Stefan Malmström - Secta

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Basada en hechos reales la cienciología desde dentro. Kalstrona, Suecia.Cuando los cuerpos de Viktor Spandel y su pequeña de cuatro años aparecen sin vida en su domicilio, la policía concluye que el hombre ha matado a su hija y luego se ha suicidado. Pero Luke Bergmann, el mejor amigo de Viktor, cree que se equivocan: sabe que Viktor jamás cometería un crimen así.Decidido a sacar la verdad a la luz, Luke descubrirá la oscura conexión de Viktor con la cienciología en los años 90, un vínculo que lo une a un reducido grupo de personas que ocultan un grave secreto. Y todas ellas corren peligro.Pero Luke tiene un pasado como jefe de seguridad de uno de los mayores capos de la mafia de Brooklyn, con el que tendrá que lidiar si quiere vencer a sus propios demonios y sobrevivir. Un 
thriller que se adentra en la parte más siniestra de la cienciología.

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En la cabeza de Luke se amon­to­na­ban pre­gun­tas, pero no res­p­ues­tas. ¿Una fuga de gas? Ima­gi­nó a Viktor y Agnes tum­ba­dos en la cama, in­cons­c­ien­tes. Pero no olía a gas, sino a limpio. Viktor tenía con­tra­ta­da a una mujer de la lim­p­ie­za que solía venir los do­min­gos.

«Esto es ra­rí­si­mo», volvió a pensar Luke. El apar­ta­men­to estaba a os­cu­ras y sonaba jazz a todo vo­lu­men. Eso no era propio de Viktor.

—¡Viktor! —gritó Luke. The­re­se lo apartó para entrar, abrió de un golpe la puerta de la ha­bi­ta­ción de su hija, en­cen­dió la luz, miró dentro y luego siguió bus­can­do por el piso. Luke tam­bién miró en la ha­bi­ta­ción. La cama estaba vacía y la colcha, en el suelo. Los co­ji­nes de color rosa y los pe­lu­ches des­can­sa­ban en el pe­q­ue­ño sillón rojo, bien co­lo­ca­dos en fila. El libro de cuen­tos de hadas que Luke le había leído el do­min­go an­te­r­ior por la noche seguía en la mesita.

Luke corrió hacia el enorme salón. El or­de­na­dor, del que salía la música, estaba en­cen­di­do. The­re­se se había que­da­do de pie en la en­tra­da del salón. Luego gritó y de­sa­pa­re­ció en su in­te­r­ior. Un se­gun­do des­pués, Luke se detuvo en el mismo lugar y vio a The­re­se in­cli­nar­se sobre Agnes, que estaba tum­ba­da con su ca­mi­són en el sofá gris claro. Había vo­mi­ta­do y pa­re­cía dormir pro­fun­da­men­te.

Luke dio la vuelta y se quedó helado al ver el cuerpo de Viktor col­gan­do sin vida, ahor­ca­do en la puerta del baño.

2

Luke corrió hacia Viktor y lo le­van­tó mien­tras tiraba de él para que la cuerda, que estaba atada al pomo del otro lado de la puerta, se des­pren­d­ie­ra de la parte su­pe­r­ior. Cuando con­si­g­uió ba­jar­lo, su me­ji­lla se aplas­tó contra la de Luke. Se dio cuenta de que era la pri­me­ra vez que sentía la me­ji­lla de Viktor contra la suya. Cuando hacía días que no se veían, solían abra­zar­se, pero nunca me­ji­lla con me­ji­lla. Esta era la pri­me­ra vez, y la me­ji­lla de Viktor estaba fría.

—¿Qué dia­blos has hecho, Viktor? ¿Qué has hecho? —La voz de Luke se quebró mien­tras tum­ba­ba el cuerpo a toda prisa en el parqué. Olía a orín. Trató de desha­cer sin de­ma­s­ia­do éxito el nudo al­re­de­dor del cuello. Lo miró a los ojos y no vio ningún in­di­c­io de vida en ellos. Buscó su al­ien­to y su pulso en el cuello, pero no los en­con­tró. In­ten­tó re­a­ni­mar­lo varias veces in­su­flán­do­le aire en los pul­mo­nes, pero pronto se rindió. No había res­p­ues­ta. Viktor había muerto. Y a Luke lo asal­ta­ron los re­c­uer­dos de otra época, cuando había for­ma­do parte de los Re­bel­des del diablo y de la banda de Johnny Attias, en Nueva York. Hacía quince años que no pre­sen­c­ia­ba una muerte.

—¡Luke, está muerta!

El llanto de la ex­mu­jer de su amigo se con­vir­tió en un grito. Luke corrió al sofá y apartó a The­re­se, que tra­ta­ba de prac­ti­car­le la re­a­ni­ma­ción car­d­io­pul­mo­nar a Agnes. Se in­cli­nó sobre la niña, puso su boca cerca de la pe­q­ue­ña nariz y sintió un le­ví­si­mo mo­vi­m­ien­to de aire.

—Res­pi­ra —dijo Luke.

Empujó la mesa de centro de una patada, agarró a la niña, la tumbó sobre la pálida al­fom­bra tur­q­ue­sa de IKEA y empezó a soplar con toda la fuerza de sus pul­mo­nes. Des­pués, pre­s­io­nó con las dos manos el pecho de la niña. Tras tr­ein­ta com­pre­s­io­nes, le dio su móvil a The­re­se.

