Stefan Malmström - Secta

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Basada en hechos reales la cienciología desde dentro. Kalstrona, Suecia.Cuando los cuerpos de Viktor Spandel y su pequeña de cuatro años aparecen sin vida en su domicilio, la policía concluye que el hombre ha matado a su hija y luego se ha suicidado. Pero Luke Bergmann, el mejor amigo de Viktor, cree que se equivocan: sabe que Viktor jamás cometería un crimen así.Decidido a sacar la verdad a la luz, Luke descubrirá la oscura conexión de Viktor con la cienciología en los años 90, un vínculo que lo une a un reducido grupo de personas que ocultan un grave secreto. Y todas ellas corren peligro.Pero Luke tiene un pasado como jefe de seguridad de uno de los mayores capos de la mafia de Brooklyn, con el que tendrá que lidiar si quiere vencer a sus propios demonios y sobrevivir. Un 
thriller que se adentra en la parte más siniestra de la cienciología.

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Dos chicos jó­ve­nes en­fun­da­dos en sus monos y con bolsas negras de basura se acer­ca­ron al banco donde estaba Luke. Él se metió el porro en el bol­si­llo y se le­van­tó. De­ci­dió irse a casa y fu­már­se­lo allí.

El martes había lla­ma­do a Åsa Nordin, su jefa en Eke­ku­llen, para con­tar­le lo que había ocu­rri­do y pe­dir­le per­mi­so para to­mar­se unos días libres. Eke­ku­llen era una casa de aco­gi­da de Rödeby para jó­ve­nes con un his­to­r­ial de de­li­tos y con­su­mo de drogas. Luke aca­ba­ba de em­pe­zar a tra­ba­jar allí. Antes se había ocu­pa­do du­ran­te ocho años de una casa de aco­gi­da si­mi­lar en Lis­terby, a las af­ue­ras de la ciudad de Ron­neby.

Amanda, su ex­mu­jer, lo había lla­ma­do ese mismo día. Se había en­te­ra­do de lo que había ocu­rri­do y estaba de­so­la­da. Tam­bién co­no­cía bien a Viktor y había coin­ci­di­do con Agnes unas cuan­tas veces. Luke no había ha­bla­do con nadie más en las úl­ti­mas vein­ti­c­ua­tro horas.

Tardó quince mi­nu­tos en llegar a casa, a su pe­q­ue­ña cabaña del barrio de Björkhol­men. No era para nada es­pa­c­io­sa y tenía los techos bajos. Los tra­ba­ja­do­res del as­ti­lle­ro que habían vivido allí a fi­na­les del siglo xvii debían de ser pig­me­os. Cuando aca­ba­ba de mu­dar­se, Luke, que medía casi dos metros, se dio en la cabeza con las vigas del techo más de una vez, pero pronto apren­dió dónde tenía que aga­char­se. Hacía cuatro años que se había ena­mo­ra­do de la pe­q­ue­ña cabaña, nada más verla. Era lo más lejos que se podía estar de Wi­ll­iams­burg, en Bro­oklyn, donde había cre­ci­do. Su casero había eq­ui­pa­do la cabaña con un ja­cuz­zi , una cocina mo­der­na, una estufa de leña y un patio pe­q­ue­ño pero pre­c­io­so. Justo allí estaba lo mejor de todo: un muelle pri­va­do con una barca a menos de cin­c­uen­ta metros de la puerta de en­tra­da. Gra­c­ias a ella, des­cu­brió la tran­q­ui­li­dad que le daba remar. Cuando hacía buen tiempo, le en­can­ta­ba ir a dar una vuelta por la tarde. A veces se lle­va­ba la caña de pescar y volvía a casa con un lucio o una perca para la cena.

Fue al dor­mi­to­r­io, sacó el porro y las ce­ri­llas y los dejó en la mesita de noche. Miró una gran foto en blanco y negro, donde apa­re­cía él en una de sus com­pe­ti­c­io­nes de lucha libre. Estaba en­mar­ca­da y col­ga­da encima del ca­be­ce­ro de la cama. Le habían tomado aq­ue­lla foto a los die­ci­n­ue­ve años, cuando solía tratar de pa­re­cer un tipo duro. Qué ri­dí­cu­lo. La des­col­ga­ría en cuanto tu­v­ie­ra fuer­zas para ha­cer­lo.

Estaba ham­br­ien­to. El porro ten­dría que es­pe­rar. No había comido en dos días. Con la cabeza en otra parte, fue a la cocina. Abrió el con­ge­la­dor, sacó un plato pre­pa­ra­do y lo metió en el mi­cro­on­das.

Luke y Viktor habían sido amigos ín­ti­mos du­ran­te diez años. Se habían co­no­ci­do a través de sus mu­je­res, que eran pro­fe­so­ras en la misma es­c­ue­la de se­cun­da­r­ia de Karls­kro­na.

Nin­gu­na de las dos pa­re­jas tenía hijos, cosa poco común entre la gente de su edad, y em­pe­za­ron a quedar. Luke y Viktor se ca­ye­ron bien desde el primer mo­men­to. Aunque hacía años que Luke vivía en Karls­kro­na, no había hecho de­ma­s­ia­dos amigos más. Cuando se mudó, de­di­ca­ba todo su tiempo a apren­der el idioma y a in­ten­tar adap­tar­se a la cul­tu­ra sueca. Además, al prin­ci­p­io de vivir en Suecia, se des­pla­za­ba a diario a Jämshög, a ochen­ta ki­ló­me­tros de Karls­kro­na, para ter­mi­nar sus es­tu­d­ios de Tra­ba­jo Social.

