Stefan Malmström - Secta

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Basada en hechos reales la cienciología desde dentro. Kalstrona, Suecia.Cuando los cuerpos de Viktor Spandel y su pequeña de cuatro años aparecen sin vida en su domicilio, la policía concluye que el hombre ha matado a su hija y luego se ha suicidado. Pero Luke Bergmann, el mejor amigo de Viktor, cree que se equivocan: sabe que Viktor jamás cometería un crimen así.Decidido a sacar la verdad a la luz, Luke descubrirá la oscura conexión de Viktor con la cienciología en los años 90, un vínculo que lo une a un reducido grupo de personas que ocultan un grave secreto. Y todas ellas corren peligro.Pero Luke tiene un pasado como jefe de seguridad de uno de los mayores capos de la mafia de Brooklyn, con el que tendrá que lidiar si quiere vencer a sus propios demonios y sobrevivir. Un 
thriller que se adentra en la parte más siniestra de la cienciología.

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Luke estaba fu­r­io­so. Nunca podría en­ten­der a los sui­ci­das. ¿Qué pasa por la mente de una per­so­na que ha de­ci­di­do hacer algo tan irre­ver­si­ble? ¿Por qué su amigo había es­con­di­do aq­ue­llos pen­sa­m­ien­tos des­truc­ti­vos? ¿Por qué no había con­f­ia­do en él?

Miró la hora. Eran las nueve de la mañana. Volvió al dor­mi­to­r­io y vio el porro. Al día si­g­u­ien­te con­tac­ta­ría con la psi­có­lo­ga de Viktor. Ne­ce­si­ta­ba en­ten­der por qué.

Lo había de­ci­di­do des­pués de hablar por te­lé­fo­no con la po­li­cía. Lo habían lla­ma­do para que el jueves por la tarde acu­d­ie­ra a la co­mi­sa­ría a leer su tes­ti­mo­n­io y a con­tes­tar al­gu­nas pre­gun­tas más sobre lo ocu­rri­do. Des­pués de hablar con ellos, es­pe­ra­ba que la psi­có­lo­ga de Viktor lo re­ci­b­ie­ra. Tenía que ha­cer­lo, por Viktor. Cogió el porro y la bol­si­ta de hojas verdes. Fue al baño, vació su con­te­ni­do en la taza del váter y tiró de la cadena. De vuelta a la cocina, cogió de la bodega una bo­te­lla grande de ron Ca­pi­tán Morgan que aún con­ser­va­ba el pre­cin­to, se sentó a la mesa de la cocina, la abrió y empezó a beber. Así ador­me­ce­ría sus sen­ti­dos sin caer de lleno en la más ab­so­lu­ta os­cu­ri­dad.

5

Le vol­ví­an a picar los huevos. A Thomas Svärd siem­pre le ocu­rría por la noche, y en­ton­ces el picor lo des­per­ta­ba. Se rascó con el pulgar y el dedo índice y luego pasó las uñas, una tras otra, por la zona afec­ta­da. Era una sen­sa­ción agra­da­ble, pero al rato em­pe­za­ba a pre­o­cu­par­se por si, de tanto fro­tar­se, em­pe­za­ba a san­grar y el placer se con­ver­ti­ría en dolor.

En­cen­dió la luz, se bajó los cal­zon­ci­llos y echó un vis­ta­zo. De­tec­tó una leve rojez y se pre­gun­tó si se la habría pro­vo­ca­do él mismo al ras­car­se o si serían hongos. El muñón de lo que una vez había sido su polla estaba ahí. Era un pe­q­ue­ño col­ga­jo de piel que medía unos pocos cen­tí­me­tros. To­da­vía se ma­re­a­ba cuando lo miraba, así que in­ten­ta­ba ig­no­rar­lo.

No siem­pre podía. A veces lo­gra­ba ol­vi­dar­se de él. Sin em­bar­go, eso era negar la re­a­li­dad. En las úl­ti­mas se­ma­nas, se había ido ha­c­ien­do más y más cons­c­ien­te de su si­t­ua­ción. Ya no tenía pene. Nunca vol­ve­ría a follar. Nunca vol­ve­ría a sentir el placer de la pe­ne­tra­ción. Nunca vol­ve­ría a tener un or­gas­mo.

Lo peor de aq­ue­lla des­gra­c­ia era que seguía ex­ci­tán­do­se tanto como antes, sobre todo por la mañana. A menudo soñaba que fo­lla­ba, re­vi­vía aq­ue­llos mo­men­tos con las niñas y se le­van­ta­ba ca­chon­do. Pero ahora ya no se podía de­sa­ho­gar.

Aq­ue­llo era in­cre­í­ble­men­te cruel. Hu­b­ie­ra sido mejor desha­cer­se de ambas cosas: la ex­ci­ta­ción y la polla. De hecho, si hu­b­ie­ra podido desha­cer­se de la ex­ci­ta­ción no lo habría pasado tan mal, aunque estar vivo no hu­b­ie­ra valido tanto la pena. Pero perder el ins­tru­men­to que le había pro­por­c­io­na­do ex­pe­r­ien­c­ias tan ma­ra­vi­llo­sas era, pro­ba­ble­men­te, el peor cas­ti­go que le podían haber in­fli­gi­do. La tor­tu­ra más im­pla­ca­ble.

