1 ...7 8 9 11 12 13 ...18 Pasó por la zona de juegos, donde un padre consolaba a su hija, que se había caído del columpio circular en el que él había empujado a Agnes hacía solo unas semanas. Agnes había estallado en risas cuando él había empezado a girarlo muy rápido.
La comisaría estaba en la esquina noroeste de Trossö, en un edificio grande, alegre y amarillo. Luke había estado allí antes, y cada vez que lo visitaba recordaba la primera vez que había pisado la comisaría del nonagésimo distrito de policía de Nueva York, en la Union Avenue de Williamsburg. Era 1981, él tenía catorce y hacía un año que había muerto su madre. Luke formaba parte de los Rebeldes del diablo, una de las muchas pandillas callejeras que había en Brooklyn en los setenta y los ochenta. Los Rebeldes del diablo aglutinaban cuatro bandas: los Latin kings, los Leyes homicidas, los Judas y los Reclutadores imperiales. Luke había entrado pronto, con solo trece años. Se había hecho un hueco a puños cuando tres Rebeldes lo atacaron para robarle y Luke luchó como un poseso hasta dejarlos K.O. a los tres. Los rumores sobre aquel chaval enorme y valiente corrieron como la pólvora, y dos días después de la pelea el presidente de los Rebeldes del diablo, Apache, fue a buscarlo para preguntarle si quería unirse a ellos. Aunque Luke dormía en la casa judía de su tía, la pandilla se convirtió en su nueva familia, una familia en guerra permanente con otras bandas rivales de Williamsburg. Allí fue donde Luke aprendió a luchar, con y sin armas.
Después de un enfrentamiento con los Nómadas salvajes, dos policías asquerosos detuvieron a Luke y lo llevaron esposado a la comisaría, donde lo metieron en un minúsculo agujero inmundo. Podía ver a aquellos agentes amargados y descreídos a través del cristal a prueba de balas. Lo tiraron en una celda estrecha en la que pasó dos días, hasta que una trabajadora social lo sacó de allí.
La comisaría de Karlskrona era un espacio abierto, aireado y acogedor. En la recepción había un mostrador de abedul largo adornado con grandes plantas en los extremos. En el fotomatón para hacerse las fotos de carné, una madre y su hijo esperaban para renovar el pasaporte. Al otro lado del mostrador, había dos zonas con sofás rojos y unas bonitas mesas de abedul. Una mujer madura vestida de paisano estaba sentada a la izquierda del fotomatón. Le sonrió y le hizo una señal para que se acercara.
—¡Hola! Me llamo Luke Bergmann. Tengo una cita, pero no recuerdo el nombre de la persona que me llamó —dijo. La mujer miró la pantalla de su ordenador.
—Ha quedado con el detective Anders Loman —respondió ella, y tecleó su número en el teléfono de la recepción. El detective contestó enseguida.
—Recepción. Ha llegado tu visita. —Colgó y se dirigió a Luke—: Anders baja ahora mismo.
Luke se sentó en uno de los sillones rojos de la sala de espera. Hacía cuatro días que habían encontrado a Viktor y a Agnes. No podía quitarse de la cabeza la imagen de su amigo colgando de la puerta del baño, ni tampoco la del cuerpecito sin vida de Agnes en los brazos de Therese. La cita con el detective lo había obligado a salir de la cama, ducharse y dar un paseo.
Tras unos minutos, un hombre llegó a la recepción y se presentó. Era Anders Loman.
—Gracias por venir. Vamos a mi oficina.
Loman tenía unos cincuenta y tantos años, era alto y delgado, estaba en forma para su edad y lucía un bronceado natural como resultado de pasar tiempo al aire libre. Llevaba el cabello cuidadosamente teñido de negro y bien peinado hacia atrás. Cada pelo de su cabeza parecía estar dispuesto de forma exactamente paralela a los demás. Mientras lo seguía hacia el interior de la comisaría, Luke pensó que parecía una reproducción en chocolate del vaquero de Marlboro. Subieron tres pisos y se metieron en una sala que debía de ser su oficina. Al verla, Luke tuvo la impresión de que Anders Loman era muy quisquilloso. Había un montoncito de papeles en perfecto orden sobre su mesa, un ordenador con la pantalla plana, una mesita con un termo de café y dos tazas, y una carpeta verde cerrada en el centro del escritorio. También había archivadores de distintos colores alineados en las estanterías y, en la pared de detrás de la silla, un gravado de Erik Dahlberg, donde se podía apreciar la ciudad de Karlskrona a finales del siglo xvii. Todo estaba meticulosamente dispuesto.
Loman invitó a Luke a que se sentara en la silla de confidente y llenó las dos tazas con café. Se le cayó una gota pequeña en la mesa e inmediatamente sacó un rollo de papel de cocina del cajón y la limpió. Luke cogió la taza, agradecido. Empezaba a sentir un sudor frío y le temblaban las manos.
—Parece que necesita un poco de café —dijo Loman.
—Ayer me emborraché —dijo Luke—. Desde el lunes me cuesta dormir.
—Es comprensible —dijo Loman mientras abría la carpeta verde—. Es una historia muy triste.
Luke no respondió. Anders Loman sacó un documento de la carpeta y lo examinó.
—Luke Bergmann —dijo—. Se mudó de Nueva York a Agdatorp, a las afueras de Karlskrona, en 1997. Graduado en Trabajo Social en 2004 con un título de la Universidad de Jämshög. Asistente en el Centro de Rehabilitación de Apelgården, en Listerby, desde 2004.
—Acabo de empezar a trabajar en Ekekullen, en Rödeby —dijo Luke—. La semana pasada.
Loman lo anotó.
—Una historia interesante —dijo, levantando la mirada—. ¿Puede contarme más sobre cómo terminó en este agujero perdido de la mano de Dios?
—No —dijo Luke—. No entiendo qué podría tener que ver con el caso.
—Nada, en realidad. Solo siento curiosidad. Me gusta Estados Unidos. Viví en el sur de Washington DC durante unos meses a finales de los noventa, cuando estuve en la Academia Internacional del FBI en Quantico. Fue la mejor época de mi vida.
—¿Y cómo es que un policía de Karlskrona tiene unos estudios tan superiores? —preguntó Luke.
—Durante esa época trabajaba para los servicios secretos en Estocolmo —contestó Loman—. Pedí una beca de investigación, me la dieron y, como no tengo familia, vine aquí.
Luke se mantuvo en silencio. Loman se aclaró la garganta.
—Bien, he leído lo que le dijo al sargento Larsson el lunes —prosiguió, mientras cogía otro documento de la carpeta verde—. ¿Quiere volver a leer su declaración para comprobar si sigue siendo correcta? Si lo es, le agradecería que la firmara al final de la última página.
Le acercó el documento a Luke, que empezó a leer. Terminó, firmó y se lo devolvió a Anders Loman.
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