Stefan Malmström - Secta

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Basada en hechos reales la cienciología desde dentro. Kalstrona, Suecia.Cuando los cuerpos de Viktor Spandel y su pequeña de cuatro años aparecen sin vida en su domicilio, la policía concluye que el hombre ha matado a su hija y luego se ha suicidado. Pero Luke Bergmann, el mejor amigo de Viktor, cree que se equivocan: sabe que Viktor jamás cometería un crimen así.Decidido a sacar la verdad a la luz, Luke descubrirá la oscura conexión de Viktor con la cienciología en los años 90, un vínculo que lo une a un reducido grupo de personas que ocultan un grave secreto. Y todas ellas corren peligro.Pero Luke tiene un pasado como jefe de seguridad de uno de los mayores capos de la mafia de Brooklyn, con el que tendrá que lidiar si quiere vencer a sus propios demonios y sobrevivir. Un 
thriller que se adentra en la parte más siniestra de la cienciología.

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Luke volvió a mirar la frase.

—Además, esto está es­cri­to como un poema. Viktor no es­cri­bía poesía. Es más, tam­po­co la leía. Solo le gus­ta­ban las no­ve­las negras y los libros de psi­co­lo­gía.

Anders Loman se frotó las manos.

—Suena ex­tra­ño, eso es in­ne­ga­ble —dijo—. Pero la nota estaba ahí, y hemos com­pro­ba­do que salió de im­pre­so­ra de su casa. ¿Cómo ex­pli­ca esto?

—No lo sé —dijo Luke—. Solo sé que Viktor nunca le haría nada malo a su hija.

—¿Así que cree que al­g­u­ien los mató? —pre­gun­tó Loman—. Si es así, ¿por qué? Por lo que sa­be­mos, no ro­ba­ron nada del apar­ta­men­to. Tam­po­co hay signos de que for­za­ran la puerta. Además, hemos com­pro­ba­do la cuenta ban­ca­r­ia y las ac­c­io­nes de Viktor y están in­tac­tas.

Luke se cubrió la cara con las manos, se dejó caer hacia de­lan­te y apoyó los codos en las ro­di­llas. No en­ten­día nada. ¿Podía ser que es­tu­v­ie­ra eq­ui­vo­ca­do sobre Viktor? Ob­v­ia­men­te, todo el mundo tiene se­cre­tos. Pero ¿por qué iba a mentir Viktor sobre ser ag­nós­ti­co? No tenía sen­ti­do.

Le­van­tó la vista. Anders Loman lo miraba en si­len­c­io. Luke asumió que si seguía en­ro­ca­do en que Viktor no había ase­si­na­do a su propia hija, no lo­gra­ría avan­zar.

—En­ton­ces, ¿por qué Viktor no se tomó tam­bién ese polvo? —dijo Luke, cam­b­ian­do de tercio—. ¿Por qué forzar a Agnes a que se lo tomara y luego ahor­car­se? Anders se le­van­tó e hizo una señal para darle a en­ten­der que la con­ver­sa­ción había ter­mi­na­do.

—Sí, buena pre­gun­ta. Pero ¿quién sabe? Quizás pensó que era una forma más rápida de llegar a la otra vida. El veneno puede tardar horas en afec­tar al sis­te­ma ner­v­io­so y la res­pi­ra­ción.

Luke se le­van­tó, encajó la mano de Anders Loman y pre­gun­tó si podía ir al piso de Viktor. Dijo que ne­ce­si­ta­ba re­co­ger al­gu­nos libros y cedés que le había pres­ta­do.

—Sería mejor que es­pe­ra­ra unos días —dijo Loman—. El piso estará pre­cin­ta­do hasta que ten­ga­mos los re­sul­ta­dos de las au­top­s­ias. Hemos cam­b­ia­do la ce­rra­du­ra y está prohi­bi­do entrar. Pero en cuanto el acceso esté per­mi­ti­do, me pondré en con­tac­to con usted para que pueda ir a re­co­ger sus cosas.

Luke asin­tió y salió del des­pa­cho. Ya fuera de la co­mi­sa­ría, miró el reloj y lo cegó la bri­llan­te luz del sol. Fal­ta­ba media hora para su cita con Karin Hart­man, la psi­có­lo­ga de Viktor, que había ac­ce­di­do a hablar con él in­me­d­ia­ta­men­te. Estaba al co­rr­ien­te de lo que había ocu­rri­do.

Se quedó de pie en la acera unos mi­nu­tos. Ya no tenía náu­se­as, pero el calor lo ma­re­a­ba. Tuvo que sen­tar­se para pensar. Vio un banco al otro lado de la calle, cruzó y se sentó. Se sentía como si es­tu­v­ie­ra dentro de un ac­ua­r­io, mi­ran­do lo que ocu­rría a través del cris­tal. La imagen que tenía de Viktor había cam­b­ia­do por com­ple­to. Pen­sa­ba que lo co­no­cía bien, pero estaba claro que se había eq­ui­vo­ca­do. Viktor tenía cier­tas ideas… ideas de­ses­pe­ra­das que no com­par­tía con él.

