Stefan Malmström - Secta

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Basada en hechos reales la cienciología desde dentro. Kalstrona, Suecia.Cuando los cuerpos de Viktor Spandel y su pequeña de cuatro años aparecen sin vida en su domicilio, la policía concluye que el hombre ha matado a su hija y luego se ha suicidado. Pero Luke Bergmann, el mejor amigo de Viktor, cree que se equivocan: sabe que Viktor jamás cometería un crimen así.Decidido a sacar la verdad a la luz, Luke descubrirá la oscura conexión de Viktor con la cienciología en los años 90, un vínculo que lo une a un reducido grupo de personas que ocultan un grave secreto. Y todas ellas corren peligro.Pero Luke tiene un pasado como jefe de seguridad de uno de los mayores capos de la mafia de Brooklyn, con el que tendrá que lidiar si quiere vencer a sus propios demonios y sobrevivir. Un 
thriller que se adentra en la parte más siniestra de la cienciología.

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—En­t­ien­do que to­da­vía os veíais a menudo —dijo Luke.

—Venía dos veces al mes. Nos es­tu­vi­mos viendo cada quince días du­ran­te casi un año.

—¿No te parece ex­tra­ño que si­g­u­ie­ra vi­n­ien­do aquí, que in­vir­t­ie­ra tiempo y dinero en una psi­có­lo­ga, y que no te ha­bla­ra de los pen­sa­m­ien­tos des­truc­ti­vos que tenía?

—Viktor con­f­ia­ba com­ple­ta­men­te en mí —con­tes­tó Karin—. Tuvo ideas sui­ci­das jus­ta­men­te des­pués de salir del hos­pi­tal, hace más de dos años. Ese es el mo­men­to más crí­ti­co para las per­so­nas con de­pre­sión. Pero lo superó, y du­ran­te el último año no dijo nada que in­di­ca­ra que tenía planes de este tipo.

—Nunca me habló de estos pen­sa­m­ien­tos —dijo Luke.

—La ma­yo­ría no lo hace.

—¿Pen­sa­ba en la re­li­gión? —pre­gun­tó Luke—. ¿Te contó que cuando era joven estuvo en una secta?

—Sí, pero no me dijo que eso lo afec­ta­ra en la ac­t­ua­li­dad. Hasta cierto punto estaba agra­de­ci­do por la ex­pe­r­ien­c­ia, aunque lo que vivió fuera una locura. Se lo tomaba como un de­li­r­io de ju­ven­tud.

Karin se acercó a Luke.

—Tú no po­drí­as haber hecho nada, ¿lo en­t­ien­des? Te lo ga­ran­ti­zo. Es muy usual que las per­so­nas que se sui­ci­dan lo hagan sin haber dado nin­gu­na señal.

—Es que no lo en­t­ien­do —dijo Luke—. Estuve en su casa el sábado por la tarde, y Viktor estaba de tan buen humor… Dos días des­pués, hace esto.

—Eso tam­bién ocurre a veces—dijo Karin—. Para al­gu­nas per­so­nas, la de­ci­sión de sui­ci­dar­se es li­be­ra­do­ra. Cuando toman la de­ter­mi­na­ción, pien­san que han en­con­tra­do la so­lu­ción a sus pro­ble­mas. Y en­ton­ces se sien­ten fe­li­ces, por más ex­tra­ño que te pa­rez­ca.

Karin calló. Los dos se que­da­ron en si­len­c­io unos ins­tan­tes.

—Lo que más me cuesta en­ten­der es por qué se llevó a su hija con él —dijo Karin des­pués—. No encaja con la imagen que tengo de Viktor. No soy una ex­per­ta en este tema, pero podría ase­gu­rar que, cuando un pro­ge­ni­tor mata a su hijo o a su hija, suele pa­de­cer una en­fer­me­dad psi­co­ló­gi­ca grave y a menudo lo hace bajo una fuerte in­fl­uen­c­ia de las drogas. Sea como sea, se trata de un suceso trá­gi­co.

Sus­pi­ró y se le­van­tó, dando por ter­mi­na­da la con­ver­sa­ción.

—Cuando ocu­rren estas cosas, una se siente in­com­pe­ten­te como doc­to­ra.

Luke tam­bién se le­van­tó y le dio la mano.

—Creo que tú tam­po­co po­drí­as haber hecho nada.

Karin le dio las gra­c­ias y se en­ca­mi­nó hacia la puerta.

—De­be­rí­as saber que Viktor va­lo­ra­ba mu­chí­si­mo tu amis­tad —dijo Karin—. A menudo ha­bla­ba de ti du­ran­te las se­s­io­nes. Espero que puedas en­con­trar algún con­s­ue­lo en ello.

Aq­ue­llas pa­la­bras vol­v­ie­ron a meter a Viktor en el ac­ua­r­io. Pre­fi­rió bajar los cinco pisos a pie. Ni si­q­u­ie­ra se dio cuenta de que hacía un día es­plén­di­do y so­le­a­do en Karls­kro­na, la ca­pi­tal de la costa sueca.

8

Pa­sa­das las once de la mañana, Thomas Svärd salió de la au­to­pis­ta E22, que unía Karls­kro­na y Nät­traby, y se metió con el coche en el apar­ca­m­ien­to de Sum­mer­land, el parque acuá­ti­co de Ble­kin­ge. Sum­mer­land tenía una pis­ci­na, una zona de juegos con cho­rros de agua, una pista de karts y cas­ti­llos hin­cha­bles. Fuera había unos cien vehí­cu­los apar­ca­dos. Antes de entrar, Svärd sacó una si­lli­ta in­fan­til del ma­le­te­ro y la colocó en el as­ien­to del co­pi­lo­to.