Ahora, cuando se ex­ci­ta­ba, se sentía como un león en una jaula. Tenía que mo­ver­se, ca­mi­nar sin des­can­so y for­zar­se a pensar en otras cosas para dis­tra­er­se. Tra­ta­ba de in­vo­car pen­sa­m­ien­tos que lo in­co­mo­da­ran. Algo que solía fun­c­io­nar era re­cor­dar el in­ci­den­te de la bañera, que le había ocu­rri­do a los doce años. Más o menos un año antes había des­cu­b­ier­to lo que pasaba cuando movía arriba y abajo la piel de su pene, y fue una grata sor­pre­sa. Sen­ta­do en el baño, tiró de su sal­chi­cha. Como le gustó, empezó a tirar más rápido y el placer fue en au­men­to. De pronto, un chorro blanco salió dis­pa­ra­do de la punta y ate­rri­zó en la al­fom­bri­lla. Debió de emitir algún tipo de sonido, porque su madre llamó muy fuerte a la puerta del baño y le pre­gun­tó qué hacía. Él entró en pánico y se puso a lim­p­iar aq­ue­lla mancha blanca y pe­ga­jo­sa con papel hi­gié­ni­co. Cuando abrió la puerta y salió, su madre lo miró con sus­pi­ca­c­ia, pero por suerte no podía saber lo que había hecho.

El día del in­ci­den­te estaba tum­ba­do en la bañera y la puerta se abrió de golpe. Había ol­vi­da­do ce­rrar­la. Mamá entró y, al ver lo que estaba ha­c­ien­do, se puso hecha una furia. Se fue, volvió con una olla llena de agua hir­v­ien­do y la volcó sobre su pene erecto. Por suerte, tuvo tiempo de su­mer­gir­se un poco en la bañera, pero gran parte del agua hir­v­ien­do lo sal­pi­có. Él au­lla­ba de dolor y su madre estaba como loca, echaba chis­pas. «¡Esta es la per­di­ción de los hom­bres! ¡Si haces eso, irás al in­f­ier­no!», le gritó. Lo obligó a leer la Biblia cada tarde du­ran­te tres se­ma­nas. Al fi­na­li­zar la lec­tu­ra le pegaba para «sa­car­le el de­mo­n­io de dentro».

Todo empezó más o menos por en­ton­ces, pero el en­gra­na­je se puso re­al­men­te en marcha solo unas se­ma­nas des­pués. El hijo del vecino, Pa­trick, que tenía ca­tor­ce años, había mon­tan­do una tienda de cam­pa­ña en el bosque. Es­ta­ban ju­gan­do a indios y va­q­ue­ros, y des­pués se reu­n­ie­ron en la tienda. Pa­trick le ordenó a Su­san­ne, que tenía doce años, que se qui­ta­ra los pan­ta­lo­nes y la ropa in­te­r­ior y se tum­ba­ra boca arriba. Había cinco niños más. Pa­trick se deshi­zo de los pan­ta­lo­nes y los cal­zon­ci­llos. Le había salido un poco de pelo al­re­de­dor de la polla. Thomas no pudo apar­tar la vista. Era la pri­me­ra vez que veía el pene erecto de otra per­so­na, largo y pun­t­ia­gu­do. Pa­trick se lo agarró y se tumbó encima de Su­san­ne, que estaba ahí tirada, en si­len­c­io. En­ton­ces empezó a fo­llár­se­la. Pero el sonido de unas voces que se apro­xi­ma­ban lo in­te­rrum­pió.

Aunque Pa­trick se había que­da­do a medias, a Svärd la escena lo había im­pre­s­io­na­do mucho. La suave vagina de Su­san­ne, libre de pelos negros as­q­ue­ro­sos. La lanza pun­t­ia­gu­da acer­cán­do­se y pe­ne­trán­do­la. En aquel mo­men­to había en­ten­di­do para qué servía aq­ue­lla he­rra­m­ien­ta.

Se sentó en la cama, des­can­só los pies en la al­fom­bra sucia y an­dra­jo­sa, en­cen­dió un ci­ga­rri­llo y miró el reloj. Las doce y media de la noche. Tenía que mear. Se le­van­tó y re­co­rrió los dos metros hasta el baño. Desde el ataque de hacía un año, no so­por­ta­ba orinar. El chorro salía dis­pa­ra­do en todas di­rec­c­io­nes, y el lí­q­ui­do se dis­per­sa­ba, sal­va­je. El médico había hecho lo que había podido, pero lo que que­da­ba del ori­fi­c­io de la uretra ahora fun­c­io­na­ba más o menos como un as­per­sor en un día ca­lu­ro­so de verano.

El baño no era grande. Cons­tr­ui­do a me­d­ia­dos del siglo pasado, por lo menos era bas­tan­te bonito y lu­mi­no­so, pero tam­bién era es­tre­cho, y Svärd se había acos­tum­bra­do a entrar de culo. Estaba com­ple­ta­men­te ali­ca­ta­do y el mango de la ducha col­ga­ba de la pared de detrás del ino­do­ro. Cuando se du­cha­ba, todo el baño que­da­ba em­pa­pa­do y des­pués tenía que pa­sar­se quince mi­nu­tos fre­gán­do­lo. Im­po­si­ble que cu­p­ie­se más de un hombre en aquel mal­di­to búnker.

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