Stefan Malmström - Secta

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Basada en hechos reales la cienciología desde dentro. Kalstrona, Suecia.Cuando los cuerpos de Viktor Spandel y su pequeña de cuatro años aparecen sin vida en su domicilio, la policía concluye que el hombre ha matado a su hija y luego se ha suicidado. Pero Luke Bergmann, el mejor amigo de Viktor, cree que se equivocan: sabe que Viktor jamás cometería un crimen así.Decidido a sacar la verdad a la luz, Luke descubrirá la oscura conexión de Viktor con la cienciología en los años 90, un vínculo que lo une a un reducido grupo de personas que ocultan un grave secreto. Y todas ellas corren peligro.Pero Luke tiene un pasado como jefe de seguridad de uno de los mayores capos de la mafia de Brooklyn, con el que tendrá que lidiar si quiere vencer a sus propios demonios y sobrevivir. Un 
thriller que se adentra en la parte más siniestra de la cienciología.

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—¡Agnes! ¡Por favor, Agnes! ¡Res­pi­ra! ¡Por favor! —The­re­se se quedó sin al­ien­to tras in­ten­tar, por cuarta vez, llenar de aire los pul­mo­nes de la pe­q­ue­ña. Agnes estaba tum­ba­da con la boca medio ab­ier­ta y los ojos ce­rra­dos. Las bellas y largas pes­ta­ñas se le habían pegado a la piel. Pa­re­cía estar dur­m­ien­do tran­q­ui­la­men­te. Solo que esta vez quizás no vol­v­ie­ra a des­per­tar­se nunca.

La rabia de Luke hacia la te­le­o­pe­ra­do­ra se des­va­ne­ció. La sus­ti­tu­yó un es­ca­lo­frío que le re­co­rrió el cuerpo. Le su­su­rró una ora­ción al Dios en el que no creía.

—Deja que Agnes viva. Si la dejas vivir, haré lo que qu­ie­ras.

¿Dónde de­mo­n­ios es­ta­ban las am­bu­lan­c­ias? Miró hacia el cuarto de baño en el que el padre de Agnes, su mejor amigo, yacía muerto. La música jazz se hizo más in­ten­sa y ahogó el sonido de los es­f­uer­zos que The­re­se hacía por de­vol­ver­le la vida a su hija. Un te­cla­do eléc­tri­co y una gui­ta­rra ri­va­li­za­ban para ver quién podía tocar más notas por se­gun­do.

«Qué música tan car­gan­te», pensó Luke. Em­pe­za­ba a tener náu­se­as y le tem­bla­ban las pier­nas. Tenía que de­te­ner ese ruido. Con las pier­nas va­ci­lan­tes, se di­ri­gió al or­de­na­dor y lo apagó. En la mesa había un pe­q­ue­ño tarro rojo con la tapa ab­ier­ta y polvo blanco en el in­te­r­ior. Al lado, un vaso con una pasta gra­nu­lo­sa pegada al fondo. En el suelo, al lado de la mesa, media ta­ble­ta de cho­co­la­te con leche Ma­ra­b­ou. Luke había notado un leve sabor a cho­co­la­te cuando había tra­ta­do de re­a­ni­mar a Agnes. Oyó si­re­nas a lo lejos.

—¡Luke! ¡Ha dejado de res­pi­rar! ¡Agnes, no!

The­re­se co­men­zó a gritar, con­fun­di­da, y tomó a su hija entre sus brazos. Sen­ta­da en el suelo, se sa­cu­día fre­né­ti­ca­men­te hacia de­lan­te y hacia atrás. Luke se arro­di­lló y las abrazó a las dos muy fuerte.

3

Ron­neby, 5 de oc­tu­bre de 1991

—Si te digo que es 1787, ¿qué imagen te viene a la cabeza?

El tipo que le hacía esta pre­gun­ta a Jenny se lla­ma­ba Peter. Tenía vein­ti­cin­co años, seis más que ella, y hacía medio que había ob­te­ni­do su MBA en la Uni­ver­si­dad de Lund. Lle­va­ba una cha­q­ue­ta marrón de pana, un pa­ñ­ue­lo rojo al­re­de­dor del cuello, gafas y bigote. Su as­pec­to era aris­to­crá­ti­co, como el de un dandi inglés; un estilo com­ple­ta­men­te dis­tin­to al del resto de chicos que Jenny co­no­cía.

Hacía seis meses que Jenny había ter­mi­na­do el ins­ti­tu­to en Karls­kro­na con ma­trí­cu­la de honor. Ahora tra­ba­ja­ba en una ca­fe­te­ría. Se había tomado un año sa­bá­ti­co y pla­ne­a­ba em­pe­zar los es­tu­d­ios uni­ver­si­ta­r­ios el otoño si­g­u­ien­te.

Se acu­rru­có en el sofá rojo —recién ad­q­ui­ri­do en IKEA— de Vic­to­r­ia, la her­ma­na de su novio Stefan. Vic­to­r­ia vivía en un mo­der­no piso de la calle Kungs­ga­tan, en el centro de Ron­neby. Aca­ba­ba de cum­plir vein­ti­trés años y había in­vi­ta­do a unos amigos a comer tarta. Pla­ne­a­ba or­ga­ni­zar una fiesta más ade­lan­te, a lo largo de ese mes.

