Stefan Malmström - Secta

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Basada en hechos reales la cienciología desde dentro. Kalstrona, Suecia.Cuando los cuerpos de Viktor Spandel y su pequeña de cuatro años aparecen sin vida en su domicilio, la policía concluye que el hombre ha matado a su hija y luego se ha suicidado. Pero Luke Bergmann, el mejor amigo de Viktor, cree que se equivocan: sabe que Viktor jamás cometería un crimen así.Decidido a sacar la verdad a la luz, Luke descubrirá la oscura conexión de Viktor con la cienciología en los años 90, un vínculo que lo une a un reducido grupo de personas que ocultan un grave secreto. Y todas ellas corren peligro.Pero Luke tiene un pasado como jefe de seguridad de uno de los mayores capos de la mafia de Brooklyn, con el que tendrá que lidiar si quiere vencer a sus propios demonios y sobrevivir. Un 
thriller que se adentra en la parte más siniestra de la cienciología.

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Pasó por la zona de juegos, donde un padre con­so­la­ba a su hija, que se había caído del co­lum­p­io cir­cu­lar en el que él había em­pu­ja­do a Agnes hacía solo unas se­ma­nas. Agnes había es­ta­lla­do en risas cuando él había em­pe­za­do a gi­rar­lo muy rápido.

La co­mi­sa­ría estaba en la es­q­ui­na no­ro­es­te de Trossö, en un edi­fi­c­io grande, alegre y ama­ri­llo. Luke había estado allí antes, y cada vez que lo vi­si­ta­ba re­cor­da­ba la pri­me­ra vez que había pisado la co­mi­sa­ría del no­na­gé­si­mo dis­tri­to de po­li­cía de Nueva York, en la Union Avenue de Wi­ll­iams­burg. Era 1981, él tenía ca­tor­ce y hacía un año que había muerto su madre. Luke for­ma­ba parte de los Re­bel­des del diablo, una de las muchas pan­di­llas ca­lle­je­ras que había en Bro­oklyn en los se­ten­ta y los ochen­ta. Los Re­bel­des del diablo aglu­ti­na­ban cuatro bandas: los Latin kings, los Leyes ho­mi­ci­das, los Judas y los Re­clu­ta­do­res im­pe­r­ia­les. Luke había en­tra­do pronto, con solo trece años. Se había hecho un hueco a puños cuando tres Re­bel­des lo ata­ca­ron para ro­bar­le y Luke luchó como un poseso hasta de­jar­los K.O. a los tres. Los ru­mo­res sobre aquel chaval enorme y va­l­ien­te co­rr­ie­ron como la pól­vo­ra, y dos días des­pués de la pelea el pre­si­den­te de los Re­bel­des del diablo, Apache, fue a bus­car­lo para pre­gun­tar­le si quería unirse a ellos. Aunque Luke dormía en la casa judía de su tía, la pan­di­lla se con­vir­tió en su nueva fa­mi­l­ia, una fa­mi­l­ia en guerra per­ma­nen­te con otras bandas ri­va­les de Wi­ll­iams­burg. Allí fue donde Luke apren­dió a luchar, con y sin armas.

Des­pués de un en­fren­ta­m­ien­to con los Nó­ma­das sal­va­jes, dos po­li­cí­as as­q­ue­ro­sos de­tu­v­ie­ron a Luke y lo lle­va­ron es­po­sa­do a la co­mi­sa­ría, donde lo me­t­ie­ron en un mi­nús­cu­lo agu­je­ro in­mun­do. Podía ver a aq­ue­llos agen­tes amar­ga­dos y des­cre­í­dos a través del cris­tal a prueba de balas. Lo ti­ra­ron en una celda es­tre­cha en la que pasó dos días, hasta que una tra­ba­ja­do­ra social lo sacó de allí.

La co­mi­sa­ría de Karls­kro­na era un es­pa­c­io ab­ier­to, ai­re­a­do y aco­ge­dor. En la re­cep­ción había un mos­tra­dor de abedul largo ador­na­do con gran­des plan­tas en los ex­tre­mos. En el fo­to­ma­tón para ha­cer­se las fotos de carné, una madre y su hijo es­pe­ra­ban para re­no­var el pa­sa­por­te. Al otro lado del mos­tra­dor, había dos zonas con sofás rojos y unas bo­ni­tas mesas de abedul. Una mujer madura ves­ti­da de pai­sa­no estaba sen­ta­da a la iz­q­u­ier­da del fo­to­ma­tón. Le sonrió y le hizo una señal para que se acer­ca­ra.

—¡Hola! Me llamo Luke Berg­mann. Tengo una cita, pero no re­c­uer­do el nombre de la per­so­na que me llamó —dijo. La mujer miró la pan­ta­lla de su or­de­na­dor.

—Ha que­da­do con el de­tec­ti­ve Anders Loman —res­pon­dió ella, y tecleó su número en el te­lé­fo­no de la re­cep­ción. El de­tec­ti­ve con­tes­tó en­se­g­ui­da.

—Re­cep­ción. Ha lle­ga­do tu visita. —Colgó y se di­ri­gió a Luke—: Anders baja ahora mismo.