—¡Llama a una am­bu­lan­c­ia! ¡Ahora!

Volvió a in­cli­nar­se y siguió so­plan­do y pre­s­io­nan­do al­ter­na­ti­va­men­te. Se dio cuenta de que, si no era cui­da­do­so, podía rom­per­le las cos­ti­llas, tan pe­q­ue­ñas, y aflojó las com­pre­s­io­nes. La miraba a la cara cuando pre­s­io­na­ba, con la es­pe­ran­za de per­ci­bir alguna señal de vida.

—Venga, Agnes —su­pli­có—. Tienes que lo­grar­lo. Por favor.

Luke miró a The­re­se. Estaba sen­ta­da y se había que­da­do pa­ra­li­za­da con el móvil en la mano. Se dio cuenta de que no sería capaz de decir nada com­pren­si­ble y volvió a coger el te­lé­fo­no.

—Sigue pre­s­io­nan­do. Tr­ein­ta veces. Y luego le haces el boca a boca diez veces —dijo mien­tras se le­van­ta­ba y mar­ca­ba el número de emer­gen­c­ias. Una mujer con­tes­tó de in­me­d­ia­to.

—Ne­ce­si­to una am­bu­lan­c­ia. Es ur­gen­te. Calle Ala­me­dan tr­ein­ta. Hay dos per­so­nas: una esta muerta y la otra es una niña que to­da­vía res­pi­ra —dijo ace­le­ra­do.

—¿Puede re­pe­tir­lo, por favor? No vaya tan rápido y trate de vo­ca­li­zar. Tam­bién ne­ce­si­to saber su nombre —dijo la te­le­o­pe­ra­do­ra.

Cuando Luke estaba es­tre­sa­do se le notaba más el acento ame­ri­ca­no y a los suecos les cos­ta­ba en­ten­der­lo.

—Luke Berg­mann. Ne­ce­si­ta­mos una am­bu­lan­c­ia. ¡Dense prisa, por el amor de Dios! ¡Hay una niña de cuatro años a punto de morir!

—Bien, trate de cal­mar­se para que yo pueda en­ten­der bien la in­for­ma­ción. Ins­pi­re hondo y luego dígame dónde se en­c­uen­tra. Ne­ce­si­to la di­rec­ción y la lo­ca­li­dad.

Luke apretó los dien­tes. Ins­pi­ró hondo y se es­for­zó para hablar len­ta­men­te.

—La di­rec­ción es calle Ala­me­dan número tr­ein­ta, en Karls­kro­na. Dos per­so­nas. Una está muerta. La otra es una niña pe­q­ue­ña que se está mu­r­ien­do y que se va a morir seguro si no envía una mal­di­ta am­bu­lan­c­ia. ¡Ahora!

—¿Me puede decir qué ha pasado? —pre­gun­tó la mujer.

—¿Y qué más da? —soltó Luke con ter­q­ue­dad—. No sé qué ha pasado. Hemos en­tra­do en el piso y nos hemos en­con­tra­do con esto.

—No puedo mandar una am­bu­lan­c­ia si no en­t­ien­do bien la si­t­ua­ción. Ne­ce­si­to ase­gu­rar­me de que lo que me está di­c­ien­do es real, de que es una emer­gen­c­ia de verdad.

Luke bajó la voz para trans­mi­tir miedo en lugar de rabia.

—Le pro­me­to que es real. Por favor.

La mujer se quedó en si­len­c­io du­ran­te un par de se­gun­dos.

—Le mando dos am­bu­lan­c­ias.

The­re­se llo­ra­ba e in­su­fla­ba aire en los pul­mo­nes de su hija, como le había dicho. Agnes yacía inerte sobre la al­fom­bra de color acuoso, con el pelo rubio y largo es­par­ci­do al­re­de­dor de la cabeza y su ca­mi­són blanco. Las lá­gri­mas de The­re­se habían sal­pi­ca­do la bonita cara de la niña. Luke pensó en lo guapa que era Agnes, en lo im­pre­s­io­nan­te que sería cuando se con­vir­t­ie­ra en una ado­les­cen­te. Viktor y él habían ha­bla­do de eso justo el do­min­go pasado. Agnes estaba mi­ran­do su pro­gra­ma de te­le­vi­sión fa­vo­ri­to, Anki y Pytte , y se reía tan des­ca­ra­da­men­te con las ocu­rren­c­ias del patito pro­ta­go­nis­ta que Viktor y Luke de­ja­ron de pre­pa­rar la cena solo para mi­rar­la.

—Cuando crezca va a tener pro­ble­mas con los chicos —le dijo Luke a Viktor.

—Yo creo que es más pro­ba­ble que los chicos vayan a tener pro­ble­mas con­mi­go —res­pon­dió Viktor.

A Luke se le borró la son­ri­sa de la boca y se cruzó de brazos.

—Y con­mi­go —dijo.

Más tarde, sonó el te­lé­fo­no. Viktor se metió en el des­pa­cho y le pidió a Luke que lle­va­ra a Agnes a la cama, cosa que él hizo de buena gana. Ella pasó los de­di­tos por el brazo mus­cu­lo­so y ta­t­ua­do de Luke y le pre­gun­tó por qué no se lavaba mejor. El co­ra­zón se le de­rri­tió to­da­vía más cuando Agnes le quitó el gorro de lana negro y empezó a en­ros­car los dedos en su pelo grueso y oscuro mien­tras, con­f­ia­da, se dormía entre sus brazos.

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