Nunca antes había tenido un amigo con quien le re­sul­ta­ra tan fácil y cómodo hablar, aunque pa­re­c­ie­ran dia­me­tral­men­te op­ues­tos. Viktor era ex­tro­ver­ti­do, ab­ier­to y se in­te­re­sa­ba mucho por los demás. Luke era un lobo so­li­ta­r­io, ha­bla­ba más bien poco y a veces daba la im­pre­sión de ser huraño. A Viktor le costó ho­rro­res co­no­cer bien a Luke. Tuvo que pasar mucho tiempo antes de que Luke le con­ta­ra el se­cre­to que solo su mujer sabía: que su pasado in­cluía una vida de drogas y crimen en una banda de Wi­ll­iams­burg y un tra­ba­jo como guar­d­ia de se­gu­ri­dad para la mafia is­ra­e­lí de Nueva York, además de un vuelo en 1997 a Lon­dres, donde se había ena­mo­ra­do lo­ca­men­te de Amanda, de Karls­kro­na, que tra­ba­ja­ba como au pair . Y todo lo que vino des­pués: el tras­la­do a Karls­kro­na, los cursos de sueco, las clases de adap­ta­ción y los es­tu­d­ios en Jämshög para con­ver­tir­se en tra­ba­ja­dor social. A Viktor le fas­ci­na­ba el camino vital de Luke y, sobre todo, el tipo de te­ra­p­ia que había hecho. Habían pasado horas y horas ha­blan­do sobre las di­fe­ren­c­ias entre los dis­tin­tos tipos de te­ra­p­ia.

2008 fue un año te­rri­ble para Viktor. Su mujer, Lotta, se quedó em­ba­ra­za­da des­pués de años de in­ten­tos. Por fin iban a tener un bebé. Pero Lotta empezó a sufrir unos do­lo­res de cabeza ho­rri­bles y pro­ble­mas de visión. Re­sul­ta­ron ser sín­to­mas de un tumor ce­re­bral y ella y su hijo nonato mu­r­ie­ron solo cuatro meses des­pués del diag­nós­ti­co. Viktor, des­tro­za­do, cayó en una pro­fun­da de­pre­sión de la que solo se salvó al co­no­cer a The­re­se, unos meses des­pués. The­re­se era nueve años más joven que él y de una be­lle­za cau­ti­va­do­ra. Viktor se ena­mo­ró de ella al ins­tan­te. Al cabo de tres meses de re­la­ción, The­re­se estaba em­ba­ra­za­da. Se ca­sa­ron medio año des­pués, casi al final del em­ba­ra­zo. En­ton­ces llegó el si­g­u­ien­te golpe. Cuando Agnes tenía solo seis meses, The­re­se le dijo a Viktor que ya no sentía nada por él y que iba a volver con su ex­no­v­io, de quien seguía ena­mo­ra­da. Se mudó y se llevó a Agnes con ella. Aq­ue­llo fue de­ma­s­ia­do para Viktor, que tuvo que re­ci­bir ayuda psi­q­uiá­tri­ca. Esta vez, la de­pre­sión fue aún más pro­fun­da, y le costó meses de te­ra­p­ia de crisis volver a ser el que era.

El ma­tri­mo­n­io de Luke se había roto un año antes que el de Viktor, cuando Amanda se cansó de ver a su marido más in­te­re­sa­do en la vida de los ado­les­cen­tes dro­ga­dic­tos con los que tra­ba­ja­ba que en la de ella. Además, Amanda quería tener hijos, y cuando Luke se negó, le dio un ul­ti­má­tum. Luke tuvo que elegir entre los hijos o el di­vor­c­io, y eligió el di­vor­c­io. Así que cuando Viktor cayó en su se­gun­da gran crisis, Luke tenía mu­chí­si­mo tiempo libre. Prác­ti­ca­men­te se mudó con Viktor y lo ayudó, ase­gu­rán­do­se de que se cum­pl­ie­ra el ré­gi­men de vi­si­tas de Agnes. Estaba con­ven­ci­do de que solo gra­c­ias a Agnes su amigo había vuelto a ser feliz. Amaba a su hijita más que a nada en el mundo. Y ahora los dos es­ta­ban muer­tos.

Mien­tras Luke se comía una pe­chu­ga de pollo ca­len­ta­da al mi­cro­on­das que no sabía nada, re­me­mo­ró las dos imá­ge­nes que ya jamás ol­vi­da­ría: la de Viktor col­gan­do de la puerta del baño y la de Agnes tum­ba­da sin vida sobre la al­fom­bra tur­q­ue­sa. Y volvió a ha­cer­se la pre­gun­ta que cen­tra­ba todos sus pen­sa­m­ien­tos desde el lunes: ¿cómo podía ser que Viktor no solo se hu­b­ie­ra qui­ta­do la vida, sino que tam­bién se la hu­b­ie­ra arre­ba­ta­do a Agnes? Y si de verdad era capaz de hacer algo tan ho­rri­ble, ¿cómo a él se le podían haber pasado por alto las se­ña­les? Había notado a su amigo ex­tra­ña­men­te feliz el sábado por la noche. Le había ha­bla­do de sus viajes a Rusia, de que iba a volver a Ka­li­nin­gra­do. Tenía algo gordo entre manos, pero no le había que­ri­do dar de­ma­s­ia­dos de­ta­lles. ¿Se había com­por­ta­do así para es­con­der sus ver­da­de­ros planes? ¿Por qué dia­blos no le había dicho nada, si tan mal se sentía?

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