—Entiendo que todavía os veíais a menudo —dijo Luke.
—Venía dos veces al mes. Nos estuvimos viendo cada quince días durante casi un año.
—¿No te parece extraño que siguiera viniendo aquí, que invirtiera tiempo y dinero en una psicóloga, y que no te hablara de los pensamientos destructivos que tenía?
—Viktor confiaba completamente en mí —contestó Karin—. Tuvo ideas suicidas justamente después de salir del hospital, hace más de dos años. Ese es el momento más crítico para las personas con depresión. Pero lo superó, y durante el último año no dijo nada que indicara que tenía planes de este tipo.
—Nunca me habló de estos pensamientos —dijo Luke.
—La mayoría no lo hace.
—¿Pensaba en la religión? —preguntó Luke—. ¿Te contó que cuando era joven estuvo en una secta?
—Sí, pero no me dijo que eso lo afectara en la actualidad. Hasta cierto punto estaba agradecido por la experiencia, aunque lo que vivió fuera una locura. Se lo tomaba como un delirio de juventud.
Karin se acercó a Luke.
—Tú no podrías haber hecho nada, ¿lo entiendes? Te lo garantizo. Es muy usual que las personas que se suicidan lo hagan sin haber dado ninguna señal.
—Es que no lo entiendo —dijo Luke—. Estuve en su casa el sábado por la tarde, y Viktor estaba de tan buen humor… Dos días después, hace esto.
—Eso también ocurre a veces—dijo Karin—. Para algunas personas, la decisión de suicidarse es liberadora. Cuando toman la determinación, piensan que han encontrado la solución a sus problemas. Y entonces se sienten felices, por más extraño que te parezca.
Karin calló. Los dos se quedaron en silencio unos instantes.
—Lo que más me cuesta entender es por qué se llevó a su hija con él —dijo Karin después—. No encaja con la imagen que tengo de Viktor. No soy una experta en este tema, pero podría asegurar que, cuando un progenitor mata a su hijo o a su hija, suele padecer una enfermedad psicológica grave y a menudo lo hace bajo una fuerte influencia de las drogas. Sea como sea, se trata de un suceso trágico.
Suspiró y se levantó, dando por terminada la conversación.
—Cuando ocurren estas cosas, una se siente incompetente como doctora.
Luke también se levantó y le dio la mano.
—Creo que tú tampoco podrías haber hecho nada.
Karin le dio las gracias y se encaminó hacia la puerta.
—Deberías saber que Viktor valoraba muchísimo tu amistad —dijo Karin—. A menudo hablaba de ti durante las sesiones. Espero que puedas encontrar algún consuelo en ello.
Aquellas palabras volvieron a meter a Viktor en el acuario. Prefirió bajar los cinco pisos a pie. Ni siquiera se dio cuenta de que hacía un día espléndido y soleado en Karlskrona, la capital de la costa sueca.
Pasadas las once de la mañana, Thomas Svärd salió de la autopista E22, que unía Karlskrona y Nättraby, y se metió con el coche en el aparcamiento de Summerland, el parque acuático de Blekinge. Summerland tenía una piscina, una zona de juegos con chorros de agua, una pista de karts y castillos hinchables. Fuera había unos cien vehículos aparcados. Antes de entrar, Svärd sacó una sillita infantil del maletero y la colocó en el asiento del copiloto.
Esa mañana se había levantado pronto para teñirse la melena rubia de negro azabache. También se había repasado la barba. Cuando se miraba al espejo, le gustaba lo que veía. Sabía que era atractivo. Además, se esforzaba por estar en forma. Cada dos días salía a correr un buen rato por la isla, y los días que no corría hacía flexiones, abdominales y dominadas. Las mujeres se fijaban en él. Con su pelo oscuro y su barba de tres días, se parecía a George Clooney.
A las diez en punto entró en el Intersport del centro comercial Amiralen, en Karlskrona. Compró un gorro de paja, un bañador, una bolsa de playa, un pareo, dos flotadores de colores, una toalla de adulto y dos de niño: una con una imagen de Pipi Calzaslargas y otra de la película Cars . Luego fue a la gasolinera Statoil, de donde salió con una silla plegable de playa, gafas de sol, chucherías y la última novela negra de Jens Lapidus.
Cuando llegó a la puerta de Summerland, vestido con su camisa de lino blanca y sus bermudas azul marino, iba cargado con todas aquellas compras. La chica de la entrada era nueva. La última vez, Svärd solo había ido a comer y a mirar a los críos, pero el personal del parque reparó en él. En la entrada, se dio cuenta de que lo miraban más de lo normal, y luego la encargada le ordenó a una de las chicas que lo siguiera. Esta vez tendría que ir con más cuidado.
La recepcionista se apoyó en el mostrador y lo miró de arriba abajo.
—¿Ha venido solo? —preguntó. Svärd le respondió con una sonrisa.
—No. Mi ex está a punto de llegar. Se ha retrasado un poco, eso es todo. Pagaré ahora las entradas. Un adulto y dos niños.
—¿Miden más de un metro?
Svärd la miró con cara de no entender nada.
—Los niños de menos de un metro entran gratis —le aclaró la chica.
—Ah, sí, claro. Uno mide menos y la otra más.
Pagó, cogió sus cosas y entró directamente a la zona de la piscina. Estaba a reventar. Casi todas las tumbonas estaban ocupadas y el césped, sembrado de toallas y pareos. Hacía calor. Sobre la caseta de información, el termómetro digital marcaba 30 grados. Svärd se quedó de pie, buscando el mejor sitio. Si se ponía en el césped con la toalla, se arriesgaba a que alguien viera que estaba solo, pero si encontraba una tumbona al lado de una madre sola parecería que había venido con ella.
Bajó la escalera, pasó por la piscina infantil y se acercó sigilosamente a las tumbonas. Vio a una mujer y a dos niños comiéndose un helado. Justo al lado había una tumbona libre. Le preguntó a la mujer si estaba ocupada y ella le dijo que no. Svärd se dio cuenta de que miraba alrededor, buscando a su familia.
—Mi ex viene ahora con los niños —dijo él con una sonrisa—. Llegan un poco tarde.
La mujer le respondió con otra sonrisa mientras limpiaba los churretes de helado de la cara de su hija, que no paraba de dar saltitos. Se notaba que estaba deseando que la dejaran volver a la piscina. Thomas calculó que tendría unos ocho o nueve años. Era demasiado mayor. Y demasiado fea.
Thomas dejó las cosas en el suelo y colocó la tumbona de cara a la piscina infantil y a la entrada. Se quitó la camisa de lino y se envolvió con la toalla para ponerse el bañador. Mientras se cambiaba, se dio cuenta de que la mujer lo miraba disimuladamente. Era gorda y poco atractiva, seguramente estaba soltera. Él se tumbó, cogió el libro y fingió sumergirse en él, aunque, en realidad, tras las gafas de sol, sus ojos iban en busca de la niña adecuada. Después de quince minutos, la encontró. Tenía unos cinco años y el pelo rubio y ondulado. Estaba preciosa con su diminuto bikini rojo. De pronto echó a correr y se sentó a menos de veinte metros de Thomas, en un pareo donde había dos niños más —seguramente sus hermanos— y una mujer.
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