Stefan Malmström - Secta

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Secta: краткое содержание, описание и аннотация

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Basada en hechos reales la cienciología desde dentro. Kalstrona, Suecia.Cuando los cuerpos de Viktor Spandel y su pequeña de cuatro años aparecen sin vida en su domicilio, la policía concluye que el hombre ha matado a su hija y luego se ha suicidado. Pero Luke Bergmann, el mejor amigo de Viktor, cree que se equivocan: sabe que Viktor jamás cometería un crimen así.Decidido a sacar la verdad a la luz, Luke descubrirá la oscura conexión de Viktor con la cienciología en los años 90, un vínculo que lo une a un reducido grupo de personas que ocultan un grave secreto. Y todas ellas corren peligro.Pero Luke tiene un pasado como jefe de seguridad de uno de los mayores capos de la mafia de Brooklyn, con el que tendrá que lidiar si quiere vencer a sus propios demonios y sobrevivir. Un 
thriller que se adentra en la parte más siniestra de la cienciología.

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Se quedó en si­len­c­io, un poco sor­pren­di­da por todos los de­ta­lles que aca­ba­ba de re­ve­lar, aunque sos­pe­cha­ba de dónde podía ha­ber­los sacado. El año pasado habían leído sobre la Re­vo­lu­ción fran­ce­sa en clase. A ella le había fas­ci­na­do la his­to­r­ia de María An­to­n­ie­ta y había cogido un libro pres­ta­do de la bi­bl­io­te­ca sobre ella. En el salón no se oía ni una mosca.

—¿Quién eres?

—Una mujer noble de la corte. —La res­p­ues­ta le llegó de re­pen­te—. Mi deber es tem­plar a la reina. Ese es mi tra­ba­jo. —Sonrió y miró a los demás. Le de­vol­v­ie­ron la son­ri­sa.

—¡Fan­tás­ti­co! —dijo Peter—. ¿Hay alguna razón por la que creas que has visto esta imagen en par­ti­cu­lar?

Peter se in­cli­nó hacia Jenny. La música había parado y la ha­bi­ta­ción estaba en si­len­c­io. Luego le pre­gun­tó:

—¿Puede ser que lo que acabas de con­tar­nos sea un re­c­uer­do y no solo fruto de tu ima­gi­na­ción?

Jenny miró a su al­re­de­dor. Los demás la ob­ser­va­ban con in­te­rés. Estaba claro que para ellos aq­ue­lla con­ver­sa­ción no era ex­tra­ña. Se di­ri­gió a Peter:

—¿Te re­f­ie­res a que en una vida pasada fui una mujer noble en París? —Soltó una car­ca­ja­da—. Sí, quizás sí. Pero tam­bién puede ser que me esté acor­dan­do de un libro sobre María An­to­n­ie­ta que cogí pres­ta­do de la bi­bl­io­te­ca hace unos meses.

—¿Por qué crees que es­ta­bas in­te­re­sa­da en María An­to­n­ie­ta? —res­pon­dió rá­pi­da­men­te Peter.

Quizás lo que decía tu­v­ie­ra sen­ti­do, pensó Jenny. Aquel pe­r­io­do his­tó­ri­co la fas­ci­na­ba. Al leer el libro, había de­se­a­do vivir en París en el siglo xviii, estar allí. Le gustó pensar que quizás se había alo­ja­do en el pa­la­c­io de Ver­sa­lles. Y le atraía la idea de las vidas pa­sa­das.

—Mucha gente cree en la re­en­car­na­ción —con­ti­nuó Peter, que seguía in­cli­na­do y ahora estaba apa­gan­do su ci­ga­rri­llo en un grueso ce­ni­ce­ro de mármol—. Más de mil mi­llo­nes de per­so­nas en todo el mundo, con­tan­do solo a los bu­dis­tas y los hin­d­uis­tas. ¿Quién dice que los oc­ci­den­ta­les tienen razón?

Jenny afirmó con la cabeza.

