostuvo el porro entre los dedos.
La primera noche tras la muerte de Viktor y Agnes no había pegado ojo. Se tumbó y solo fue capaz de dar vueltas en la cama. Sudó. No podía dejar de pensar. La segunda noche la pasó dormitando, instalado en una especie de purgatorio entre el sueño y la vigilia, y tuvo pesadillas sobre la muerte. Todas trataban de lo mismo: el primer tipo al que había matado en una pelea de bandas en la calle Troutman de Brooklyn, veinticuatro años atrás —un adolescente afroamericano de dieciséis años de los Navajas negras— corría hacia él con los ojos abiertos como platos, drogado, mirándolo fijamente y blandiendo un cuchillo de carnicero. Luke vio que el filo cortante del cuchillo se acercaba a su cara y se quedó paralizado, esperando que el acero se clavara en su frente. Se despertó justo en el momento de la muerte, seguro de que todo había terminado. Confundido, saltó de la cama para escapar, y cuando recobró la conciencia estaba jadeando con el pulso acelerado.
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