Esa mañana se había le­van­ta­do pronto para te­ñir­se la melena rubia de negro aza­ba­che. Tam­bién se había re­pa­sa­do la barba. Cuando se miraba al espejo, le gus­ta­ba lo que veía. Sabía que era atrac­ti­vo. Además, se es­for­za­ba por estar en forma. Cada dos días salía a correr un buen rato por la isla, y los días que no corría hacía fle­x­io­nes, ab­do­mi­na­les y do­mi­na­das. Las mu­je­res se fi­ja­ban en él. Con su pelo oscuro y su barba de tres días, se pa­re­cía a George Clo­o­n­ey.

A las diez en punto entró en el In­ters­port del centro co­mer­c­ial Ami­ra­len, en Karls­kro­na. Compró un gorro de paja, un ba­ña­dor, una bolsa de playa, un pareo, dos flo­ta­do­res de co­lo­res, una toalla de adulto y dos de niño: una con una imagen de Pipi Cal­zas­lar­gas y otra de la pe­lí­cu­la Cars . Luego fue a la ga­so­li­ne­ra Sta­t­oil, de donde salió con una silla ple­ga­ble de playa, gafas de sol, chu­che­rí­as y la última novela negra de Jens La­pi­dus.

Cuando llegó a la puerta de Sum­mer­land, ves­ti­do con su camisa de lino blanca y sus ber­mu­das azul marino, iba car­ga­do con todas aq­ue­llas com­pras. La chica de la en­tra­da era nueva. La última vez, Svärd solo había ido a comer y a mirar a los críos, pero el per­so­nal del parque reparó en él. En la en­tra­da, se dio cuenta de que lo mi­ra­ban más de lo normal, y luego la en­car­ga­da le ordenó a una de las chicas que lo si­g­u­ie­ra. Esta vez ten­dría que ir con más cui­da­do.

La re­cep­c­io­nis­ta se apoyó en el mos­tra­dor y lo miró de arriba abajo.

—¿Ha venido solo? —pre­gun­tó. Svärd le res­pon­dió con una son­ri­sa.

—No. Mi ex está a punto de llegar. Se ha re­tra­sa­do un poco, eso es todo. Pagaré ahora las en­tra­das. Un adulto y dos niños.

—¿Miden más de un metro?

Svärd la miró con cara de no en­ten­der nada.

—Los niños de menos de un metro entran gratis —le aclaró la chica.

—Ah, sí, claro. Uno mide menos y la otra más.

Pagó, cogió sus cosas y entró di­rec­ta­men­te a la zona de la pis­ci­na. Estaba a re­ven­tar. Casi todas las tum­bo­nas es­ta­ban ocu­pa­das y el césped, sem­bra­do de to­a­llas y pareos. Hacía calor. Sobre la caseta de in­for­ma­ción, el ter­mó­me­tro di­gi­tal mar­ca­ba 30 grados. Svärd se quedó de pie, bus­can­do el mejor sitio. Si se ponía en el césped con la toalla, se arr­ies­ga­ba a que al­g­u­ien viera que estaba solo, pero si en­con­tra­ba una tum­bo­na al lado de una madre sola pa­re­ce­ría que había venido con ella.

Bajó la es­ca­le­ra, pasó por la pis­ci­na in­fan­til y se acercó si­gi­lo­sa­men­te a las tum­bo­nas. Vio a una mujer y a dos niños co­mién­do­se un helado. Justo al lado había una tum­bo­na libre. Le pre­gun­tó a la mujer si estaba ocu­pa­da y ella le dijo que no. Svärd se dio cuenta de que miraba al­re­de­dor, bus­can­do a su fa­mi­l­ia.

—Mi ex viene ahora con los niños —dijo él con una son­ri­sa—. Llegan un poco tarde.

La mujer le res­pon­dió con otra son­ri­sa mien­tras lim­p­ia­ba los chu­rre­tes de helado de la cara de su hija, que no paraba de dar sal­ti­tos. Se notaba que estaba de­se­an­do que la de­ja­ran volver a la pis­ci­na. Thomas cal­cu­ló que ten­dría unos ocho o nueve años. Era de­ma­s­ia­do mayor. Y de­ma­s­ia­do fea.

Thomas dejó las cosas en el suelo y colocó la tum­bo­na de cara a la pis­ci­na in­fan­til y a la en­tra­da. Se quitó la camisa de lino y se en­vol­vió con la toalla para po­ner­se el ba­ña­dor. Mien­tras se cam­b­ia­ba, se dio cuenta de que la mujer lo miraba di­si­mu­la­da­men­te. Era gorda y poco atrac­ti­va, se­gu­ra­men­te estaba sol­te­ra. Él se tumbó, cogió el libro y fingió su­mer­gir­se en él, aunque, en re­a­li­dad, tras las gafas de sol, sus ojos iban en busca de la niña ade­c­ua­da. Des­pués de quince mi­nu­tos, la en­con­tró. Tenía unos cinco años y el pelo rubio y on­du­la­do. Estaba pre­c­io­sa con su di­mi­nu­to bikini rojo. De pronto echó a correr y se sentó a menos de veinte metros de Thomas, en un pareo donde había dos niños más —se­gu­ra­men­te sus her­ma­nos— y una mujer.

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