Miró hacia el edi­fi­c­io de la co­mi­sa­ría. Anders Loman lo ob­ser­va­ba de pie junto a la ven­ta­na. Sus meses de for­ma­ción con el FBI habían im­pre­s­io­na­do a Luke. Además, pa­re­cía com­pe­ten­te y edu­ca­do. Luke no estaba acos­tum­bra­do a eso en lo que res­pec­ta­ba a los po­li­cí­as. Loman lo saludó. Luke res­pon­dió le­van­tan­do la mano y empezó a ca­mi­nar len­ta­men­te hacia el sur de la ciudad.

Ya co­no­cía a Karin Hart­man. La había visto al­gu­nas veces. La pri­me­ra había sido dos años atrás, cuando llevó a Viktor a la clí­ni­ca pri­va­da de Ron­neby­ga­tan des­pués de que su­fr­ie­ra un epi­so­d­io de­pre­si­vo menor. Karin irra­d­ia­ba in­te­li­gen­c­ia y com­pe­ten­c­ia, y le cayó muy bien. Sabía que Viktor to­da­vía la vi­si­ta­ba, aunque no tan a menudo como cuando había estado re­al­men­te mal. Karin era es­pe­c­ia­lis­ta en de­pre­sión e in­clu­so había pu­bli­ca­do un libro al res­pec­to.

Luke cogió el as­cen­sor hasta la quinta planta y entró por la puerta se­ña­li­za­da: «Nivel sa­ni­ta­r­io 5». La doc­to­ra com­par­tía re­cep­ción y es­pa­c­io con otros tra­ba­ja­do­res au­tó­no­mos del sector sa­ni­ta­r­io: un ma­sa­jis­ta, una os­teó­pa­ta y un es­pe­c­ia­lis­ta en mind­ful­ness . Aq­ue­lla sala le re­cor­da­ba a un spa : ilu­mi­na­ción tenue, mo­bi­l­ia­r­io en tonos claros, velas aro­má­ti­cas en los al­féi­za­res de las ven­ta­nas y una pe­q­ue­ña fuente bor­bo­te­an­te que trans­mi­tía calma y ar­mo­nía.

Se di­ri­gió a la re­cep­ción y, cuando estaba a punto de tomar as­ien­to en la sala de espera, Karin salió de su des­pa­cho. Tenía unos se­sen­ta años y el pelo rubio cor­ta­do a lo paje. Era bajita y re­chon­cha, lle­va­ba gafas de pasta negra y un ves­ti­do es­tam­pa­do. Tenía una mirada avis­pa­da pero tran­q­ui­la. Fue hacia Luke y lo abrazó.

—Siento mu­chí­si­mo lo que ha ocu­rri­do, Luke —dijo—. Ven, vamos a mi des­pa­cho.

Si no fuera por el es­cri­to­r­io, po­drí­an haber estado en el salón de una casa par­ti­cu­lar. Junto a la ven­ta­na de prin­ci­p­ios del siglo xx había dos si­llo­nes negros pul­cros y ele­gan­tes y una mesita re­don­da de cris­tal. Una es­tan­te­ría llena de libros de me­di­ci­na y psi­co­lo­gía cubría todo el la­te­ral de la es­tan­c­ia. Bo­ni­tas li­to­gra­fí­as col­ga­ban de las pa­re­des. Y, por su­p­ues­to, había un sofá: un mueble cómodo y aco­ge­dor, no del estilo aus­te­ro y ge­o­mé­tri­co que a menudo apa­re­cen en las pe­lí­cu­las in­te­lec­t­ua­les es­ta­d­ou­ni­den­ses.

Karin invitó a Luke a sen­tar­se en el sofá.

—¿Qu­ie­res algo? ¿Café, té?

Le dijo que no.

—Te agra­dez­co que me re­ci­bas con tan poca an­te­la­ción —dijo Luke.

—Es lo menos que puedo hacer. Viktor era un pa­c­ien­te que tenía en gran estima.

Karin pa­re­cía una modelo del ca­tá­lo­go de Gudrun Sjödén. Se movía con gracia. «To­da­vía es guapa —pensó Luke—. De joven debió de ser pre­c­io­sa». Se sentó en uno de los si­llo­nes negros.

—Nor­mal­men­te solo hablo de los pa­c­ien­tes con sus fa­mi­l­ia­res, si tengo el per­mi­so del pa­c­ien­te, claro —con­ti­nuó—. Pero no queda nadie vivo de la fa­mi­l­ia de Viktor, y como me contó que te­ní­ais una re­la­ción muy es­tre­cha, haré una ex­cep­ción. Se­gu­ra­men­te estés pen­san­do por qué no pu­dis­te an­ti­ci­par­te —con­ti­nuó Karin, ex­pre­san­do pre­ci­sa­men­te lo que ob­se­s­io­na­ba a Luke.

—He em­pe­za­do a cues­t­io­nar mi juicio —con­tes­tó Luke—. No puedo en­ten­der cómo se me pasó por alto.

—No eres el único. Yo he estado aquí sen­ta­da con Viktor du­ran­te muchos meses, ha­blan­do de­ta­lla­da­men­te sobre su vida emo­c­io­nal, y tam­po­co pude pre­ver­lo.

Se re­cli­nó en el sillón, des­can­só las manos en el regazo y negó con la cabeza mien­tras ha­bla­ba.

—Si lo hu­b­ie­ra visto venir, me habría ase­gu­ra­do de que me vi­si­ta­ra con más fre­c­uen­c­ia y de que re­ci­b­ie­ra aten­ción in­me­d­ia­ta.

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