—No todo el mundo ha tenido una vida tan in­te­re­san­te como la tuya —añadió Max, uno de los chicos—. A fi­na­les del siglo xviii, yo era un gran­je­ro pio­jo­so del montón en la pro­vin­c­ia de Es­ca­n­ia.

Todo el mundo rio. Hubo muchas más car­ca­ja­das du­ran­te el resto de la velada, además de otras con­ver­sa­c­io­nes sobre vidas pa­sa­das y aca­lo­ra­das dis­cu­s­io­nes sobre la ca­li­dad de la música de Nir­va­na y sobre si Mikh­ail Gor­ba­chev debía ganar el Nobel de la paz ahora que había muerto. Jenny estuvo a gusto con aq­ue­llas per­so­nas. Aunque era mucho más joven que los demás, sintió que la res­pe­ta­ban y que es­ta­ban ge­n­ui­na­men­te in­te­re­sa­dos en ella. Eran in­te­li­gen­tes y sim­pá­ti­cos, y no se pre­o­cu­pa­ban solo de ellos mismos. Jenny no estaba acos­tum­bra­da a ro­de­ar­se de gente así.

Eran las once y media de la noche cuando Stefan y Jenny se fueron del piso y se di­ri­g­ie­ron a la parada para coger el último au­to­bús a Karls­kro­na.

—Los amigos de Vic­to­r­ia son muy in­te­re­san­tes —dijo Jenny.

—Sí, son majos —dijo Stefan—. Todo eso de las vidas pa­sa­das es bas­tan­te atrac­ti­vo.

—A mí me cuesta acep­tar­lo —dijo Jenny—. Pero las imá­ge­nes que me han venido a la cabeza se iban ha­c­ien­do más y más con­cre­tas a medida que Peter me iba ha­c­ien­do pre­gun­tas. ¿Y si somos almas que van sal­tan­do de cuerpo en cuerpo? Me en­can­ta­ría que fuera verdad.

An­du­v­ie­ron en si­len­c­io du­ran­te varias de­ce­nas de metros. En la parada, es­pe­ra­ron de pie. El au­to­bús tar­da­ría cinco mi­nu­tos en llegar.

—¿De qué los conoce Vic­to­r­ia? —pre­gun­tó Jenny.

—Uno de los chicos, Max, es amigo suyo desde la es­c­ue­la pri­ma­r­ia —res­pon­dió Stefan—. La ma­yo­ría siem­pre ha vivido en Karls­kro­na, pero otros fueron lejos a la uni­ver­si­dad y acaban de volver. Mi her­ma­na me ha dicho que al­gu­nos forman parte de un grupo re­li­g­io­so que cree en la re­en­car­na­ción. Cien­c­io­lo­gía, se llama. No tiene nada que ver con Jesús ni con el cris­t­ia­nis­mo. Creo que solo están in­te­re­sa­dos en este asunto de las vidas pa­sa­das y en apren­der téc­ni­cas co­mu­ni­ca­ti­vas. A Vic­to­r­ia todo esto no le llama de­ma­s­ia­do la aten­ción, pero le caen muy bien.

—Y a mí —dijo Jenny.

—Sí, ya me ha dado cuenta —dijo Stefan, son­r­ien­do y ro­deán­do­la con el brazo—. Qué, ¿Peter te ha pa­re­ci­do guapo?

—Idiota —dijo Jenny—. No es eso.

Y miró hacia otro lado para que Stefan no viera que se había puesto roja.

4

Miér­co­les, pri­me­ra hora de la mañana en el parque Ho­gland. Había pasado un día y medio desde que habían en­con­tra­do a un padre y a su hija de cuatro años muer­tos en un piso a 750 metros de allí. El sol salía, pero con pre­c­au­ción. Una si­len­c­io­sa niebla ma­tu­ti­na cubría la ciudad, que estaba cons­tr­ui­da sobre tr­ein­ta y tres islas. La niebla evi­ta­ba que el sol ate­rri­za­ra y al­can­za­ra las pocas almas ma­dru­ga­do­ras que ya habían salido de sus casas en Trossö, la isla más grande de Karls­kro­na.