Luke se sentó en uno de los si­llo­nes rojos de la sala de espera. Hacía cuatro días que habían en­con­tra­do a Viktor y a Agnes. No podía qui­tar­se de la cabeza la imagen de su amigo col­gan­do de la puerta del baño, ni tam­po­co la del cuer­pe­ci­to sin vida de Agnes en los brazos de The­re­se. La cita con el de­tec­ti­ve lo había obli­ga­do a salir de la cama, du­char­se y dar un paseo.

Tras unos mi­nu­tos, un hombre llegó a la re­cep­ción y se pre­sen­tó. Era Anders Loman.

—Gra­c­ias por venir. Vamos a mi ofi­ci­na.

Loman tenía unos cin­c­uen­ta y tantos años, era alto y del­ga­do, estaba en forma para su edad y lucía un bron­ce­a­do na­tu­ral como re­sul­ta­do de pasar tiempo al aire libre. Lle­va­ba el ca­be­llo cui­da­do­sa­men­te teñido de negro y bien pei­na­do hacia atrás. Cada pelo de su cabeza pa­re­cía estar dis­p­ues­to de forma exac­ta­men­te pa­ra­le­la a los demás. Mien­tras lo seguía hacia el in­te­r­ior de la co­mi­sa­ría, Luke pensó que pa­re­cía una re­pro­duc­ción en cho­co­la­te del va­q­ue­ro de Marl­bo­ro. Su­b­ie­ron tres pisos y se me­t­ie­ron en una sala que debía de ser su ofi­ci­na. Al verla, Luke tuvo la im­pre­sión de que Anders Loman era muy quis­q­ui­llo­so. Había un mon­ton­ci­to de pa­pe­les en per­fec­to orden sobre su mesa, un or­de­na­dor con la pan­ta­lla plana, una mesita con un termo de café y dos tazas, y una car­pe­ta verde ce­rra­da en el centro del es­cri­to­r­io. Tam­bién había ar­chi­va­do­res de dis­tin­tos co­lo­res ali­ne­a­dos en las es­tan­te­rí­as y, en la pared de detrás de la silla, un gra­va­do de Erik Dah­l­berg, donde se podía apre­c­iar la ciudad de Karls­kro­na a fi­na­les del siglo xvii. Todo estaba me­ti­cu­lo­sa­men­te dis­p­ues­to.

Loman invitó a Luke a que se sen­ta­ra en la silla de con­fi­den­te y llenó las dos tazas con café. Se le cayó una gota pe­q­ue­ña en la mesa e in­me­d­ia­ta­men­te sacó un rollo de papel de cocina del cajón y la limpió. Luke cogió la taza, agra­de­ci­do. Em­pe­za­ba a sentir un sudor frío y le tem­bla­ban las manos.

—Parece que ne­ce­si­ta un poco de café —dijo Loman.

—Ayer me em­bo­rra­ché —dijo Luke—. Desde el lunes me cuesta dormir.

—Es com­pren­si­ble —dijo Loman mien­tras abría la car­pe­ta verde—. Es una his­to­r­ia muy triste.

Luke no res­pon­dió. Anders Loman sacó un do­cu­men­to de la car­pe­ta y lo exa­mi­nó.

—Luke Berg­mann —dijo—. Se mudó de Nueva York a Ag­da­torp, a las af­ue­ras de Karls­kro­na, en 1997. Gra­d­ua­do en Tra­ba­jo Social en 2004 con un título de la Uni­ver­si­dad de Jämshög. Asis­ten­te en el Centro de Re­ha­bi­li­ta­ción de Apelgår­den, en Lis­terby, desde 2004.

—Acabo de em­pe­zar a tra­ba­jar en Eke­ku­llen, en Rödeby —dijo Luke—. La semana pasada.

Loman lo anotó.

—Una his­to­r­ia in­te­re­san­te —dijo, le­van­tan­do la mirada—. ¿Puede con­tar­me más sobre cómo ter­mi­nó en este agu­je­ro per­di­do de la mano de Dios?

—No —dijo Luke—. No en­t­ien­do qué podría tener que ver con el caso.

—Nada, en re­a­li­dad. Solo siento cu­r­io­si­dad. Me gusta Es­ta­dos Unidos. Viví en el sur de Washing­ton DC du­ran­te unos meses a fi­na­les de los no­ven­ta, cuando estuve en la Aca­de­m­ia In­ter­na­c­io­nal del FBI en Quan­ti­co. Fue la mejor época de mi vida.

—¿Y cómo es que un po­li­cía de Karls­kro­na tiene unos es­tu­d­ios tan su­pe­r­io­res? —pre­gun­tó Luke.

—Du­ran­te esa época tra­ba­ja­ba para los ser­vi­c­ios se­cre­tos en Es­to­col­mo —con­tes­tó Loman—. Pedí una beca de in­ves­ti­ga­ción, me la dieron y, como no tengo fa­mi­l­ia, vine aquí.

Luke se man­tu­vo en si­len­c­io. Loman se aclaró la gar­gan­ta.

—Bien, he leído lo que le dijo al sar­gen­to Lars­son el lunes —pro­si­g­uió, mien­tras cogía otro do­cu­men­to de la car­pe­ta verde—. ¿Quiere volver a leer su de­cla­ra­ción para com­pro­bar si sigue siendo co­rrec­ta? Si lo es, le agra­de­ce­ría que la fir­ma­ra al final de la última página.

Le acercó el do­cu­men­to a Luke, que empezó a leer. Ter­mi­nó, firmó y se lo de­vol­vió a Anders Loman.

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