—¡Agnes! ¡Por favor, Agnes! ¡Respira! ¡Por favor! —Therese se quedó sin aliento tras intentar, por cuarta vez, llenar de aire los pulmones de la pequeña. Agnes estaba tumbada con la boca medio abierta y los ojos cerrados. Las bellas y largas pestañas se le habían pegado a la piel. Parecía estar durmiendo tranquilamente. Solo que esta vez quizás no volviera a despertarse nunca.
La rabia de Luke hacia la teleoperadora se desvaneció. La sustituyó un escalofrío que le recorrió el cuerpo. Le susurró una oración al Dios en el que no creía.
—Deja que Agnes viva. Si la dejas vivir, haré lo que quieras.
¿Dónde demonios estaban las ambulancias? Miró hacia el cuarto de baño en el que el padre de Agnes, su mejor amigo, yacía muerto. La música jazz se hizo más intensa y ahogó el sonido de los esfuerzos que Therese hacía por devolverle la vida a su hija. Un teclado eléctrico y una guitarra rivalizaban para ver quién podía tocar más notas por segundo.
«Qué música tan cargante», pensó Luke. Empezaba a tener náuseas y le temblaban las piernas. Tenía que detener ese ruido. Con las piernas vacilantes, se dirigió al ordenador y lo apagó. En la mesa había un pequeño tarro rojo con la tapa abierta y polvo blanco en el interior. Al lado, un vaso con una pasta granulosa pegada al fondo. En el suelo, al lado de la mesa, media tableta de chocolate con leche Marabou. Luke había notado un leve sabor a chocolate cuando había tratado de reanimar a Agnes. Oyó sirenas a lo lejos.
—¡Luke! ¡Ha dejado de respirar! ¡Agnes, no!
Therese comenzó a gritar, confundida, y tomó a su hija entre sus brazos. Sentada en el suelo, se sacudía frenéticamente hacia delante y hacia atrás. Luke se arrodilló y las abrazó a las dos muy fuerte.
Ronneby, 5 de octubre de 1991
—Si te digo que es 1787, ¿qué imagen te viene a la cabeza?
El tipo que le hacía esta pregunta a Jenny se llamaba Peter. Tenía veinticinco años, seis más que ella, y hacía medio que había obtenido su MBA en la Universidad de Lund. Llevaba una chaqueta marrón de pana, un pañuelo rojo alrededor del cuello, gafas y bigote. Su aspecto era aristocrático, como el de un dandi inglés; un estilo completamente distinto al del resto de chicos que Jenny conocía.
Hacía seis meses que Jenny había terminado el instituto en Karlskrona con matrícula de honor. Ahora trabajaba en una cafetería. Se había tomado un año sabático y planeaba empezar los estudios universitarios el otoño siguiente.
Se acurrucó en el sofá rojo —recién adquirido en IKEA— de Victoria, la hermana de su novio Stefan. Victoria vivía en un moderno piso de la calle Kungsgatan, en el centro de Ronneby. Acababa de cumplir veintitrés años y había invitado a unos amigos a comer tarta. Planeaba organizar una fiesta más adelante, a lo largo de ese mes.
Peter estaba hundido en un sillón enfrente del sofá y sujetaba un cigarrillo con elegancia. La mesa de centro estaba llena de platos de postre vacíos y de tazas. Hablaban mucho de política, cosa que a Jenny no le interesaba nada. La coalición burguesa había ganado las elecciones y había puesto fin a una etapa de tres legislaturas socialdemócratas seguidas. Justo ese día, el conservador Carl Bildt había tomado posesión del cargo de primer ministro. Peter pensaba que Suecia había regresado al buen camino.
Desde el impresionante equipo de sonido Pioneer, la sedosa voz de Whitney Houston los envolvía: I’m your baby tonight .
A la izquierda de Jenny estaba su novio, Stefan, y a la derecha, la hermana mayor de Stefan, Victoria. De las ocho personas que había en el salón, Jenny solo conocía a ellos dos. La última vez que había estado sentada en un sofá con Victoria había sido dos meses atrás, en casa de sus padres, un domingo a la hora de la merienda. Ese día, Stefan le había presentado a sus padres en medio de un ambiente tenso que Victoria había decidido relajar un poco. De pronto dio un respingo, se apartó de Jenny, se tapó la nariz, rio y dijo: «¡Uy, Jenny! ¿Te has tirado un pedo?».
¡Qué mala había sido Victoria! Jenny quiso que se la tragara la tierra. Intentó protestar, pero no sirvió de nada. Se puso completamente roja. Estaba segura de que toda la familia de su novio pensaba que tenía gases.
Así que esa era la segunda vez en solo unas semanas que se sonrojaba mientras estaba sentada en un sofá. La pregunta de Peter hizo que todo el mundo callara y mirara a Jenny. «¡Odio ponerme roja todo el tiempo!», pensó. Siempre la había incomodado ser el centro de atención. Hablar delante de sus compañeros en clase le suponía una tortura, aunque sabía que era guapa y una de las mejores estudiantes de su instituto. Cuando los profesores repartían los exámenes y anunciaban las notas en voz alta, una costumbre en las aulas de Suecia, casi siempre era ella quien había obtenido los mejores resultados. Pero le molestaba terriblemente oír su nombre y que todo el mundo la mirara. El calor se le subía a las mejillas automáticamente. La cosa se había salido tanto de madre que a veces le ocurría incluso antes de que repartieran los exámenes: se sonrojaba solo de pensar que pronto iba a ponerse roja.
En el salón de Victoria, todos miraron a Jenny. Los pensamientos se le arremolinaron en la cabeza. Se sintió presionada y nerviosa. De modo que, naturalmente, se ruborizó.
—¿Qué quieres decir? —preguntó.
Peter sonrió.
—Bueno, piensa en 1787. Y trata de proyectar una imagen que asocies a este año.
Jenny dudó, pero se sentía obligada a responder.
—Mujeres con vestidos bonitos —dijo—. Un baile. —Soltó una risita y miró a Peter.
—Muy bien —sonrió él—. ¿Dónde estás?
—No lo sé.
Peter no se rindió.
—¿Qué pensamiento ha venido a tu cabeza la primera vez que te he hecho la pregunta?
—Mmm. ¿París, quizás?
—¡Genial! ¿Qué lugar concreto de París? ¿Ves algún edificio?
Jenny cerró los ojos. Se agarró a la primera imagen que le vino a la cabeza.
—Un palacio. Versalles.
—¡Muy bien, Jenny! Y en el baile, ¿tú quién eres?
—¿Yo?
—Sí. ¿Te ves allí? ¿Quién eres?
Jenny cogió su taza y dio un sorbo de té para ganar un poco de tiempo.
—No lo sé. ¿Quizás una de las personas que baila?
—Descríbete.
Jenny volvió a cerrar los ojos. Bajo sus párpados, visualizó un gran salón de baile lleno de gente engalanada con ropa del siglo xviii. Luego vio a una bella mujer joven con un vestido de baile blanco. Reía y bailaba.
—Llevo un vestido blanco. También peluca, porque el peinado es muy voluminoso y está adornado con perlas. Ah, y una máscara.
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