Una de aq­ue­llas almas era Luke Berg­mann. A él no le im­por­ta­ba lo más mínimo si bri­lla­ba el sol o si di­lu­v­ia­ba. Ni si­q­u­ie­ra se habría dado cuenta.

Estaba sen­ta­do en un banco del parque con la mirada fija en la bol­si­ta que un ca­me­llo le había puesto en la mano. La bol­si­ta con­te­nía alivio. Po­si­ble­men­te tam­bién muerte, pero, por encima de todo, un dulce alivio. Y eso era lo que él quería.

Había re­sis­ti­do la ten­ta­ción du­ran­te die­ci­séis años. Desde que había ate­rri­za­do en Karls­kro­na no había caído en ese agu­je­ro ni una sola vez. Pero, aunque el deseo se hu­b­ie­ra apa­ci­g­ua­do, siem­pre había estado allí.

Lle­va­ba papel de fumar de la marca Rizla en el bol­si­llo y el ca­me­llo le había dado una caja de ce­ri­llas. Tenía todo lo que ne­ce­si­ta­ba.

Se vi­s­ua­li­zó a sí mismo a los trece años, la pri­me­ra vez que había fumado. Fue el día de la muerte de su madre, que fa­lle­ció por una so­bre­do­sis de he­ro­í­na. To­da­vía re­cor­da­ba lo que aquel canuto le hizo sentir: li­be­ra­ción. Una sen­sa­ción de ca­li­dez en el centro de su cuerpo ex­pul­só toda la an­s­ie­dad, la an­gus­t­ia y el pánico.

Des­pués de eso, siguió fu­man­do ma­rih­ua­na. Para él era su­fi­c­ien­te. El resto de chicos de la pan­di­lla con­su­mí­an todo lo que pi­lla­ban: crack, éx­ta­sis, he­ro­í­na, al­co­hol. Pero Luke no.

Cogió el papel de fumar y lo en­ro­lló re­tor­c­ien­do un ex­tre­mo. No quería usar filtro ni mez­clar tabaco. El sol em­pe­za­ba a des­ple­gar su calor. Un grupo de jó­ve­nes con monos de color na­ran­ja, el uni­for­me de su empleo de verano, re­co­gí­an basura cerca de la zona de juegos. Luke sos­tu­vo el porro entre los dedos.

La pri­me­ra noche tras la muerte de Viktor y Agnes no había pegado ojo. Se tumbó y solo fue capaz de dar vuel­tas en la cama. Sudó. No podía dejar de pensar. La se­gun­da noche la pasó dor­mi­tan­do, ins­ta­la­do en una es­pe­c­ie de pur­ga­to­r­io entre el sueño y la vi­gi­l­ia, y tuvo pe­sa­di­llas sobre la muerte. Todas tra­ta­ban de lo mismo: el primer tipo al que había matado en una pelea de bandas en la calle Tr­out­man de Bro­oklyn, vein­ti­c­ua­tro años atrás —un ado­les­cen­te afro­a­me­ri­ca­no de die­ci­séis años de los Na­va­jas negras— corría hacia él con los ojos ab­ier­tos como platos, dro­ga­do, mi­rán­do­lo fi­ja­men­te y blan­d­ien­do un cu­chi­llo de car­ni­ce­ro. Luke vio que el filo cor­tan­te del cu­chi­llo se acer­ca­ba a su cara y se quedó pa­ra­li­za­do, es­pe­ran­do que el acero se cla­va­ra en su frente. Se des­per­tó justo en el mo­men­to de la muerte, seguro de que todo había ter­mi­na­do. Con­fun­di­do, saltó de la cama para es­ca­par, y cuando re­co­bró la con­c­ien­c­ia estaba ja­de­an­do con el pulso ace­le­ra­do.

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