Peter estaba hun­di­do en un sillón en­fren­te del sofá y su­je­ta­ba un ci­ga­rri­llo con ele­gan­c­ia. La mesa de centro estaba llena de platos de postre vacíos y de tazas. Ha­bla­ban mucho de po­lí­ti­ca, cosa que a Jenny no le in­te­re­sa­ba nada. La co­a­li­ción bur­g­ue­sa había ganado las elec­c­io­nes y había puesto fin a una etapa de tres le­gis­la­tu­ras so­c­ial­de­mó­cra­tas se­g­ui­das. Justo ese día, el con­ser­va­dor Carl Bildt había tomado po­se­sión del cargo de primer mi­nis­tro. Peter pen­sa­ba que Suecia había re­gre­sa­do al buen camino.

Desde el im­pre­s­io­nan­te equipo de sonido Pio­ne­er, la sedosa voz de Whit­n­ey Hous­ton los en­vol­vía: I’m your baby to­night .

A la iz­q­u­ier­da de Jenny estaba su novio, Stefan, y a la de­re­cha, la her­ma­na mayor de Stefan, Vic­to­r­ia. De las ocho per­so­nas que había en el salón, Jenny solo co­no­cía a ellos dos. La última vez que había estado sen­ta­da en un sofá con Vic­to­r­ia había sido dos meses atrás, en casa de sus padres, un do­min­go a la hora de la me­r­ien­da. Ese día, Stefan le había pre­sen­ta­do a sus padres en medio de un am­b­ien­te tenso que Vic­to­r­ia había de­ci­di­do re­la­jar un poco. De pronto dio un res­pin­go, se apartó de Jenny, se tapó la nariz, rio y dijo: «¡Uy, Jenny! ¿Te has tirado un pedo?».

¡Qué mala había sido Vic­to­r­ia! Jenny quiso que se la tra­ga­ra la tierra. In­ten­tó pro­tes­tar, pero no sirvió de nada. Se puso com­ple­ta­men­te roja. Estaba segura de que toda la fa­mi­l­ia de su novio pen­sa­ba que tenía gases.

Así que esa era la se­gun­da vez en solo unas se­ma­nas que se son­ro­ja­ba mien­tras estaba sen­ta­da en un sofá. La pre­gun­ta de Peter hizo que todo el mundo ca­lla­ra y mirara a Jenny. «¡Odio po­ner­me roja todo el tiempo!», pensó. Siem­pre la había in­co­mo­da­do ser el centro de aten­ción. Hablar de­lan­te de sus com­pa­ñe­ros en clase le su­po­nía una tor­tu­ra, aunque sabía que era guapa y una de las me­jo­res es­tu­d­ian­tes de su ins­ti­tu­to. Cuando los pro­fe­so­res re­par­tí­an los exá­me­nes y anun­c­ia­ban las notas en voz alta, una cos­tum­bre en las aulas de Suecia, casi siem­pre era ella quien había ob­te­ni­do los me­jo­res re­sul­ta­dos. Pero le mo­les­ta­ba te­rri­ble­men­te oír su nombre y que todo el mundo la mirara. El calor se le subía a las me­ji­llas au­to­má­ti­ca­men­te. La cosa se había salido tanto de madre que a veces le ocu­rría in­clu­so antes de que re­par­t­ie­ran los exá­me­nes: se son­ro­ja­ba solo de pensar que pronto iba a po­ner­se roja.

En el salón de Vic­to­r­ia, todos mi­ra­ron a Jenny. Los pen­sa­m­ien­tos se le arre­mo­li­na­ron en la cabeza. Se sintió pre­s­io­na­da y ner­v­io­sa. De modo que, na­tu­ral­men­te, se ru­bo­ri­zó.

—¿Qué qu­ie­res decir? —pre­gun­tó.

Peter sonrió.

—Bueno, piensa en 1787. Y trata de pr­o­yec­tar una imagen que aso­c­ies a este año.

Jenny dudó, pero se sentía obli­ga­da a res­pon­der.

—Mu­je­res con ves­ti­dos bo­ni­tos —dijo—. Un baile. —Soltó una risita y miró a Peter.

—Muy bien —sonrió él—. ¿Dónde estás?

—No lo sé.

Peter no se rindió.

—¿Qué pen­sa­m­ien­to ha venido a tu cabeza la pri­me­ra vez que te he hecho la pre­gun­ta?

—Mmm. ¿París, quizás?

—¡Genial! ¿Qué lugar con­cre­to de París? ¿Ves algún edi­fi­c­io?

Jenny cerró los ojos. Se agarró a la pri­me­ra imagen que le vino a la cabeza.

—Un pa­la­c­io. Ver­sa­lles.

—¡Muy bien, Jenny! Y en el baile, ¿tú quién eres?

—¿Yo?

—Sí. ¿Te ves allí? ¿Quién eres?

Jenny cogió su taza y dio un sorbo de té para ganar un poco de tiempo.

—No lo sé. ¿Quizás una de las per­so­nas que baila?

—Des­crí­be­te.

Jenny volvió a cerrar los ojos. Bajo sus pár­pa­dos, vi­s­ua­li­zó un gran salón de baile lleno de gente en­ga­la­na­da con ropa del siglo xviii. Luego vio a una bella mujer joven con un ves­ti­do de baile blanco. Reía y bai­la­ba.

—Llevo un ves­ti­do blanco. Tam­bién peluca, porque el pei­na­do es muy vo­lu­mi­no­so y está ador­na­do con perlas. Ah, y una más­ca­ra.

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